Autor Judson Cornwal

Vendrán todos a adorar delante de mí, dijo Jehová (Isaías 66:23).

Todas las criaturas de Dios son inherentemente adoradores. La pregunta jamás ha sido si «adorar o no adorar». El cielo está lleno de adoración. Es la sustancia de la que está hecho el cielo. El libro de Apocalipsis muestra progresivamente la adoración que llevan a cabo todos los habitantes de los cielos, incluyendo a la humanidad.

Toda persona sobre la tierra es instintivamente un adorador. No importa con qué energía lo niegue. ¡Está en su linaje genético!

No, la decisión nunca ha sido si debemos adorar o no. Consiste más bien en quién, cuándo y por qué debemos adorar.

El quién de la adoración  

El objeto de nuestra adoración es el punto más importante en la controversia sobre este tema. Según Isaías 14, la caída de Lucifer se consumó debido a su arrogancia de alto nivel cuando deseó convertirse en el objeto de la adoración celestial. Jamás perdió su aspiración. Desde su tentación con Eva en el Edén hasta la de Jesús en el desierto, consistentemente ha reclutado a los habitantes de la tierra para que le adoren y todavía lo hace.

Tanto deseó Satanás la adoración de Jesús, que le ofreció a cambio el control total de la tierra y de sus habitantes. Algunos han visto con esta oferta una oportunidad para que Jesús evitara la cruz; restaurando al hombre al dominio de Dios sin la ignominia del pecado y de la cruz. Este «atajo» sin duda fue la raíz de la tentación.

Jesús resistió maravillosamente la tentación con las palabras de Deuteronomio 6: 13: «Al Señor tu Dios adorarás y sólo a El servirás» (Mateo 4:10).  Las palabras de Jesús dan directamente en el blanco de nuestro problema principal con la adoración – enfocar a la persona a quien ha de adorarse y la prioridad de la adoración. 

En relación a esta persona, todo cristiano fundamental creyente en las escrituras concuerda con Jesús que Dios el Padre es el único objeto aceptable en la adoración. También conoce el aborrecimiento que Dios expresa por la adoración a ídolos y ha leído repetidamente en el Antiguo Testamento el castigo de Dios sobre aquéllos que adoraron cualquier cosa otra que al Dios vivo y verdadero. Aceptan, intelectualmente por lo menos, las demandas de Dios de monopolizar su adoración.

La mayoría ha memorizado también la declaración precisa de Cristo en Juan 4:23: «La hora viene, y ahora es, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad.»

Sin embargo, a pesar de toda su aceptación mental a los derechos exclusivos que Dios hace de su adoración, hasta el observador más casual descubriría que estos cristianos fundamentales están ofreciendo su adoración a dioses menores.

Si aceptamos la definición de adoración que da el diccionario como: «reverenciar con sumo honor o respeto; rendir a la divinidad el culto que le es debido; amar con extremo,» entonces descubriremos que muchos cristianos adoran, en menor grado tal vez, muchas cosas que están por debajo de la imagen de Dios.

Algunos exaltan su denominación de una manera que por lo menos raya en la adoración. Otros reverencian peligrosamente a su pastor, mientras que algunos magnifican una verdad doctrinal casi de igual manera que a Dios mismo.

Todos hemos visto a personas, dentro del pueblo de Dios, que aman de tal forma sus posesiones que se han convertido en sus adoradores y aun otros se adoran a sí mismos.

No es que tengan la intención de dejar que su afecto se salga fuera de control y de dirigir su adoración en otra dirección que no sea a Dios, pero sin embargo, sucede demasiado frecuentemente. Porque lo que amamos pronto se convertirá en lo que adoramos, ya que la adoración es sencillamente una expresión de amor en su forma más elevada. Tal vez por eso es que la Biblia nos ordena con toda claridad: «No améis al mundo ni las cosas que están en el mundo. Si alguno ama el mundo, el amor del Padre no está en él»  (1 Juan 2: 15).

De manera que para mantener el monopolio divino de la adoración debemos de amar «al Señor nuestro Dios con todo nuestro corazón, y con toda nuestra alma, y con toda nuestra mente, y con toda nuestra fuerza»  (Marcos 12:30). Cuando todo lo que está dentro de nosotros ame a Dios totalmente, El será el único objeto de nuestra adoración. De otra manera vacilaremos en nuestra adoración, igual que con nuestro amor. «Al Señor tu Dios adorarás y sólo a El… » No le dé lugar a otros objetos de honra. El debe ser el Señor de todo o no será Señor de nada.

En una ceremonia matrimonial los votos del hombre literalmente dicen: «y con mi cuerpo te adoro … » Este es un ejemplo de lo fácil que es pasar del amor a la adoración, de la reverencia a la veneración y ¡a la adoración! Pareciera que la idolatría es una parte inherente de nosotros porque adorar algo menor que Dios es siempre más fácil que adorar a Dios mismo. Es más fácil relacionamos y responder a lo tangible que lo intangible; a lo que se ve que a lo invisible. No obstante, Dios es el único objeto verdadero y aceptable de nuestra adoración «Sólo a Él.»

El cuándo de la adoración 

Cuando Cristo le recordó a Satanás que Dios el Padre es el único objeto de la adoración, también estableció la prioridad divina entre la adoración y el servicio diciendo: «Adorarás … y servirás.» Adoración primero; servicio después. Si no hemos cumplido con el requisito de adorar, no podremos servir apropiadamente. Todo servicio debe nacer de la adoración para que no se convierta en un substituto de la adoración. Desde hace mucho tiempo hemos aprendido que a Dios le disgustan los substitutos, pero que bien puede bendecir algo que suplementa.

Nada de lo que jamás podamos hacer podrá substituir aceptablemente la oración. Considere la condición de un hombre viudo que emplea a una ama de llaves, a una cocinera y a una enfermera para cuidar a sus niños. Pudiera ser que estuviera bien servido, pero ¿substituye esto el amor de su difunta esposa? ¡Por supuesto que no! Tampoco nuestro servicio es substituto de nuestro amor en la adoración. 

Sin embargo, el servicio es una parte de nuestro caminar cristiano. No es una situación de escoger entre los dos, sino de hacer ambos. ¡Adoraremos y serviremos al Señor nuestro Dios, pero en ese orden!

Debemos de tener mucho cuidado de ocuparnos tanto de trabajar por Dios que no tengamos tiempo para Dios. La actividad se puede convertir en el enemigo de la adoración, de igual manera que el servicio se puede convertir en un substituto para la sumisión y la súplica.

¡Cuántos cónyuges hay que en el matrimonio se dedican a hacer tantas cosas para el otro que no les queda tiempo para amarse en realidad! Ella se ocupa tanto de los quehaceres de la casa y del cuidado de los niños y el está tan pendiente de su negocio y de las actividades fuera de la casa que pronto llegan a convertirse en extraños. El amor que los atrajo mutuamente se descuida consistentemente hasta llegar a ser repuesto en el servicio. Pero no importa cuán devoto sea el servicio, jamás podrá reemplazar la relación interpersonal que se necesita para mantener vivo un matrimonio. El hogar necesita el sostén constante del amor expresado y de este fluir de amor nacerá todo el servicio que se necesite.

El mismo principio se aplica a nuestra relación con el Señor Jesucristo. La Escritura lo llama repetidamente «nuestro esposo» y a nosotros «su esposa.» Su amor nos atrajo y El correspondió a nuestro amor para El. Si permitimos que esta relación de amor disminuya por­ que estamos tan ocupados sirviéndole, pondremos en peligro todo lo que esta relación ha producido. Jesús le dijo a Sus discípulos: «Ya no os llamo siervos … pero os he llamado amigos» (Juan 15: 15). El no nos ha escogido sólo para servir, sino que El nos ha ordenado estar con El (Marcos 3: 14). El se deleita en el servicio que le brindamos a El y nos invita a servir con El, pero no puede aceptar servicio en substitución a la adoración. El no murió para presentarse a sí mismo a un siervo perfectamente entrenado, sino a una esposa sin mancha. ¡Con base en este matrimonio vendrá un servicio realmente hermoso!  “La adoración primero – el servicio segundo.”

El por qué de la adoración 

Así que si comprendemos la declaración de Jesús cuando fue tentado por Satanás, automáticamente definiremos el quién y el cuándo de la adoración, dejándonos con el todo importante por qué de la adoración.

¿Por qué es que adoramos? ¿Para cumplir con un mandato de Dios? ¿Para llenar las necesidades de nuestra naturaleza espiritual? ¿Porque es el sumo placer de Dios? Con toda esperanza adoramos por estas razones y muchas más, pero tal vez las dos razones principales sean (a) que la adoración nos lleva a una relación justa con Dios y con nosotros mismos y (b) entonces nos lleva a una expresión justa de nosotros mismos hacia Dios. La adoración nos enseña mucho de nosotros, de Dios y de nuestras reacciones.

En Mateo 15:21 se nos dice de una mujer cananea a quien Marcos llama sirofenicia y quien oyó que Jesús estaba por visitar la región de Tiro y Sidón. Esta mujer salió prácticamente a encontrar el bote a la orilla del mar y en el instante en que vio a Jesús comenzó a gritar diciendo: «Oh, Señor, Hijo de David, apiádate de mí; un demonio se ha posesionado cruelmente de mi hija» (v. 22). Tal vez ella había oído que el ciego Bartimeo había sido sanado diciendo casi las mismas palabras (Marcos 10: 47), y que dos pares de ciegos en ocasiones distintas habían vuelto a ver cuando gritaron palabras similares (Mateo 10:27 y 20:30). De alguna manera esta fórmula se había repetido en las historias que habían salido de Jerusalén. Siempre había dado resultado. Es decir, hasta ahora. Porque no importaba cuán ansiosamente, fuertemente o apasionadamente gritaba ella repitiendo esta fórmula, Jesús «no le respondió palabra» (v. 23).

La acción de los discípulos prueba que la habían oído pues le ruegan que le diga que se vaya para que no los importune más. Pero en vez de cumplir con su petición, Jesús les respondió: «Yo fui enviado sólo a las ovejas perdidas de la casa de Israel» (v. 24). Con estas palabras, pronunciadas lo suficientemente fuertes para que la mujer las oyera, Jesús arranca la máscara de engaño y de hipocresía que había en su petición. Ella había estado pretendiendo tener una relación con Cristo que no existía. Aparentemente, se quiso pasar por israelita diciendo «Hijo de David», pero no era cierto pues los evangelistas la identifican claramente como una mujer gentil. Porque sabía que los gentiles no tenían ningún derecho al ministerio de Jesús, aparentó ser una hija de Israel con derechos de pacto en el «Hijo de David.» Todo lo que su presunción le trajo fue el silencio total del Maestro.

Cuando Dios nos da el trato silencioso es generalmente porque nosotros también estamos reclamando una relación no existente. Nosotros también adoptamos fórmulas que han operado maravillosamente para otros y las declamamos religiosamente operen o no.

¡Cuántos hay que jamás han nacido de nuevo que oran: «Padre Nuestro que estás en los cielos!» Los cristianos carnales usan el mismo lenguaje de la novia verdadera, mientras que los rebeldes en su hora de aflicción claman con las mismas expresiones de los santos sometidos. Todos estos se encontrarán siempre con el silencio divino. Dios no responde a la hipocresía pues El es la Verdad por naturaleza. La instrucción es: «acerquémonos con un corazón sincero» (Hebreos 10:22). Cualquier forma de engaño nos niega una audiencia con Dios. Alguien ha dicho: «Si no lo vives no lo digas. «

No obstante, continuamos dando servicio de labios a las palabras que significaron vida para nuestros padres y para los fundadores de nuestras denominaciones, a menudo sin damos cuenta que tenemos sólo la liturgia y no la vida de estos hombres. Hemos expresado las palabras como hechos por tanto tiempo que ya no percibimos que se han convertido en fábulas. Hemos reclamado una fe no existente por tanto tiempo que no reconocemos nuestro propio fraude. ¿Qué podrá sacarnos de nuestro engaño y meternos de nuevo dentro de Su gracia? ¡La adoración!

Inmediatamente después de que Jesús desenmascaró a esta impostora, «ella, acercándose, se postró (le adoró) ante El, ex­clamando: Señor, ¡ayúdame!» (v. 25). Lo más probable es que ella se haya postrada ante El tomándole de los pies y besándolos. Se sometió totalmente a El, volcando su adoración y su petición de ayuda al mismo tiempo. y dio resultado. ¡Siempre da resultado! La adoración es la que abre las puertas al suplicante para entrar en la presencia de Dios. A todos los hombres se les ha hecho la invitación para adorar a Dios, tanto convertidos como inconversos. Isaías profetizó:

«Y. . . vendrán todos a adorar delante de mí, dijo Jehová.» (Isaías 66:23), y Juan vio una muchedumbre en el cielo «y cantaban el cántico de Moisés, siervo de Dios, y el cántico del Cordero·, diciendo: ¡Grandes y maravillosas son tus obras! … porque todas las naciones vendrán y adorarán en tu presencia. . .» (Apocalipsis 15:4). Si no podemos reclamar los beneficios de un pacto para venir a Cristo, podemos abrir las puertas que conducen a Su presencia con la adoración. Cuando nuestra fe ha fallado y flaqueamos cuando nos acercamos a El, siempre podemos recurrir a la adoración, pues la adoración es una llave consistente para abrir la puerta.

Es justo decir sin embargo, que esta llave que nos conduce a la presencia de Cristo, automáticamente se convierte en una puerta abierta para que El llegue hasta nosotros. Tan pronto comenzó la mujer a adorar a Jesús. El comenzó a sondear las profundidades de su corazón. «No está bien tomar el pan que pertenece a los hijos, y echárselo a los perros» (v. 26). «Te has hecho pasar por una hija de Abraham, pero en los ojos de ellos, tú no vales más que un perro.» Estas palabras siempre suenan demasiado ásperas, pero fueron dichas por el ejemplo más grande que existió de un perfecto caballero. Cristo no la estaba condenando, sólo quería revelarle a ella su propia condición. El quería enseñarle a «no tener opinión más elevada de sí misma que la que debía tener» (Romanos 12:3). J.B. Phillips lo dice de esta manera:

«No cultiven ideas exageradas de sí mismos o de su importancia, más bien traten de pensar con juicio en la estimación de sus capacidades a la luz de la fe que Dios les ha dado a todos vosotros.» (Traducción libre).

Nuestro Señor quería, sencillamente, ayudar a esta mujer a ajustar su concepto de sí misma y lo hizo mientras ella le estaba adorando. Mientras ella lo exaltaba en su adoración. El ponía al descubierto su indignidad. Mientras ella hablaba de Su Majestad («Señor»), el hablaba de su hipocresía. Su meta no era despreciarla, sino ayudarla a apreciar su verdadera relación con El, pues hasta que ella no lo hiciera, El no podría corresponderle sin delatar su falsedad. Pero si ella aceptaba Su valoración y le respondía de acuerdo, El podría ministrar a su necesidad y lo haría. La verdad responde a la verdad.

¿No es cierto que es cuando estamos adorando que Dios nos revela cómo somos? Le sucedió a Isaías, quien era sin duda el hombre más piadoso de su generación, pero cuando se encontró en la presencia de Dios, clamo:

«¡Ay de mí que soy muerto; porque siendo hombre inmundo de labios, y habitando en medio de pueblo que tiene labios inmundos, han visto mis ojos al Rey, Jehová de los ejércitos» (Isaías 6:5).

El jamás se sintió de esta manera cuando estuvo en la corte de un rey terrenal, de quien se dice era su tutor, pero cuando su adoración lo llevó hasta la presencia del Rey Celestial, no sólo vio «al Señor, sentado sobre un trono alto y sublime» (v.l), sino que se vio a sí mismo sucio e inmundo. Sólo cuando estamos en la presencia Augusta del Rey de los Cielos podemos vernos verdaderamente como somos. Si nos comparamos con otros, puede que parezcamos grandes, pero si nos contrastamos con El, perderemos toda nuestra gloria artificial.

De manera que la respuesta del Señor a la adoración de la mujer fue llamarla un perro. ¿Cómo lo recibió ella? De la única manera sensible que uno puede recibir Su evaluación de nosotros. Ella dijo: «Es cierto, Señor» (v. 27). Hasta que no aceptemos Su valoración, la comunicación con El sigue interrumpida. El revela nuestra posición y condición; el próximo movimiento es nuestro.

Pero la admisión de que había tanta distancia entre ella y una relación de pacto con Cristo como está un perro más abajo de su amo, no devastó a esta mujer. Sabiamente cambió el estilo de su conversación para alinearse con Su valoración de ella y ganó todo lo que deseaba.

» … pero aún los perros comen las migajas que caen de la mesa del amo» (v. 27). «Si soy un perro, ¡no me niegues los privilegios de un perro!» No hay mayor principio que este: acercarnos a Cristo de acuerdo a nuestra verdadera naturaleza. Si somos «un perro» Y nuestra naturaleza no ha sido cambiada aún por una transformación divina, podemos levantar nuestras patas delanteras, mover la cola y lamer la mano del Amo.

Si somos recién nacidos en Cristo, podemos hacer sonidos de bebé y sonreímos bastante.

Si no caminamos aún, podemos gatear hasta llegar a El, tocarlo y decir «tata».

Pero para un santo maduro, hacer todo esto sería ridículo. Acérquese a Cristo como un cristiano adulto.

No necesitamos que venga una voz del cielo para que diga; «Este es mi Hijo amado con quien estoy complacido» (Mat. 17: 5). Podemos llegar a El tal y cual somos. El nos puede limpiar como lo hizo con Isaías y cambiarnos por completo como a Nabucodonosor o Saulo de Tarso. Lo que necesitamos hacer sencillamente es corresponderle tal cual somos y desde donde estamos y la adoración se encargará de abrir la puerta para que venga esta revelación.

Sí, la adoración es la que nos lleva a tener una relación justa con Dios y con nosotros mismos y también a dar la expresión adecuada que Dios espera de nosotros.

Quizá el ejemplo más dramático de adoración que encontramos en la Biblia es la historia de María enjugando los pies de Jesús. Todos los cuatro evangelios mencionan el evento y Jesús dijo que dondequiera que se predicare el evangelio, se mencionara también en memoria de ella lo que había hecho (Marcos 14:9).

Recuerden que María aun rebozaba de gratitud porque Jesús había resucitado a su hermano Lázaro. Todo el curso de su vida había sido rescatado en ese milagro, pues el destino de las viudas, de las solteras y mujeres solas era duro. Frecuentemente se les explotaba y se les quitaba todas sus posesiones.

Cuando ella vino a la casa de Simón, el leproso y vio la manera en que se honraba a Lázaro, tratando a Jesús como si fuera cualquiera de los otros invitados, su corazón se quebrantó. No se le estaba apreciando adecuadamente – sus expresiones de agradecimiento no eran suficientes.

Saliéndose rápidamente y sin ser notada se dirigió a su casa que quedaba cerca de allí, buscó el vaso de alabastro con el perfume de nardo y regresó a la casa de Simón donde lo quebró, dejando que el perfume se derramara sobre la cabeza de Jesús y descendiera sobre Su barba hasta el borde de Sus vestiduras. Entonces bañó Sus pies con sus lágrimas y los secó con sus cabellos.

En contraste con los otros que habían tomado la presencia de Jesús como la de cualquier otro, ella dio la expresión debida de sí misma hacia Su Señor. Le adoró. Le amó, no desde lejos, sino en comunión íntima. No estaba contenta con decir gracias con una comida; tenía que adorarle con un acto idóneo a sus emociones de amor, veneración, agradecimiento y reverencia. Tenía que tocarlo, besarlo, llorar y postrarse para derramar completamente su alma delante de Jesús. El perfume de nardo era sólo un símbolo de lo que estaba derramando en realidad sobre Jesús – ¡el alma misma de María! Este es el corazón de la verdadera adoración – el derramamiento sin estorbos de nuestro ser interior en devoción afectuosa para nuestro Señor Jesucristo.

La versión de Marcos (Capítulo 14) revela cuatro factores diversos en la adoración. El primero es que la adoración es costosa. Los discípulos calcularon rápidamente que el perfume se pudo haber vendido por más de trescientos denarios, o sea el equivalen te al salario total de un obrero por un año. Tradúzcalo a la capacidad de ganar de un obrero de su país por un año. ¡Qué precio tan grande sólo para adorar a Jesús aceptablemente!

Sin embargo, el valor monetario fue probablemente la parte mínima del precio. Este costoso perfume había sido guardado por alguna de las dos razones siguientes: como dote para el matrimonio o para asegurarse de tener una buena sepultura. Ambos eran de vital importancia para esta joven judía. Cuando María derramó ese perfume, estaba rindiendo todos sus planes, ambiciones y aspiraciones para el futuro. Adorarle en el presente era mucho más importante que esperar en el futuro. En el verso 8, Jesús hace este comentario de su acción: » … con anticipación (ahora) ha ungido mi cuerpo para la sepultura.» La adoración verdadera a menudo nos cuesta nuestros planes y ambiciones egoístas. Requiere que pongamos Su gloria por encima de nuestras metas.

El segundo factor es que la adoración se presta a las críticas. Los discípulos censuraron inmediatamente que el perfume no se había vendido y el dinero dado a los pobres. El servicio social es loable y hasta Jesús lo requería, pero existe también ocasión y lugar para adorar al Señor. Personalmente he tenido más críticas por llevar a mi congregación a la adoración que por cualquier otra actividad. Por alguna razón la gente todavía parece sentir que es un desperdicio cuando cualquier cosa es derramada sobre el Señor. Yo he visto a más de un marido, que nunca se quejó porque su esposa trabajara en las comidas de la iglesia o sirviera de secretaria voluntaria, enfurecerse y prohibirle asistir a las sesiones de adoración. Debemos estar preparados y esperar que vengan críticas si nos convertimos en adoradores.

El tercer factor de la adoración que María ilustra es la necesidad del quebrantamiento. El perfume de nardo estaba permanentemente sellado dentro de un vaso de piedra. Para dejarlo libre era necesario quebrar la botella. De la misma manera, la adoración en el espíritu de todo creyente, está sellada por el vaso externo del alma y del cuerpo. La adoración jamás fluirá hasta que algo suceda para romper este vaso de piedra. Presentar la botella no hubiera sido adoración; hubiera sido una ofrenda. Pero cuando el vaso fue quebrado permitió que el aceite fluyera como ungüento. para el cuerpo del Señor.

David que sabía lo que es el quebrantamiento delante del Señor, escribió lo siguiente: «Los sacrificios de Dios son el espíritu quebrantado. Al corazón contrito y humillado no despreciarás tú, oh Dios» (Salmo 51: 17). Las palabras en el hebreo son fuertes en extremo. Para «espíritu quebrantado» usó la palabra «shabor» que significa estremecerse, romper, hacer astillas o a niños, estrellar. Para «corazón contrito» usa la palabra hebrea «dakah» que significa desmenuzar, desmoronar, triturar, magullar, humillar.

La verdadera adoración requiere que hagamos añicos nuestro orgullo, un desmoronamiento de nuestras reservas naturales, un magullar de nuestra suficiencia personal, así como una trituración de nuestro propio empeño. La trituración de nuestra naturaleza carnal liberará nuestras emociones para que fluyan en lágrimas de arrepentimiento, sujeción y amor. Los de corazón duro no pueden adorar; para ellos es el mero rito de la adoración. Son los de corazón tierno y de espíritu gentil que pueden derramar sus espíritus delante de Dios.

Cuando David fue echado por Abimelec y sentía su corazón hecho añicos, escribió lo siguiente: «Cercano está Jehová a los quebrantados de corazón … « (Salmo 34: 18). El quebrantamiento que es necesario para adorar, para dejar fluir nuestro hombre interior, también asegura la cercanía del Señor, sin la cual es imposible adorar porque la adoración sólo se puede llevar a cabo en su presencia.

El factor final al que se alude en esta historia es que la adoración es recíproca; recibimos algo cuando damos algo. Cuando  María sostuvo el vaso de alabastro sobre Jesús y lo quebró, el ungüento se derramó sobre Su cabeza. Con presteza lo frotó entre el cabello y la barba, transfiriendo el resto hasta Sus pies. Entonces soltó largas trenzas para enjugarlos con su propio cabello. Cuando salió de la sala del banquete la gente podía percibir el aroma en ella y decía: «Es ella; lo sé porque huele exactamente como Jesús.»

Cuando derramamos nuestra adoración sobre el Señor Jesucristo. también nos envuelve totalmente a nosotros. Cuando salimos de Su presencia, llevamos la fragancia de Cristo dondequiera que vayamos. Pablo lo sabía cuando escribió lo siguiente: «Dios … manifiesta por medio de nosotros en todo lugar la fragancia del conocimiento de El» (‘2 Corintios 2: 14). Como el sacerdote en el Antiguo Testamento llevaba la fragancia del incienso de Dios en su pelo y en sus vestiduras después de haber ministrado en el altar de oro, de igual manera damos al mundo una demostración de la dulzura de nuestro Señor después de que hemos adorado. La adoración satura nuestra naturaleza misma y es tan agradable como el perfume más costoso. La adoración es recíproca. Nos beneficiamos tanto nosotros como a El.

Ya que está dentro de nuestra naturaleza ser adoradores, Dios quiera guiarnos en Su Palabra para conocer el verdadero «quién», el «cuándo» acertado y los múltiples «por qué» de la adoración. ¡Ambos, El y nosotros nos beneficiaremos inmensamente!

Judson Cornwal es muy conocido como maestro y conferencista. Ha escrito numerosos artículos sobre la adoración. También ha escrito un libro titulado Let Us Praise (Alabemos) que examina detenidamente el tema de la alabanza bíblica.

Revista Conquista Cristiana Vol 2-# 1