Autor Bob Mumford

Hay en Italia una bahía que sólo puede ser alcanzada navegando a través de un angosto canal bordeado de peligrosas rocas y bajíos. La navegación es extremadamente riesgosa, y a lo largo de los años han naufragado allí numerosas naves.

A objeto de guiar a los barcos con seguridad hacia el puerto, las autoridades han instalado tres luces montadas en grandes postes a la orilla de la bahía. Cuando las tres luces o los tres postes están alineados de tal manera que se los ve como uno solo, el barco tiene vía libre y puede navegar con seguridad a través del estrecho canal. ¡Si el práctico ve dos o tres luces separadamente, sabe que está fuera del derrotero y en peligro!

Como una medida de seguridad mientras piloteamos el barco de nuestra vida. Dios ha provisto tres faros para guiarnos. Aplicamos las mismas reglas de navegación que rigen para el práctico cuando dirige el barco en los canales de acceso al puerto. Las tres luces deben guardar una perfecta alineación y vérselas como una sola para poder avanzar con seguridad a través del canal. Estas tres luces son:

  1. La Palabra de Dios (norma objetiva)
  2. El Espíritu Santo (testigo subjetivo)
  3. Circunstancias (providencia divina)

Juntas, todas ellas, nos aseguran que los rumbos que se nos han indicado son de Dios y nos llevarán con seguridad por el camino que marca su perfecta voluntad para con nosotros.

La Palabra escrita de Dios es el supremo criterio para la dirección. En su segunda epístola Pedro recuerda su experiencia en el monte de la Transfiguración con Jesús, Jacobo y Juan. Allí vieron a Moisés y Elías y escucharon la voz de Dios que desde el cielo 10 decía: «Este es mi Hijo amado, en el cual tengo complacencia.» (2 Pedro 1: 17.)

¿Podemos imaginar lo que habrá sido estar con Jesús en la cima de ese cerro? ¿Ver con nuestros propios ojos a Jesús transfigurado y escuchar con nuestros propios oídos en forma audible la voz de Dios? Con todo, Pedro nos dice que «tenemos también la palabra profética más segura, a la cual hacéis bien en estar atentos como una antorcha que alumbra en lugar oscuro, hasta’ que el día esclarezca y el lucero de la mañana salga en vuestros corazones; entendiendo primero esto, que ninguna profecía de la Escritura es de interpretación privada». (2 Pedro 1:19-20). Pedro, que había escuchado en forma audible la voz de Dios, nos dice que la Palabra escrita es más segura.

La Biblia es la Palabra de Dios.

Jesús mismo dijo: «Porque de cierto os digo que hasta que pasen el cielo y la tierra, ni una jota ni una tilde pasará de la ley, hasta que todo se haya cumplido.» (Mateo 5: 18). Más adelante dijo: «El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán.» (Lucas 21 :33)

Lo admirable de la Palabra de Dios es que nunca pierde su vigencia. Durante las últimas décadas la ciencia ha dado un vuelco notable en sus conceptos, a medida que las investigaciones revelaban pruebas confirmatorias de principios establecidos por la Biblia. Es interesante consignar que al mismo tiempo que aumenta el conocimiento empírico del hombre en cuanto a su naturaleza y a su medio ambiente, se reduce la brecha de conflicto abierta entre la reve1ación de Dios. La Biblia, y el conocimiento del hombre. El concepto según el cual «no es necesario aceptar por más tiempo la necesidad de una porción en particular de la Biblia» no resiste el análisis a fondo de la ciencia moderna.

La Biblia es una palabra viviente; su mera lectura puede vivificar corazones, cambiar vidas y sanar cuerpos y espíritus deshechos. Jesús, que es Dios encarnado, usa la expresión de «Yo soy la vid, vosotros los pámpanos». Nos gustaría utilizar la misma ilustración para la Palabra escrita de Dios, la Biblia. Los tres primeros capítulos del Génesis pueden compararse a la raíz de la vid. Si cortamos la raíz la vid se marchita y luego muere. La totalidad de la Biblia se mantiene en pie o se derrumba, según el relato del comienzo. Lo mismo cabe con el relato de los comienzos de la vida de Jesús. Afirmar que carece de importancia si Jesús nació o no de una Virgen, es algo así como cortar la raíz principal de la vid y todavía esperar una buena cosecha de uvas. La Biblia es un todo orgánico.

La epístola a los Corintios fue escrita alrededor del año 56 de nuestra era. Es decir, hace más de 1900 años. Si quisiéramos estudiar electrónica, mecánica del automotor, medicina o aerodinámica, ¿escogeríamos un libro escrito en el año 50? ¡Por supuesto que no! Con toda seguridad no tomaremos en serio un libro de texto escrito hace 50 años. Pero los problemas que aquejaban a los corintios se repiten en nuestros días y en nuestra sociedad, al igual que sus soluciones. Así pues, la Palabra de Dios se yergue como un criterio válido para todo lo que hagamos hoy en día. Habla a todo el intrincado complejo de la vida.

¿Puede Dios hablarnos en la actualidad? Por supuesto que sí. ¿Pero cómo saber si es Dios y no Satanás o nuestra calenturienta imaginación? Comparando la Palabra hablada de Dios con su Palabra escrita.

Jesús siempre habló con sus discípulos en forma directa, pero rara vez lo comprendieron. A veces se impacientó con ellos porque tenía que repetirles las cosas una y otra vez y seguían sin entender lo que él quería decirles. En cierta ocasión’, mientras navegaban, les previno: «Guardaos de la levadura de los fariseos». Los discípulos comentaron esas palabras entre ellos, y llegaron a la conclusión de que Jesús estaba molesto porque se olvidaron de traer pan. Jesús sabía lo que estaban pensando y les dijo que de ninguna manera se refería a ese tipo de pan; ¿no recordaban, acaso, las 5.000 personas que alimentó contando tan sólo con dos panes? Al fin comprendieron los discípulos lo que Jesús quiso decir: la levadura era la peligrosa doctrina de los fariseos y de los saduceos. (Mateo 16:5-12.)

En otra ocasión Jesús se detuvo frente al Templo diciendo: «Destruid este templo y en tres días lo levantaré.» Nuevamente interpretaron torcidamente las palabras.

Años atrás paseábamos en automóvil con un amigo cuando de pronto la gloria de Dios llenó el vehículo. Habíamos estado orando y glorificando a Dios mientras andábamos y la presencia del Espíritu de Dios era tan real y arrolladora, que detuvimos el automóvil a un costado del camino. La atmósfera estaba sobrecargada con la maravillosa presencia del Espíritu Santo y la voz del Señor sonó clara y precisa: «Quiero que vayas al Perú!»

Era un llamado dramático y directo. Dios quiere que vaya al Perú d. inmediato, pensé. Con mi esposa vendimos todos nuestros bienes creyendo que Dios milagrosamente supliría los 5.000 dólares necesarios para volar al Perú y predicar a los indios. Esperamos semana tras semana, pero no llegó la tan ansiada provisión. Transcurrieron siete años antes de que Dios nos llevara al Perú y no de la manera que lo habíamos imaginado, sino como profesor invitado para un curso de entrenamiento ministerial.

La revelación de Dios había sido parcial, pero tal era nuestro apuro que creíamos era total. Cuando finalmente llegamos al Perú y ocupé un púlpito entre las majestuosas montañas de los Andes, nuevamente oí con toda claridad la voz del Señor que me decía: «Ahora estás viendo el cumplimiento de las palabras que te hablé.»

Parado en aquel lugar, lloré abiertamente: «Dios, que mal interpreté lo que me dijiste!» Dios me había dado el testimonio interior del Espíritu Santo, pero carecía del tercer testimonio, el amplio margen de las circunstancias, y estuve a punto de hacer estragos en mi ministerio por querer adelantarme a Dios.

Un cristiano, empresario de construcción, hablaba por teléfono con un amigo. De pronto el amigo le dijo: «El Señor quiere bendecirte.» El contratista pensó: ¡Dios quiere darme más dinero para ampliar mis negocios! Interpretando que lo de «bendecirte» significaba eso, amplió su empresa considerablemente. Pero superó sus posibilidades financieras y se vino abajo. ¡Estaba fundido! No podía comprender qué es lo que había pasado. ¿No era que Dios había prometido bendecirlo?

Llegó a la conclusión que debía declararse en quiebra. Pero la voz de Dios se dejó oír en tonos fuertes e inequívocos: «De ninguna manera. No abandones tu actividad. No te vas a librar de una sola de tus deudas. Las pagaremos juntos. «

En forma milagrosa, y una por una, Dios pagó las cuentas. Pasaron varios años, pero al fin la empresa se levantó sobre bases firmes y sin una sola deuda. Pasado un tiempo me dijo: «Cuánto debo agradecer a Dios por lo que me ha enseñado durante estos últimos años. Verdaderamente me ha bendecido.»

¿Era realmente necesario que para aprender tuviera que sufrir esa experiencia de llegar al borde de la bancarrota? Sí, pero solamente porque mi amigo carecía de una clara noción de medida para comparar lo que había escuchado con los otros dos criterios, es decir con la Palabra de Dios y con las circunstancias.

La mayoría de nosotros interpreta en sentido erróneo lo que Dios nos dice. Sacamos de inmediato conclusiones equivocadas sin esperar a que las otras dos luces del puerto se pongan en línea como testimonio de una segura guía y dirección.

Muchos de los problemas del cristianismo se suscitan porque leemos en la Palabra de Dios cosas que no están escritas. Nos dejamos llevar por nuestra imaginación. A eso se suma el factor de confusión que se crea al quitar algunas de las porciones de la Palabra de Dios, porque entran en conflicto con las tradiciones de la iglesia o con las enseñanzas sobre las disposiciones.

Las tres luces de la bahía están ahí porque el canal es peligroso, bordeado de rocas y de bancos de arena a ambos costados. Hay tres fuentes de dirección: Dios, Satanás y nuestra frondosa imaginación espiritual., De pronto somos presa del entusiasmo, vemos y oímos cosas, y en ese estado interpretamos erróneamente y nos metemos en camisa de once varas.

Alguien dice: «¡He tenido una visión; he visto un ángel!» Es posible que así haya sido, pero ¿podría ser falso? ¿Hemos de seguir, acaso, tras cada visión y escuchar la voz de todo ángel?

En 1 Corintios 14:37 Pablo dice: «Si alguno se cree profeta o espiritual, reconozca que lo que os escribo son mandamientos del Aún el Espíritu Santo se somete y se inclina ante la Palabra escrita. Nunca obra al margen de la Palabra de Dios ni la contradice. Ese es su propio criterio, para que nosotros podamos diferenciar lo que es y lo que no es de Dios. El Espíritu Santo es quien inspiró la Palabra de Dios.

Hemos conocido a personas de los círculos cristianos que han tenido misteriosas visiones y recibido mensajes. Cuando intentamos hablarles sobre ello, se encogen y erizan como un puerco espín.

¿Pone en duda lo que Dios me dijo?

Sí; ¿qué me dice sobre este versículo?

¡No puedo remediar lo que dice el versículo, solamente sé lo que Dios me dijo!

Jamás habla Dios en contradicción con su propia Palabra escrita. Nunca nos transpondrá más allá de la revelación que ya nos entregó en Jesucristo. No debemos actuar al primer indicio. Si realmente es Dios quien habla, las otras dos luces se dispondrán en perfecta alineación, pues Dios nunca espera que actuemos sin contar con esa medida de seguridad. Rige una ley en las Escrituras según la cual los actos deben ser refrendados por dos o tres testigos. Cuando dos o tres personas eran testigos de un acto de adulterio, el causante era inmediatamente apedreado sin discusión. Para asegurarnos en cuanto a la legitimidad de la dirección debemos echar mano a los tres testigos: La Palabra, el testimonio interior del Espíritu Santo y las circunstancias externas. Cualquiera de los tres, tomado aisladamente, puede ser equívoco. Hay que esperar la alineación de los tres. La Palabra de Dios nunca miente, pero un versículo aislado, considerado fuera del contexto general, puede llevamos por mal camino. Hay tres formas de dirección que no requieren esfuerzo y que, si bien no podemos descartarlas como espurias, son de esa categoría que nos hace pigmeos espirituales. Su fácil y rápido acceso nos induce al peligroso hábito de dejar a un lado los esfuerzos seriamente encaminados para buscar y encontrar la dirección genuina. A estas tres formas las hemos denominado el dedo en la Biblia, el dedo en el timbre y el dedo en las tarjetas de promesas.

Antes de continuar, apresurémonos a decir que sabemos que estas tres formas de dirección han dado resultados positivos bajo ciertas circunstancias y en algunas ocasiones, pero sin temor a equivocarnos afirmamos que no debemos depender de ellas en forma permanente so pena de sufrir un cruel desengaño.

Analicemos el dedo en la Biblia. Una joven pareja sintió el llamado para el campo misionero y no sabían adónde ir. Abrieron su Biblia al azar, apuntaron con el dedo un versículo y leyeron: «Las islas que están en el mar te esperan.»

Interpretaron que «eso quiere decir que el Señor quiere que vayamos a una de las islas del Pacífico.»

Seis meses después volvieron.

A la esposa la internaron en una institución para enfermos mentales y ambos estaban quebrantados en fe y en espíritu.

Igual peligro existe para el dedo en el timbre. Trabajé con un médico en Toronto. Una de sus pacientes creía que tenía cáncer, si bien no padecía de esa enfermedad. El médico, sin embargo, la trataba y la aconsejaba, como si realmente sufriera de cáncer.

Cuando se retiró del consultorio un día, le dije:

-Usted la está engañando.

-No -me respondió- es un caso de dedo en el timbre. Si no la trato por lo que ella cree que tiene, tocará el timbre en cuanto consulto­rio médico encuentre, hasta que alguien le diga lo que ella quiere oír. De esta manera le aplico un tratamiento inocuo, aunque engañoso, mientras que algún otro, menos honorable, se aprovecharía de ella.

Hay cristianos sinceros pero descuidados que piensan que obtendrán la dirección que buscan interrogando (tocando el timbre) a cuanto líder espiritual encuentren, a pastores y a predicadores itinerantes. No dejan de preguntar hasta que alguien les diga lo que quieren oír.

Corren el mismo peligro los que buscan la dirección poniendo el dedo en las tarjetas de promesas. Una cajita de promesas es útil tenerla a la mesa del desayuno para utilizarla como un entretenido devocional. Pero es potencialmente peligrosa si la utilizamos en busca de la dirección divina. Todas las promesas de Dios son válidas, pero pueden conducir a conclusiones erróneas cuando se les obtiene sacándolas de una caja de promesas separadas del contexto general.

Un día cualquiera clamamos a Dios por la cantidad de problemas que nos agobian: ha vencido la fecha para pagar el alquiler y todavía está impaga la cuenta de la verdulería. Metemos la mano en la caja y sacamos una promesa. Ahí está, a Dios gracias: «Mi Dios, pues, suplirá todo 10 que os falta conforme a sus riquezas en gloria en Cristo Jesús. ¡Aleluya, se acabaron las preocupaciones! Hay que esperar y Dios solucionará todo.

¡Un momento! Pablo informó a los filipenses que Dios estaba dispuesto a suplir a todas sus necesidades. ¿Pero cuál es el contexto de ese pasaje? Pablo acababa de recibir de mano de ellos abundante ayuda material y diezmos. Los filipenses hicieron lo que se esperaba de ellos; habían acatado las condiciones impuestas por Dios. ¿Lo hemos hecho nosotros? Tal vez la dirección que necesitábamos ese día cualquiera es la establecida en Proverbios 3 :9-10: »Honra a Jehová con tus bienes, y con las primicias de todos tus frutos; y serán llenos tus graneros con abundancia, y tus lagares rebosarán de mosto.»

Algunas personas sacan las conclusiones más Increíbles de la Palabra de Dios. Escuché de un joven que quería casarse con una señorita llamada Gracia. Oró a Dios para que le indicara si la elección era la correcta. Abrió su Biblia y leyó el versículo 2 del primer capítulo de la carta a los Filipenses: «Gracia y paz a vosotros, de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo.» Es una ‘base de dirección muy endeble sobre la cual asentar el intrincado mecanismo de toda una vida matrimonial.

Por pasadas experiencias aprendí a no adelantarme a la voluntad de Dios y comprar un automóvil a destiempo, pero llegó un momento en que realmente necesitaba adquirir un medio de transporte. Oré así:

«Dios, necesito un automóvil, pero a tu debido tiempo. Aparte de ello, serás tú quien lo encuentre y me lo

entregues y harás que todas las circunstancias encajen perfectamente.»

Esa mañana leí en mi Biblia: «Deléitate asimismo en Jehová, y él te concederá las peticiones de tu corazón.» (Salmo 37:4) Recordemos que el Señor sabía que una de las peticiones de mi corazón era un automóvil nuevo, y por ello exclamé:

«Te alabo, Señor; me deleitaré en ti y me despreocuparé del resto.»

Más tarde, ese mismo día, mientras conducía mi vehículo, ubiqué un precioso autito estacionado en la playa próxima a la estación de servicio. Sentí como un tirón en mi espíritu.

» ¡Ahí está!»

Le pedí permiso al hombre para que me dejara verlo. Una sensación de quietud y de paz espiritual me indicaban que el automóvil era para mí.

«Muy bien, Señor» dije algo entusiasmado. «Veo dos luces: tu Palabra esta mañana y ahora tu Espíritu Santo instándome a comprar este vehículo, pero voy a esperar hasta que las circunstancias se pongan en línea. Tendrás que vender mi vehículo viejo antes que pueda comprar éste.»

Para ese entonces yo estaba más que entusiasmado. Llegué a mi casa, llamé a un hombre por teléfono, quien compró mi vehículo al contado. ¡Te alabo, Señor! Esa era la tercera luz.

Adquirí el automóvil y después de recorrer 80.000 kilómetros no había invertido en reparaciones más de 40 dólares, muy distinto a lo que ocurrió cuando compré el otro vehículo al margen de la voluntad de Dios que me costó una fortuna en reparaciones.

Cuando las tres luces direccionales de la bahía se alinean, es Dios evidenciando su voluntad. ‘Siempre podemos contar con esto. La voluntad de Dios no es una cosa indefinida o casual. Es una certeza que puede llegar a ser un conocimiento vivo en nuestra vida.

(Tomado con permiso del Libro Tres Señales Seguras por Bob Mumford. Derechos Reservados. 1972 Logos International)   Vino Nuevo Vol 2-#2