Por Bob Munford

Nadie equivoca su dirección intencionalmente, pero ocurre. Cuando pensamos en el camino equi­vocado, viene a la mente la imagen del apóstol: una persona que, por la razón que sea, ha vuelto al mundo después de conocer al Señor. El «apar­tado» es tan trágico como el apóstata; es el cre­yente que ha tenido grandes experiencias con Dios, ha sido celoso de su reino, pero termina neutralizado e inútil para el Señor y sus propósi­tos. Se apartó cuando forjó su propio ministerio, con doctrinas excéntricas, buscando experiencias nuevas; por el materialismo o el ascetismo porque se volvió voluntarioso e inmanejable.

Si pudiéramos ver una película de sus vidas des­de la perspectiva de Dios, veríamos que muchas de estas situaciones no fueron el resultado de al­guna treta del diablo o debido a circunstancias que los llevaron al engaño y a apartarse del cami­no, sino que fueron el fruto de semillas que ya es­taban en sus corazones.

Bill Gothard enseña que las semillas de la des­trucción ya están presentes en el nacimiento de toda organización. Creo que sucede lo mismo con los individuos. Las semillas de nuestra defunción espiritual se encuentran presentes en nosotros.

Para entenderlo, tenemos que saber que vivi­mos en lo que podemos describir como tres nive­les. Primero está el nivel descubierto, de nuestra conducta visible. Es el nivel del hacer. El pecado en esta área consiste en actividades como el adul­terio, el hurto, el asesinato y la vida de excesos. Las buenas acciones incluyen el diezmar, servir, alabar y trabajar. Generalmente, es el nivel en el que el mundo vive y enfatiza. Lamentablemente, algunos cristianos nunca profundizan más allá de este nivel. Sienten que, si dejan de fumar, beber, maldecir y andar tras mujeres y comienzan a orar, testificar, asistir a la iglesia y leer la Biblia que ya están viviendo como Cristo.

El segundo nivel es el de la actividad encubierta de nuestros pensamientos y emociones que gene­ralmente sólo nosotros conocemos. El pecado aquí incluye la lujuria, la codicia, el odio, la avaricia: pensamientos y emociones que están detrás del pecado abierto. La parte buena de este nivel son cosas como la fidelidad, la humildad y el amor, que no se pueden ver aparte de la acción que producen.

Hasta aquí llegan muchos creyentes serios. Comprenden que la obediencia al Señor tiene que ver con sus pensamientos y sentimientos y no sólo con sus acciones abiertas.

Este nivel es considerado generalmente como la «línea de fondo» del cristiano. Si cada pensamiento y emoción es traído a la obediencia de Cristo en­tonces se habrá entrado a la «vida profunda» o a la «vida crucificada.» Tal vez sea porque nuestros pensamientos y sentimientos son tan difíciles de controlar y de cambiar que sentimos que si llega­mos a dominarlos eso demuestra el máximo de la disciplina y la madurez cristianas.

Hay, sin embargo, una tercera área de nuestras vidas que está más abajo de esta «línea de fondo»: el escondido dos por ciento de su vida donde se encuentra el verdadero yo, el sótano del alma. Yo digo que está escondido porque la mayoría de los cristianos que conozco no saben siquiera que exis­te; sin embargo, es probablemente el factor más fuerte que determina la dirección en la vida de una persona.

Las fuentes de la vida

Proverbios 4:23 dice que del corazón mana la vida. Cuando se refiere a un cuerpo de agua, una «fuente» es el origen de donde procede. En este caso es la fuente de donde mana la vida del alma, de donde procede el verdadero yo. Esta es el área de nuestros motivos y actitudes.

Como en el caso de las fuentes de agua, está también escondida. Raramente se ve el origen de un río o de un lago, pero sí todo lo que fluye des­pués. Tampoco podemos ver o escasamente pode­mos definir los motivos y las actitudes, pero lo que mana de ellos gobierna todo lo que hacemos en nuestras vidas.

La mayoría de los cristianos dejan esta área de sus vidas sin tocar. Muchos se apartan como resul­tado directo de problemas en sus motivos y acti­tudes porque no los reconocen ni tratan con ellos. Si las semillas que están ocultas allí se dejan, un día germinarán y crecerán hasta llevarlos al enga­ño y la destrucción.

Jesús definió estas tres áreas en el Sermón del Monte. Sus discípulos judíos habían sido criados con un énfasis primordial en la vida externa, el hacer de las cosas religiosas. Si guardaban la ley de Moisés y se conformaban a las normas acepta­das de lo que era bueno, consideraban que esta­ban bien con Dios. En este discurso, Jesús define los principios que gobiernan en el reino de Dios y les enseña que su señorío alcanza más allá del ha­cer, y toca los pensamientos, las emociones hasta llegar a los motivos y las actitudes.

Primero, toca sus vidas religiosas en el nivel descubierto: «Habéis oído que se dijo a los ante­pasados: ‘No matarás … ‘ » Matar es una ofensa evidente. «Pero yo os digo que todo aquel que es­tá enojado … » Aquí los lleva un paso más allá para hacerles entender que detrás del pecado abierto está el pecado cubierto y que el hombre interno es tan importante como el externo. «Habéis oído que se dijo: ‘No cometerás adulterio’ «. Acción abierta. «Pero yo digo que todo aquel que mira a una mujer para codiciarla … » Acción cubierta. Po­co a poco Jesús les hace comprender las demandas verdaderas del reino de Dios.

En Mateo seis, Jesús lleva a sus discípulos más allá de la región de sus pensamientos y emociones y de la «línea de fondo» para llegar a sus motivos y a sus actitudes. «Cuidaos de practicar vuestra justicia delante de los hombres para ser vistos por ellos.» Ahora toca el motivo detrás de mucha de la actividad religiosa de sus días: para que los hombres los vean. En su exterior, los líderes reli­giosos actuaban santa y justamente y guardaban la ley, pero la fuente de sus motivos estaba impura.

Tres veces en esta sección, cuando se refiere a orar, dar y ayunar, toca los motivos impuros de los hombres religiosos, señalando con precisión el deseo de ser vistos por los hombres. Cualquiera actividad, no importa cuán buena sea, es condena­da como hipocresía cuando se hace con un motivo malo.

Motivos y actitudes

Los motivos y las actitudes son muy semejan­tes, pero se pueden distinguir de la siguiente ma­nera: Los motivos determinan por qué acciono como lo hago. Las actitudes dicen por qué reacciono como lo hago.

Los motivos son los que me mueven a la acción (o a la no acción). La palabra se deriva de la mis­ma raíz que «motor» y como estos, los motivos nos hacen funcionar. Los motivos se expresan usualmente en la forma verbal: «hacer dinero,» «hacer la voluntad de Dios,» «ser vistos por los hombres.»

Según la motivación, así es la conducta abierta o cubierta. Por ejemplo, si mi motivación es ser popular, evitaré todo lo que disguste a la gente, cambiaré de opinión para estar de acuerdo con aquellos a quienes quiero impresionar, buscaré relacionarme con individuos populares, desearé el ministerio y la revelación que me conviertan en el centro de atención y pudiera ser que todo el tiempo ignore lo que estoy haciendo.

El motivo de vivir una vida apacible es uno que prevalece en nuestros días. Esta motivación se ma­nifiesta evitando la confrontación, la renuncia a verme involucrado en las vidas de los que tienen problemas, poniendo «parches» en las situaciones que necesitan ser confrontadas radicalmente, ha­ciendo sólo lo suficiente para salir del paso y re­sistiendo todo cambio en mi rutina diaria.

Las motivaciones en la vida de una persona tie­nen patrones determinados de conducta. Esta con­ducta es casi imposible de cambiar a menos que cambien los motivos.

Las actitudes tienen que ver con las reacciones. La actitud es la manera que una persona siente, se dispone o comprende una situación o un punto en discusión. Se expresa con declaraciones tajantes:

«No se puede confiar en la gente.» «El dinero es malo,» o «Mi tiempo es mío.» Todas estas expre­san actitudes que nos harán reaccionar de cierta manera frente a las situaciones. Las actitudes re­flejan mi perspectiva de la vida, la vara con la que mido e interpreto todas las situaciones. Se puede decir que son los «lentes» a través de los cuales veo la vida. Cualquiera sea el color de mis lentes, así será el color que veo en todas las experiencias y situaciones. Por ejemplo, si yo siento que el di­nero es malo, entonces todo lo que gano, lo que doy, lo que gasto y lo que hago con él será colo­reado por esa actitud.

Un amigo cuenta la historia de una ancianita que salió corriendo al patio en una tarde asoleada y comenzó frenéticamente a bajar del tendedero la ropa recién lavada, a la vez que exclamaba: «Va a llover.» Más tarde salió tímidamente para volver a colgar la ropa, pues descubrió que llevaba pues­tos sus anteojos oscuros. «Todo parecía tan oscu­ro que creí que iba a llover,» confesó después. Igual que la ancianita de la historia, muchas per­sonas reaccionan de formas extrañas a las situacio­nes por actitudes que ellos mismos desconocen tener.

Las siguientes actitudes causantes de problemas son muy comunes: «No se puede confiar en la gente.» Las personas con esta actitud, por lo ge­neral, tienen miedo de establecer relaciones pro­fundas o que les comprometa. Se pueden abrir un poco, pero nunca lo suficiente para quedar vulne­rables a los demás. Les es difícil confiar en sus hermanos en Cristo y por consiguiente les cuesta confiar también en el Señor.

«Soy así debido a las circunstancias, a mis pa­dres, al modo en que me criaron, a mi educación o a mis malas experiencias.» Estas personas rara vez aceptan la responsabilidad de sus propias ac­ciones y echan la culpa de sus errores a alguien más. «Si sólo fulano de tal hubiera … » parece ser la frase favorita de ellos. Siempre tienen una ex­cusa por lo que son y lo que hacen. Se ven como «víctimas» y eso los lleva a sentir lástima de sí mismos.

«Merezco más de lo que estoy recibiendo.» Es­tas personas se sienten envidiosas de las bendicio­nes de los demás, son ingratas con lo que tienen y por lo general muestran un resentimiento hacia Dios y hacia otros. 

La raíz del problema

El origen de las dificultades emocionales y de la conducta de la mayoría de la gente emana de un problema en la raíz de sus motivos y actitudes. Es frustrante tratar los problemas de conducta sin llegar a los motivos y a las actitudes. Conozco a un hombre que por años intentó desesperadamen­te ser amoroso y paciente con su esposa. No im­portaba cuánto se esforzaba, cada vez que discu­tían. su temperamento se encendía y la situación terminaba con dolor y desesperación para ambos. Un día el Señor le reveló que debido a sus expe­riencias anteriores tenía una actitud de odio y desconfianza hacia todas las mujeres. Reconoció que esta actitud era pecado y le pidió a Dios y a su esposa que lo perdonaran. El resultado fue que su matrimonio cambió. Aunque todavía tiene que luchar contra su viejo patrón de hábitos, por lo general es el esposo paciente y amoroso que siem­pre quiso ser. Su cambio de actitud resultó en un cambio de conducta, casi automáticamente.

Si no se tocan las actitudes y los motivos, la conducta rara vez se vuelve verdaderamente santa. Es suprimida o modificada solamente. Si entende­mos que los motivos y las actitudes son la «fuen­te» de la vida, según compartimos al comienzo de Proverbios 4:23, entonces veremos fácilmente que, si en su origen las aguas están turbias, estas nunca se aclararán más allá. No importa cuánto oremos, ayunemos y nos disciplinemos, si estos no están bien, no habrá cambios significativos en nuestra conducta. Por más que se trate de limpiar, si la fuente está sucia, la tarea es infructuosa. El quid del asunto con los motivos y las actitudes es la respuesta honesta a la pregunta: ¿Quién va a ma­nejar mi vida, Dios o yo? El Señor dijo en medio de su discurso: «Nadie puede servir a dos patro­nes … «(Mt. 6:24). El conflicto final es siempre «mi voluntad o la de Dios.»

La motivación básica para vivir en el reino de Dios es Mateo 6:33: «Buscad primero su reino y su justicia … » En todas las situaciones, la motiva­ción básica debe ser que el gobierno del reino de Dios venga a mi vida. La actitud básica de todo súbdito del reino está expresada en Filipenses 2: 5 ·8: ser un siervo obediente en todas las cosas. Nuestra sociedad humanista centrada en hacer va­ler «sus derechos» ha rechazado la idea del siervo y del esclavo. Se siente que hay ciertos derechos y privilegios que se le deben. Nada más lejano a la actitud de un siervo obediente que está dispuesto a sacrificar sus derechos y privilegios con tal de ver cumplida la voluntad de a quien sirve.

Revelando los motivos y las actitudes

Nuestros propios motivos y actitudes son difí­ciles de ver. Igual que la ancianita de los anteojos oscuros, podemos llevarlos puestos sin saberlo. Como están bien escondidos, por debajo de la «lí­nea de fondo,» Dios tiene un pequeño mecanismo para hacernos saber lo que está sucediendo allí abajo: se llama un detector de mentiras.

Cuando Jesús habló de servir a dos patrones, nos dio un detector de mentiras para que supiéra­mos cuando nos estuviéramos apartando del cami­no. Después de decir: «No podéis servir a Dios y a las riquezas,» continuó de esta manera: «Por tan­to os digo, no os preocupéis (afanéis) … » Cuando una persona lucha con la ansiedad, es indicación que en algún lugar de su vida hay problemas de motivación y actitudes; en alguna parte, el reino de Dios no está gobernando. La ansiedad es el de­tector que nos permite saber cuándo nuestros mo­tivos y actitudes se salen de la línea.

Veamos un ejemplo de cómo funciona el detec­tor. Alguien ora: «Señor, todo lo que tengo es tu­yo. Mi dinero es tuyo. ¡Sólo dime lo que tengo que hacer!» Inmediatamente el Señor activa el de­tector de mentiras para ver si los motivos en el co­razón de esta persona son puros.

Al día siguiente el Espíritu le dice que abra su Biblia en el capítulo tres de Malaquías. Cuando llega al versículo ocho lee que le ha estado roban­do a Dios con sus diezmos. El versículo salta ante sus ojos y se da cuenta que Dios quiere que dé sus diezmos. Dependiendo del motivo que está en su corazón y de su actitud hacia el dinero, él respon­derá con una de dos maneras: alegría o ansiedad. Si sus motivos son puros exclamará: «¡Gracias, Señor, por mostrarme dónde he estado mal!» Si tiene un problema real en el área económica, su reacción será racionalizar su situación. «Eso está en el Antiguo Testamento. ¡Ya no estamos bajo la ley!» Pero esto no le satisfará y desarrollará una vaga inquietud en su espíritu que no le dejará en paz hasta que resuelva este asunto. ¿Por qué? Porque está sirviendo a dos patrones. Al dinero y a Dios. Cuando resuelva su condición y ceda a la voluntad del Padre, su gozo regresará.

El Señor usa otros medios además de la palabra escrita para probar nuestros motivos. Puede actuar directamente sobre nuestra conciencia por el Espíritu. Sé de cientos de personas a quienes Dios les ha hablado directamente para que devuelvan algo que robaron, o para que arreglen alguna relación cortada o confiesen alguna mentira. La manera de responder al mandamiento dado directamente a su conciencia les causó alegría o ansiedad, según los motivos y las actitudes que estaban en sus corazones debajo de la «línea de fondo.»

A menudo el Señor usa a un miembro de su Cuerpo para dar una palabra que pondrá en fun­cionamiento el detector de mentiras. ¿Qué haría usted si un hermano a quien ama y respeta por su madurez se le acerca y le dice: «Roberto, quiero decirle algo con respecto a sus hijos? Son mal por­tados y evidentemente usted necesita que le ayu­den con ellos.» Alegría o ansiedad. Si usted res­ponde: «¿Quién? ¿Yo? Mis hijos se portan bien,» habrá fallado la prueba.

La alegría no es necesariamente de la que pal­mea las manos de júbilo. Puede que sienta triste­za, remordimiento, culpa o temor por la palabra que oyó, pero al mismo tiempo, algo dentro de usted dirá: «Sí, es cierto.» Es la clase de alegría del Espíritu Santo diciendo «amén» a la palabra de Dios.

Cómo tratar con los motivos y las actitudes

¿Qué hacer cuando el detector de mentiras (o de vida, sería mejor llamarlo) es accionado y usted se encuentra luchando con la verdad que lo confronta? Hay cuatro principios que son impor­tantes:

  1. Reconocer. Nuestra voluntad determina si vamos a reconocer o no que nuestros motivos y actitudes son malos cuando son detectados. Nues­tra tendencia es la autojustificación. «No puedo evitarlo; así es mi temperamento;» o racionalizar:

«Dios no me diría eso a mí. ¡Debe ser el enemi­go!» Si decidimos desde el comienzo que vamos a aceptar la verdad dondequiera que la encontremos, no importa lo que cueste, veremos que es más fá­cil pasar cada prueba que venga. Resulta más caro comprar la verdad a «pagos cómodos».

  1. Violencia. Jesús dijo: «Si tu ojo derecho te hace tropezar, arráncalo» (Mt, 5 :29). La violencia del reino es la disposición de ser sometido a una operación quirúrgica, no importa lo doloroso o lo humillante que sea. Cuando Saúl pecó contra el Señor y Samuel lo reprendió, su respuesta fue: «Yo he pecado; pero te ruego que me honres delante de los ancianos de mi pueblo y delante de Israel.» Estaba más preocupado por su orgullo que por su condición espiritual y esta actitud lo llevó para atrás hasta perder todo lo sublime que Dios pudo darle.
  2. El fruto de los malos motivos y actitudes. Si no confrontamos fielmente nuestros motivos y ac­titudes cuando el Señor los revela, él permitirá que crezcan y nos afecten en las áreas abiertas y cubiertas de nuestra conducta. Una actitud de su­perioridad que no se corte, puede crecer como or­gullo y arrogancia y convertirse en independencia y rebelión y finalmente en engaño y ruina. Si no lo cree, estudie la vida de Saúl. Si rehusamos los detectores de mentiras, el Señor permitirá que el pecado se manifieste con la esperanza que nos veamos forzados a tratarlo.
  3. El ojo bueno. Esta es su mejor defensa con­tra las actitudes y los motivos malos. En Mateo 6: 22, Jesús dice: «Si tu ojo está bueno, todo tu cuerpo estará lleno de luz.» La versión antigua di­ce «sincero». Jesús se refiere a la sinceridad en los motivos y propósitos.

Si nos proponemos en buscar primeramente el reino de Dios en nuestras vidas, entonces nuestros motivos y propósitos se alinearán. Nuestra oración continua debe ser: «Examíname, oh Dios, y co­noce mi corazón; pruébame y conoce mis pensa­mientos; y ve si hay en mí camino de perversidad» (Sal. 139:23-24).

Bob Mumford se graduó del Seminario Episco­pal Reformado de Filadel­fia, E. U.A. Sirvió co­mo decano del Instituto Bíblico Elim y como pas­tor, evangelista y confe­renciante. Fue miembro de la Junta Editorial de New Wine.

Reproducido de la Revista Vino Nuevo vol. 5-nº 4 -diciembre 1983