Por Charles Simpson
La esperanza nos levanta del valle de nuestros trabajos para ver la cosecha de las promesas de Dios, sobre las colinas del tiempo.
En Jeremías capítulo 32, encontramos al profeta encarcelado por advertir a Judá que serían llevados cautivos a Babilonia. Sin embargo, Dios instruye a Jeremías de una manera extraña ante la inminente caída de la nación. Le dice que compre un terreno: aunque toda la nación sería invadida muy pronto por el ejército babilonio, Dios le manda que lo compre.
Jeremías obedeció y cuando tomó el título de la propiedad, profetizó de esta manera: «Porque así ha dicho Jehová de los ejércitos, Dios de Israel: Aún se comprarán casas, heredades y viñas en esta tierra». En la cárcel, rodeado por su propia gente, que lo odiaba por sus predicciones, y frente al baño de sangre que se avecinaba, el profeta comienza a alabar al Señor: «¡Oh, Señor Jehová! he aquí que tú hiciste el cielo y la tierra con tu gran poder, y con tu brazo extendido, no hay nada que sea difícil para ti».
¿Qué motivó a Jeremías a tomar una acción aparentemente insensata frente a circunstancias obviamente desastrosas? Esperanza. Jeremías tenía una esperanza inquebrantable en Dios.
Esperanza viva
Esperanza es una palabra prominente en las Escrituras y ha jugado un papel principal en la conservación y motivación del pueblo de Dios.
La esperanza ha sido la fuerza que ha movido a la Iglesia, cuando ésta se ha movido.
El apóstol Pedro dice que hemos renacido para una esperanza viva (vea 1 Pedro 1 :3). Eso quiere decir que hemos nacido de una simiente de esperanza, dentro de una familia que se llama esperanza. Somos esperanza, nacidos de esperanza y producimos esperanza. Cuando Jeremías vio las ruinas de Jerusalén, dijo en Lamentaciones 3:26:
«Bueno es esperar en silencio la salvación de Jehová». Podemos esperar en silencio, porque la esperanza nos hace ver la salvación del Señor. Aunque el resto del mundo esté en ruinas por el juicio de Dios, nuestra confianza en El produce en nuestros espíritus una esperanza silenciosa de que Dios y su pueblo se levantarán un día.
Gran parte de la historia ha sido escrita por multitudes de hombres y mujeres que nunca perdieron la esperanza, y que, rehusándose a ser enterrados por la desesperanza y a ser contados entre lo común, fueron motivados a esperar una recompensa mejor. Nuestros padres y nuestros antepasados fueron así.
En la historia vemos que los esperanzados siempre salieron adelante. El general Washington, en 1777, frente a una esperanza que se extinguía de un pueblo tristemente preparado y de un ejército lastimosamente harapiento, le escribe a un amigo:
Jamás desesperaremos. Nuestra situación no prometió gran cosa antes, pero mejoró, y confío que así será de nuevo. Si se levantan nuevas dificultades, sólo debemos hacer nuevos esfuerzos y proporcionar nuestro empeño de acuerdo con las exigencias del tiempo.
Una generación con esperanza
Los hombres con esta cualidad nos han dejado un legado que otros, llenos de cinismo y desesperación, no han hecho. Necesitamos y produciremos, con la ayuda de Dios, una generación de jóvenes que conozcan a Dios y que por lo tanto tengan una fe indomable; una generación que no deseche su esperanza, porque hacerlo sería cortarse algo de su propia naturaleza.
La esperanza no es una vestidura que nos ponemos solamente cuando las circunstancias son buenas, sino más bien la simiente de nuestro nacimiento por el Espíritu del Dios vivo. Los que tienen esperanza se levantan siempre para sacudir el polvo de la desesperanza.
En los años 30 de este siglo, Winston Churchill apareció. No fue como el ingenuo Neville Chamberlain, alcahueteando a un acicalado demente como Hitler. No, Churchill fue un realista y, sin embargo, mantuvo una esperanza inquebrantable. Fue un personaje sumamente interesante y un verdadero héroe de su tiempo, alguien digno de ser estudiado por nuestros jóvenes, si no quieren repetir la miseria que confrontó su nación. Los factores y las fuerzas que él tuvo que enfrentar, están operando en nuestra generación. Winston Churchill fue uno de los pocos que pudieron penetrar las demandas de la realidad, sin caer nunca en la desesperanza.
En un discurso dirigido a la Real Sociedad de St. George, tan anticipadamente como 1933, Churchill hizo las siguientes observaciones que bien podrían aplicarse a la Iglesia:
Las peores dificultades que sufrimos no vienen de afuera. Vienen de adentro. Nuestras dificultades proceden del estado de espíritu de una insostenible autodegradación en la que hemos sido arrojados por una poderosa sección de nuestros intelectuales. Vienen de la aceptación de doctrinas derrotistas por una gran porción de nuestros políticos.
Como nación y como imperio debemos resistir cualquier tormenta por lo menos tan bien como cualquier otro sistema existente de gobierno humano. Bien pudiera ser que los capítulos más gloriosos de nuestra historia estén todavía por escribirse. Verdaderamente que los mismos problemas y peligros que nos rodean, y a nuestro país, debieran hacer que los ingleses, hombres y mujeres de esta generación, se sientan felices de estar aquí para un tiempo como este. Debiéramos de gozarnos de las responsabilidades con las cuales el destino nos ha honrado y de enorgullecernos de que somos los guardianes de nuestro país en un tiempo cuando su vida peligra.
A esto llamo yo esperanza inquebrantable. No es ingenuidad ni idealismo; es esperanza anclada en la realidad. Una esperanza así jamás será destruida cuando Dios nos dé la capacidad de ver la realidad de las cosas. Tenemos que ver la realidad con una esperanza inquebrantable.
Todos los verdaderos cristianos son hombres de esperanza. La esperanza está entretejida en la contextura del cristianismo. Cualquier religión que sea tenebrosa, desesperada o quejumbrosa, ha perdido definitivamente su divinidad auténtica. Decir «sin esperanza» es igual que decir «sin Dios».
No somos víctimas
No pertenecemos a aquellos que han vendido la primogenitura de su esperanza por un plato de lentejas de resignación y mediocridad. No estamos a merced de alguna noción determinista que nos dice que somos víctimas; víctimas del racismo; víctimas de los genes; víctimas de los padres; víctimas de la sociedad; víctimas de un insensato accidente cósmico que nos trajo a la existencia como algún incontrolable tumor maligno.
Aunque el hombre, en su rebelión, convirtió el huerto en una selva, por medio del Hombre, Cristo Jesús, volverá a ser un huerto de nuevo.
No somos víctimas. Somos hijos del Creador soberano, en él vivimos, nos movemos y tenemos nuestro ser. No, no somos víctimas: somos más que vencedores en Cristo Jesús quien nos amó. De nuestro lado está el Hijo de Dios. Y «si Dios es por nosotros, ¿quién contra nosotros?» (Rom. 8: 31).
¿En qué cifran sus esperanzas los secularistas? ¿Podrán esos hombres que ya nos han dado un mundo asolado por las guerras, la enfermedad y la pobreza, darnos ahora una utopía operada por el estado? ¿Podrán los mismos ingenieros sociales que nos dieron una moralidad en bancarrota desatando así una plaga de enfermedades venéreas sobre la sociedad, podrán darnos ahora un orden utópicamente bello de pureza, confianza y salud?
Y ¿en qué esperan los marxistas? ¿Habrá esperanzas en que su historia pasada y presente, sin Dios, produzca un futuro de justicia, de paz y alegría? ¿Podrán esperar en el cáncer del terrorismo que ellos han alimentado, entrenado y deliberadamente soltado sobre todas las naciones, para que de repente se convierta en un cordero respaldando la tranquilidad social cuando haya erradicado la injusticia? O ¿no se convertirá más bien su sueño en una pesadilla, como en el Líbano, esa nación que una vez fue bella y pacífica, convertida ahora en un foco de terrorismo y asesinato?
Bien dice Proverbios que «la esperanza de los impíos perecerá», pero nuestra esperanza es eterna porque sus raíces están en Dios. Nos sostiene frente a las dificultades.
La recompensa
Dios se deleita en los que ven más allá del calor del presente y ponen sus ojos en las recompensas frescas de las promesas de la esperanza. Enoc vivió en una generación perversa, pero esperó en Dios. Caminó con Dios, fue traspuesto a la presencia de Dios y no probó la muerte.
Noé vio más allá de las burlas de sus detractores y de cien años de arduo trabajo en una visión de esperanza que un día se convirtió en realidad. Desde la cima de su esperanza pudo ver, cubiertas de agua y arriba un cielo cubierto de arco iris y salvación, las montañas abajo.
Abraham miró más allá de su matrimonio sin hijos y vio una multitud de sus descendientes entre los que estaba el Hijo de Dios. Moisés vio más allá de la soledad de su exilio y vio una nación de reyes y sacerdotes. Algunos de los que son mencionados en las Escrituras desafiaron las circunstancias sobrecogedoras para ganar victorias sorprendentes. Otros rehusaron el indulto y aceptaron la muerte con esperanza, con la certeza de que una esperanza eterna no puede ser sepultada para siempre en la tumba.
Hombres, así, con esa clase de esperanza, son inquebrantables. Ellos son nuestros padres y nosotros sus descendientes si tenemos esperanza. «Démonos ánimo unos a otros; y tanto más cuanto que vemos que el día del Señor se acerca» (Heb. 10:25 V.P.). Guardemos nuestras palabras para que no se conviertan en flechas que derriban alguna esperanza en vuelo, sino más bien que sean las alas que levanten al cargado.
¡Levantaos, vosotros hombres de Dios! ¡Levantaos, vosotras mujeres de Dios! ¡Proclamad esperanza a una generación que no se ha atrevido a creer para un día más allá del presente!; ¡proclamad esperanza a una generación acechada por las sombras del temor!
El temor es una motivación predominante en esta generación de jóvenes, porque todo lo que han oído es cinismo. Nuestros jóvenes allá afuera están en un gran vacío, pero nosotros tenemos una fuente ilimitada y eterna. Podemos verter esperanza en las almas de millones para verlos levantarse y agarrarse de la respuesta que está en Dios. Podemos crear a una generación de esperanzados porque nuestro Dios es un esperanzado y él ha puesto su esperanza en nosotros. Debemos levantarnos con las fuerzas de Dios y animarnos unos a otros con su esperanza.
Esperanza renovada
¿Cómo está su esperanza? ¡Espere en Dios y sea renovado! La salvación del Señor es para los que esperan y dicen como Pablo «la esperanza es mi salvación». No se dé por vencido con su esperanza. No juzgue lo que es la esperanza en términos de semanas, ni siquiera de meses o décadas. Los hombres y las mujeres que son mencionados en la Palabra de Dios no están allí porque un día tuvieron un destello de esperanza. Están allí porque la esperanza estaba grabada en sus corazones. Día con día, semana tras semana, mes tras mes, año con año, esperaron. Algunos murieron esperanzados y desde los balcones del cielo vieron desarrollar su esperanza en la tierra. Esta esperanza es eterna.
La esperanza no es el adorno de las circunstancias buenas, ni de la buena fortuna. La esperanza es divina y Dios la pondrá en usted si abre su corazón y su mente y recibe el aliento del Espíritu de Dios. El pondrá algo en usted que es eterno e inquebrantable: algo que viene de la misma naturaleza de Dios.
Si Ud. se siente cansado, débil y cargado como una caña quebrada o un carbón humeante, y se siente como si el fuego estuviera por ser extinguido, le pido al Espíritu Santo que sople sobre Ud. y avive la llama en su espíritu. Le pido que lo atice con buena y tierna leña de la Palabra de Dios y sople su aliento en Ud. para que su llama se levante en la noche de este siglo y sea vista desde lejos. Le pido a Dios que fortalezca sus rodillas endebles y sus manos caídas para que las levante en su presencia y lo alabe.
No pido necesariamente que Dios cambie sus circunstancias, sino que atice el fuego en su alma con su misma naturaleza; la misma naturaleza que hizo que Jesús viera más allá de la cruz; la misma naturaleza que hizo que Pablo viera más allá de la espada que pendía sobre su cuello; la misma naturaleza que hizo que Pedro, Santiago y Juan soportaran firmes las dificultades de su día.
Pido a Dios que él fortalezca la esperanza en su pueblo hasta que brotemos a la derecha y a la izquierda con una palabra positiva, con verdadera fe, y con ánimo para cada uno, hasta que Satanás y toda palabra negativa sean neutralizados. Le pido a Dios que podamos con toda confianza reprender al diablo, rehusando oírlo, y más bien tomándonos de toda Palabra de Dios con esperanza en nuestras almas, mientras marchamos hacia Sion. ¡Gloria a Dios!
Reproducido de la Revista Vino Nuevo vol. 5-nº 11- febrero 1985.
El hermano Simpson pasó a la presencia del Señor en febrero de 2024. Además de sus responsabilidades pastorales y ministerio internacional, fue presidente de la Junta Directiva de New Wine. Dos de sus hijos viven en Mobile, Alabama. Una vive en Costa Rica.