Por John Wright Follette

La fase de la Verdad que quiero traerle nos es presentada por un reflejo en el siempre inte­resante libro de la naturaleza. Las páginas abiertas de este libro del exterior de Dios están siem­pre ante nosotros, mostrando continuamente sus lecciones su­gestivas y sus ilustraciones de la Verdad. El ámbito total de la na­turaleza, el vasto campo del fe­nómeno natural es la más antigua y primitiva revelación de Dios al hombre. Puesto que la naturale­za es inarticulada y, en muchas maneras, tan diferente en su mé­todo de comunicación, muchos nunca captan la música de su canto y no interpretan su mensa­je dado de manera tan común.

Para aquellos que tienen corazo­nes sensibles y están más sintoni­zados con sus estados de ánimo y místicos matices, la naturaleza se convierte en un sacramento divi­no de revelación y en un instru­mento sutil de discernimiento de Dios y su toque inminente sobre nosotros. Pablo es tan acertado en Romanos 1 :20: «Porque las cosas invisibles de él, su eterno poder y deidad, se hacen clara­mente visibles desde la creación del mundo, siendo entendidas por medio de las cosas hechas, de modo que no tienen excusa».

Quiero ofrecerle un par de ilustraciones de la cercana natu­raleza. Son cosas que veo desde mi ventana cuando con corazón abierto contemplo la obra de sus manos. Primero, unos versículos de las Escrituras que pueden ser­vir como fondo y atmósfera de pensamiento para oír con mayor facilidad y comprender la rica y muy necesitada Verdad que tan a menudo olvidamos o ignora­mos; porque la presentación ex­terna o la ilustración pudiera no ser tan atractiva o pudiera ser dolorosa. Si esta fuera la reac­ción de un corazón, habrá sido incapaz de ver más allá del pre­sente o de lo natural, y perderá la belleza y la riqueza espiritual profunda de la Verdad sobre la cual, un espíritu más receptivo y consagrado, se maravilla, se ali­menta y se ilumina.

Recordemos que la estructu­ra entera de la vida espiritual que estamos edificando, esta nueva creación que Dios está desarro­llando, este «conformarse a la imagen del Hijo», descansa y está bajo el poder de leyes y princi­pios establecidos muy reales. Son las leyes y los principios del ámbito de la realidad espiritual, dentro de la que nacemos en nuestro alumbramiento espiri­tual; y son tan reales, exigentes y necesarias, como las del mundo natural. Si uno ignora esta Ver­dad elemental y su profundo efecto. sobre nuestro espíritu y crecimiento, uno tendrá dificul­tad en tratar de vivir una vida de valor y de significado espiritual.

Un artículo como este es dema­siado limitado para aventurarnos en ese campo. Sin embargo, a esa Verdad, tristemente descuida­da y por muchos cristianos to­talmente incomprendida, porque trata con asuntos, ideas, verda­des espirituales y elementos más o menos abstractos, se le pasa a un lado en preferencia a nociones más naturales y materialistas. Los cristianos olvidan que el lado material de la manifestación completa es sólo un reflejo de la realidad interna e invisible. «Guarda tu corazón», dice el sal­mista; no tanto todas las cosas que se estén haciendo, sino el centro y asiento de la motiva­ción, porque de ese centro es­condido e invisible, proceden to­das las acciones, la conducta y las manifestaciones de la vida visible.

He aquí entonces, unos ver­sículos para mantener presentes. Juan 3: 6 «Lo que es nacido de la carne, carne es; y lo que es naci­do del Espíritu, espíritu es». Es tan conocido que por regla lo li­mitamos a la Verdad que dice que el hombre es por naturaleza nacido de la carne y que, para entrar en comunión espiritual con Dios, tiene que nacer de nue­vo, o del Espíritu. Y es muy cierto, pero limitado. Note que Jesús no dice «él que es nacido de la carne, carne es», porque es­to confinaría la Verdad a la per­sonalidad. Es cierto cuando con­cierne a una persona, pero está diciendo más. No dice él, sino lo, y revela los dos ámbitos cono­cidos. Una palabra más correcta en el versículo anterior sería «ámbito» y no «reino». Somos criaturas de dos mundos o ámbi­tos y tenemos, por ley de la crea­ción, facultades que se adaptan a ambos. Ambos son necesarios y parte de la creación y propósito de Dios para nosotros. De mane­ra que él dice que cualquier cosa material, mental o lo que sea que tenga su inicio y nacimiento en el nivel inferior de lo natural es, y siempre lo será, natural; y lo que es nacido del Espíritu retiene su identidad como tal. Son dos do­minios distintos y lo que produce cualquiera de las dos fuentes o campos, retiene la naturaleza, las marcas y las características de la misma. No pueden ser sustitui­das, ni lo que nace en un campo puede producir los resultados del otro. Ambos son buenos y nece­sarios y dados por Dios, para que operen en el gran esquema de la creación y en todo el desarrollo histórico. Pero deben ser com­prendidos e interpretados en sus respectivos campos y funciones.

De manera que cuando la na­turaleza, buena, perfecta y sana en su propio derecho, trata de producir o de afectar una mani­festación o fruto espiritual, está simplemente fuera del orden divino y va contra el principio básico que diferencia entre lo natural, lo humano o anímico, y lo espiri­tual que emana de Dios y del Es­píritu. Esta lección es difícil pa­ra algunos cristianos. Porque al­go sea bueno, sincero, verdadero y hasta religioso, no quiere decir que sea espiritual o que sea de Dios. Hay una diferencia muy grande entre lo religioso y lo es­piritual, es decir, en el sentido que emane de Dios.

Aquí hay otra enseñanza que cae en la misma línea. Pablo la descubrió y nosotros la trazamos desde el Génesis hasta el fin de la Biblia. 1Corintios 15:46: «Mas lo espiritual no es primero, sino lo animal; luego lo espiritual». La naturaleza generalmente salta adelante hasta en asuntos de inte­rés espiritual. A menudo es el es­píritu de celo carnal agitado, in­quieto y ambicioso, sin un cono­cimiento profundo o compren­sión espiritual, el que intenta producir los efectos espirituales deseados. ¡Note! Si un asunto es realmente nacido del Espíritu y es el pensamiento o propósito de Dios, tiene que ser llevado a cabo, ejecutado, actuado y mani­festado por el mismo espíritu y poder que lo hizo nacer. Cuántas veces hemos visto este principio y sana Verdad ignorados y nos hemos entristecido por los resul­tados. La carne religiosa buena y sin enseñanza, intenta producir o enseñar al mundo algo que en el pensamiento de Dios sólo su Es­píritu y sus métodos de ejecu­ción pueden producir, y tenemos un fenómeno religioso, pero NO una obra espiritual.

Hemos encontrado a Dios tan, tan paciente y magnánimo, sabiendo lo débil e ignorantes que somos. Hay cristianos, pre­dicadores y gente buena que son bien versados en la lectura de la Biblia y en la enseñanza sobre servicios, programas, todos los dones y las doctrinas, y sin em­bargo, se quedan cortos, fríos y vacíos y sin iluminación en lo que concierne a la realidad espi­ritual: la iluminación espiritual, la comprensión y el discernimien­to en los asuntos y la vida del vasto imperio del espíritu, y sus leyes, principios, métodos y téc­nicas que Dios usa en ese campo. Todo se refleja y se mueve en sus actos y trato con los hijos de los hombres. Siempre nos está pre­sentando porciones de sus pensa­mientos y de sus caminos y di­ciéndonos tan claramente que no son como los nuestros, pero nos olvidamos.  

Esta es otra porción de la Verdad que debemos de consi­derar. TODO es por gracia. El hombre en su estado natural no tiene nada que ofrecer a Dios que no sea una vida y un corazón pe­caminosos y deshechos. No tiene nada ni puede producir nada de valor espiritual que pueda atraer a Dios. Dios tiene que buscarlo, salvarlo, llenarlo y derramar su amor en su pobre y hambrienta vida: el amor de Dios esparcido en su corazón. Así que cuando viene a ofrecerle servicio y adora­ción, tiene que nacer del Espíritu si quiere alcanzar a Dios.

En las dos ilustraciones, la de los árboles y la de las «varillas de oro», no los condenamos por producir naturalmente el hermo­so lecho de hojas y las delicadas frondas doradas. En su lugar son correctos y muy naturales y real­mente impresionantes por su be­lleza. No los malinterprete. Dios es el creador de toda la be­lleza que presentan. No los cul­pamos porque producen su her­mosa ofrenda natural y no pue­den producir «ofrendas de nie­ve». Como veremos, las «ofren­das de nieve» no son el resultado natural de los árboles, sino que «nacen de arriba», pudiéramos decir, y les fueron obsequiadas para que ellos las ofrenden. Los árboles Y las «varillas de oro» fueron sólo los recipientes de su gracia y tuvieron que recibir de Dios lo que para él es aceptable. Primero ofrendan todo lo que la naturaleza puede dar, luego per­manecen quietos y tienen que es­tar preparados y receptivos para recibir de Dios lo que será de su agrado.

Qué lentos somos para apren­der estas lecciones tan necesarias. En todo el esquema de la vida es­piritual, cuánto de la carne, bue­na, religiosa, pero natural está mezclada con lo que muchos cris­tianos llaman servicio para Dios. Aún más difíciles son las leccio­nes y las Verdades que tenemos que aprender: que uno tiene que morir, no sólo al pecado y al mundo, sino también a uno mismo y a lo que es todavía más di­fícil, al servicio y ministerio de uno mismo. Por eso, cuando Dios viene a deshojar los árboles y a encoger los ramilletes dorados de las «varillas de oro», para ha­cer espacio y para preparar el co­razón para su visitación celestial y espiritual, los cristianos que no son enseñados, se asombran y se asustan. Cuando Dios trata con algunos con respecto a lo que todavía es natural, aunque religioso, o cuando va más pro­fundo y desteta a un alma del mi­nisterio y de su servicio, a menu­do no sabe interpretar los méto­dos de Dios y piensa que se ha «echado atrás». Algunos piensan que le han fallado a Dios y temen que han «perdido la unción». Tenemos que aprender a no ser gobernados por reacciones y estados emocionales. Mientras no haya pecado entre Ud. y Dios y, hasta donde Ud. pueda saberlo, está rendido y con deseos de ha­cer su voluntad, no tiene por qué temer. Uno puede estar comple­tamente entregado y desear con todo el corazón y el alma hacer la voluntad de Dios y todavía sentirse emocionalmente muerto y pesado como los árboles que han sido desprovistos de su belle­za. No tema, ni intente recoger el oro que Dios haya quitado de su corona. Deje que Dios traba­je. Todo lo que necesita hacer es amarle, confiar y esperar en él.

A veces la gloria y la satisfac­ción pasadas o presentes se con­vierten en grandes estorbos para el mover más pleno de Dios en el corazón y en la vida de los cris­tianos. Algunos están tan teme­rosos de «soltar» lo que tienen porque creen que Dios no les vol­vería a dar la gloria, el honor y la vida que disfrutan: falta de fe. Pero Dios sabe amar. Sólo quita para poder dar algo mejor. El nunca engaña a un corazón que confía. Algunos árboles han per­manecido tanto tiempo aferrán­dose a su cobertura de hojas, por­que no saben realmente el carác­ter esencial y la naturaleza de los árboles. Yo sé que la deshojada es dolorosa y uno puede dejarse llevar por el llanto y por la ora­ción quejumbrosa. Me gustaría analizar esas lágrimas, pero no ahora. Uno tiene que aprender a dejar a Dios moverse. El está más interesado en Ud., en su ser espiritual escondido, que en to­das las hojas y ramilletes dorados que usted pueda ofrecer. Usted es de mayor valor que todo lo que pueda jamás hacer para él. Per­mítale alcanzarle a usted para que lo lleve a una experiencia espiri­tual más rica, profunda y plena. Si Ud. está recibiendo su trato, recuerde las ofrendas de nieve, tan puras, blancas y celestiales. Recuerde el tronco desnudo meciéndose y ofreciendo su corona, una ofrenda gloriosa que nunca podrá producir, pero que puede recibir y ofrecer al Señor con amor profundo, adoración silen­ciosa y rendición y entrega triunfantes.

Con esta Verdad como atmósfera en nuestro corazón, vea­mos ahora las ilustraciones. Esta mañana desperté en un mundo nuevo. La nieve había venido si­lenciosa y gentilmente por la no­che, y ¡mirad! toda la campiña estaba fresca y era nueva. El en­canto de la nieve había hecho el milagro. Mi corazón admirado está lleno y me siento vivo con la obra de sus manos. Acaba de dar vuelta a una nueva página en el viejo libro de imágenes usando el campo abierto. ¡Qué cuadro tan maravilloso y deleitante! Nos está diciendo la misma Verdad eterna y hermosa que está en su Palabra. Él se agrada en alcanzar­nos de cualquiera y todas las ma­neras y aquí está el sermón matu­tino desplegado ante nosotros. Una voz suave y apacible está di­ciendo tanto.

Los viejos y grandiosos árboles son majestuosos y me impre­sionan con un sentido de asom­bro y maravilla. Están silencio­sos excepto cuando un viento canta al pasar por sus ramas. Le­vantan sus brazos desnudos y del­gados plenos de ofrendas de nie­ve. ¡Por fin tienen algo que ofrendar! Han permanecido por tanto tiempo desnudos de su pro­pia belleza y gracia. Hace mucho tiempo cedieron al sol, a la lluvia y al viento; a todas las fuerzas de la naturaleza, respaldadas por Dios, hasta que todo lo bueno y hermoso afectado externamente les fue quitado. Sólo el árbol esencial quedó. Todas las otras ofrendas de hojas, y hasta de fru­to, fueron descargadas del árbol y todavía más profundo, de la tierra. Por supuesto que era todo lo que los queridos y pobres ár­boles tenían para ofrecer a Dios y no los culpamos; sólo que él quería que supieran que era pro­ducto de la tierra y no lo que él había suministrado.

Así que cedieron a su opera­ción y «dejaron de resistir». Fue duro despojarse Y quedarse sin nada; sólo un árbol seco Y apa­rentemente muerto. Pero la hora de Dios vino y llegó durante la noche. ¡Qué sugestivo! Tiene que haber un Calvario y la oscuri­dad densa de la noche. Pero siempre hay una mañana de resu­rrección, de milagro y de ilumi­nación divina.

Ahora el árbol está feliz y un contentamiento profundo llena su vida interior. No hay hojas que se agiten y se muevan; no, mil veces no. La ofrenda es de Dios. Vino del cielo. Es el rega­lo de su propio corazón amoroso; es nacido del Espíritu. Ninguna tierra, ningún árbol lo pudo pro­ducir. Sobre algún yunque celes­tial él formó los millones de cris­tales de nieve, milagros claros -el «Calvario». El conoce el miste­rio y el encanto de la helada y nos da la ofrenda de nieve y se deleita. ¡Sólo podemos dar lo que hemos recibido! Miremos y disfrutemos este sermón.

También, estoy viendo los troncos secos y solitarios de las «varillas de oro». No hacía mu­cho se erguían orgullosas, desple­gando sus coronas doradas, reales y sinceras según esta planta. To­do el verano habían trabajado duro para formarlas hasta que se impusieron: una demostración perfecta de riqueza, «porque te­nía grandes posesiones», no peca­do, sino oro, tan buscado y codi­ciado. Pero ellas también tenían que aprender. ¿Por qué no pode­mos aprender a movernos en Dios sencillamente como una flor? ¡Estúpido hombre; precio­sa flor!

Por fin el oro fue disperso. Gracias a Dios que la obra fue tan completa que ya no había modo de recobrarlo; nunca po­dría el tallo inclinarse para reco­gerlo y volverse a adornar. El oro regresó a la madre naturale­za, al autor y al dador. Regresó a la tierra donde pertenece. El re­gazo de la madre naturaleza es el único lugar seguro para depositar esa riqueza. Ella se sienta en las gradas de su almacén con humor otoñal y la naturaleza entera de­posita en su regazo la riqueza del calor y del trabajo del verano. Así es con este oro: vino de la tierra y a ella regresa. Así es siempre. Pero esta mañana veo un doblegar peculiar y una incli­nación del tallo. Ya no está tan erguido y seguro. Cede con faci­lidad a su aliento; sólo el aliento de Dios lo mueve, Y se inclina y se mece con gracia. Ya no es rí­gido y fuerte con la fuerza de su propio poder. No, ahora no; su carga ha sido levantada y con co­razón ligero y alegre, sin el peso de la fuerza y la confianza en sí mismo, responde al tenue aliento de Dios. Ahora es coronado, pe­ro con el regalo de Dios, directo del cielo, el amoroso, gentil y delicado milagro de su acción. Estoy seguro que la ofrenda es aceptada, porque el pobre y seco tallo no tuvo nada que ver con producirlo; sólo se rindió y acep­tó.

Afiliado con las Asambleas de Dios hasta su muerte en 1966, John Wright Follete enseñó la Palabra de Dios con una profun­didad sencilla que dejó una im­presión duradera en el Cuerpo de Cristo.

Anécdotas del hogar: Me hacías mucha falta

Por Dick Leggatt

Hay tiempos en la vida cris­tiana cuando sentimos la presen­cia de Dios en el instante en que comenzamos a orar. También hay tiempos áridos cuando uno se pregunta si es posible alcanzar a Dios. En el comienzo de nuestra vida matrimonial, mi esposa, Cin­di, y yo, pasamos un año tenso y lleno de frustraciones: atravesábamos uno de esos «desiertos» espirituales prolongados.

Un día, Cindi me dijo: «Dick, ya no sé si pueda acercarme al Señor Me siento tan lejos de él: sé que no debe ser así, pero es la realidad. Tal vez si pudieras orar conmigo, algo sucedería. Por fa­vor, ¿lo harías?»

Por alguna razón, la petición de Cindi me irritaba y me exaspe­raba. Posiblemente porque yo mismo pasaba por una situación semejante, luchando con mis pro­pios problemas e inseguridades. Yo también me sentía lejos de Dios.

Aún así, pensé yo, no es una petición irracional, y sé que le re­quirió mucho valor. Estaba un poco renuente, pero accedí a ha­cerlo.

Nos sentamos juntos y co­mencé a orar un tanto mecánica­mente: «Señor, Cindi te ama, pe­ro ahora se siente lejos de ti. Te la traigo ahora y te pido que la recibas.»

La rigidez dentro de mí co­menzó a soltarse y me di cuenta que, de alguna manera, aunque nos sentíamos bien distantes de Dios, estábamos haciendo lo co­rrecto. De manera que continué orando y terminé de esta mane­ra: «Señor, Jesús, por favor, ayú­danos y asegúranos de tu amor.»

Permanecimos sentados por un rato orando silenciosamente cuando, de repente, Cindi comen­zó a llorar suavemente. «El Se­ñor me acaba de hablar,» dijo en un susurro. Me dijo: «¡Me hiciste mucha falta!»

Era tan sencillo y sin embar­go tan revelador. Nuestra ausen­cia lo había afectado. Allí termi­nó la sequedad y comenzó una estación de esperanza y restaura­ción, que se renueva cada vez que recordamos sus palabras en ese día: «Me hiciste mucha falta.»

Reproducido de la Revista Vino Nuevo vol. 5-nº8- agosto 1984