Por Ern Baxter

El enemigo no se ha salido con la suya cuando un creyente muere, Dios está en control. Él tiene las llaves de la vida y la muerte.

Estos pensamientos fueron compartidos originalmente en el servicio fúnebre de un joven que pasó a la presencia del Señor y son vitales para comprender el señorío de Cristo, ejercido en la vida y particularmente en la muerte.

Jesucristo es el Señor de todo. El fundamento de nuestra fe es que hay Uno que gobierna el universo y que es el origen de toda vida.

La vida no es la concurrencia fortuita de los átomos. Es el producto de un diseño infinito y detrás de ese diseño infinito no está un principio ni un conjunto de reglas, sino un Corazón palpitante y una Mente eterna. En cada giro, la vida nos enlaza con el Creador; él es el Señor de todas las áreas de nuestras vidas.

Pero su señorío va más allá de la vida. En este mensaje deseo magnificar el señorío de Cristo, no sólo en la vida, sino también en el inevitable suceso de la muerte. La muerte es un aspecto del ejercicio con propósito de su señorío en el desarrollo de su relación con los hombres.

En las manos del Señor

En la epístola de Pablo a los Romanos, se definen las verdades fundamentales de nuestra fe. La siguiente traducción libre de un pasaje en el capítulo 14 enfatiza el omnímodo señorío de Cristo:

La verdad es que no vivimos o morimos como unidades independientes. En cada giro la vida nos enlaza con el Señor y cuando morimos, nos encontramos cara a cara con él. En la vida y en la muerte estamos en las manos del Señor. Porque este fue el propósito de Cristo al morir y resucitar: poder ser nuestro Señor tanto en la vida como en la muerte (Rom. 14:7-9. Cursivas del articulista) .

Podrían sorprendernos un poco las palabras del apóstol, pero su significado es claro: Jesús no es sólo el Señor de la vida; él es el Señor de la muerte también.

David habla, en su hermoso Salmo 23, de la participación personal de Dios en los asuntos de la muerte. Comienza con «El Señor es mi pastor; nada me faltará»; pero hacia el final del salmo, cambia de la tercera a la segunda persona y habla del Señor en una forma muy personal:

«Aunque ande en valle de sombra de muerte … tú estarás conmigo.» En muchas situaciones de la vida nos apoyamos unos a otros para sostenernos. Pero cuando entramos en la muerte lo hacemos en fila sencilla y solos con él. Nos vamos privada y personalmente con Dios, porque él es el Señor de la muerte.

Todo es vuestro

El apóstol Pablo escribió a los Corintios: «Todo es vuestro … inclusive la vida y la muerte» (1 Cor. 3:21,22). Mi primera reacción a estas palabras es de asombro pues no entiendo si son una bendición o no. ¿Por qué he de querer la muerte como mía? Cuando comprendemos la soberanía de Dios, sin embargo, y nos damos cuenta que él es Señor hasta de la muerte, entonces sabremos que la muerte es igualmente parte del propósito de Dios para nosotros como lo es el nacimiento, el matrimonio, los hijos y los demás aspectos de la vida. Aunque la muerte sea un enemigo en nuestra mortalidad, sirve a Dios para cumplir con su propósito y está bajo su señorío.

Debemos rehusar darle campo a Satanás en todo esto. Debemos rechazar categóricamente cualquier sugerencia de que cuando un creyente muere, el enemigo se ha salido con la suya, que de alguna manera se introdujo sin ser visto e hizo algo sin que el Señor lo supiera. No, porque quien se sienta en el trono del universo nunca duerme y no hay nada que pueda eludir su mirada, ni nada que se haga aparte de su intención. El hace todo conforme al beneplácito de su voluntad.

No podemos decir que alguien murió por «accidente»; más bien es una determinación de Dios Todopoderoso y parte del desarrollo de su propósito. Aunque no lleguemos nunca a entender totalmente sus propósitos, nuestra fe debe afirmar que Dios da y es Dios quien quita.

La muerte es sólo el portero que responde al mandato del Cristo soberano y abre la puerta que nos permite salir de una habitación y entrar en otra. La muerte es a lo sumo un esclavo de nuestro Señor que actúa según su determinación. Cuando alguien muere, nuestro consuelo viene cuando nos sometemos al derecho soberano y absoluto de Dios para hacer con los suyos según su voluntad.

Un misterio

¿Por qué elige Dios llevarse a alguien? Yo no sé totalmente el por qué. Pablo dice que el propósito de la muerte y resurrección de Cristo fue para que él sea el Señor tanto de la vida como de la muerte. Y aunque yo sé que es cierto, no entiendo cómo. Tam­bién debo recordar que hay mu­cho en la vida que yo no entien­do. La verdad es que cuanto más viejo me pongo más vuelvo a to­mar ese sentido de misterio que había perdido en los años insensi­bles de mi inexperta juventud cuando creía saberlo todo. Yo no entiendo todo con respecto a Dios, pero sé que él es mi roca.

No entiendo completamente la encarnación. No puedo compren­der cómo el Logos hizo a un lado la toga púrpura de su gobierno co­igual con el Padre y el Espíritu y descendió en el misterio de la en­carnación. No entiendo cómo se anidó en el seno virgen de una jo­ven campesina por nueve meses, nació y se apretó contra el pecho de su madre en su infancia. No poseo el aparato intelectual en mi mente caída para entender cómo la Perfección inmaculada luchó con el pecado y salió vic­torioso en todas las ocasiones. Aunque pudiera intentar dar res­puestas al cómo y al por qué, buenas y ciertas respuestas no podrían ser suficientes.

No comprendo todo lo que es­taba sucediendo cuando Jesús colgaba en agonía de la cruz, tan mutilado que era irreconocible. Sin embargo, se me dice por reve­lación cuando el Espíritu Santo descorre la cortina que, en ese punto geográfico e histórico en particular, un suceso estaba ocu­rriendo que era cósmico en carác­ter. En esos momentos terribles Jesús estaba llevando el pecado del mundo, confrontando potestades y principados y triturando bajo su pie conquistador la cabeza de «su majestad satánica.» Y cuando hubo cumplido la tarea a la que el Padre lo había enviado, exclamó triunfalmente «¡Cumplido está!»

En la cruz

Necesitamos entender que la vida de Jesús no le fue quitada por el enemigo. El dio su vida entregando su espíritu. En ese momento de la muerte de Jesús, Satanás, que había recogido las almas a la hora de la muerte durante cientos de años, probablemente presumió que esta Alma era suya también. Posiblemente, envió a sus príncipes más fuertes para tomar el alma de Jesús. Pero cuando los poderes satánicos se acercaron para llevarse el alma de Jesús en la muerte, el Mesías los echó al suelo. Si los que allí estaban presentes hubieran tenido ojos espiritualmente perceptivos, hubieran visto salpicadas al pie de la cruz las formas derrotadas de los principados satánicos.

El Rey Jesús nunca reinó tan majestuosamente como en ese instante en la cruz, donde habiendo terminado su obra, triunfalmente entregó su espíritu y descendió al Hades para declarar que el momento cósmico había llegado, que el hombre había cumplido con su destino, que la voluntad de Dios se había hecho. Hizo su anuncio y después ascendió a la presencia de Dios para sentarse a la diestra de la Majestad Altísima hasta que sus enemigos fueran puestos por estrado de sus pies. Ese día Jesús demostró que era el Señor tanto de la vida como de la muerte.

No hay accidentes

El señorío soberano de Cristo, aun en los asuntos de la muerte, es evidente cuando consideramos el trágico vuelco del automóvil en el que murió mi joven amigo. Uno de sus hermanos que lo acompañaba en el vehículo y sobrevivió, estaba comprensiblemente inconsolable por la muerte de su hermano. Cuando conversábamos días después del suceso, él me preguntaba: «¿Por qué él?» «¿Por qué no yo?» Sus palabras eran sinceras; creo que en esos momentos hubiera cambiado gustosamente lugares con su hermano.

Pero cuando él me hacía esa pregunta, algo dentro de mí se encendió y mi respuesta fue la siguiente: «Me dices que estabas a sólo quince centímetros de tu hermano cuando ocurrió el choque. El fue llevado y tú te quedaste. Eso me vuelve a confirmar que los cristianos no mueren por accidente; mueren por designio divino. Tienes que entender que Dios tenía una razón para llevarse a tu hermano y dejarte a ti. Tu hermano entró bajo el señorío de Jesucristo en la muerte. Tú entraste bajo su señorío en la intención divina de dejarte vivir.»

¿Por qué se lleva Dios a un joven que está lleno de promesas y deja a alguien como yo cuya vida está aparentemente cumplida? Esa pregunta no me es permitido hacerla. Lo que se me permite es inclinarme ante el señorío de Jesucristo y decir: «Señor de la Vida, tú eres Señor de la Muerte también. Tú has elegido a algunos para llevártelos y a nosotros para que quedemos.» Sabemos por qué se ha llevado a unos; es parte de su propósito. Pero el reto continuo para nosotros es descubrir por qué nos ha dejado.

Señor de la Vida y la Muerte

Estamos en la luz del Señor igual que como los que nos han precedido están en su luz. Pablo dice que estar ausentes del cuerpo y presentes con el Señor es mucho mejor que estar presentes en el cuerpo y ausentes del Señor (2 Cor. 5:6-8). Es mucho mejor para los que se han ido a estar con él, pero es difícil para nosotros que tenemos que ajustarnos a su ausencia. Un velo nos separa, pero en el espíritu estamos en la presencia de Dios como ellos lo están.

Por lo tanto, podemos dar gracias a Dios por el triunfo del Señor Jesucristo sobre la muerte, como a uno de los misterios de su soberanía, seguros de que Cristo es Señor tanto de la vida como de la muerte.

Nuestra confianza y triunfo máximos están mejor expresados en el himno que dice: Todos los que han pasado a la presencia del Señor no están muertos. ¡Están vivos!

Una historia de pescadores

Por Paul Petrie

Mi hijo Mateo se vuelve «sordo» cuando se siente culpable por desobedecer. Aunque por lo ge­neral responde bien a la dirección mía y de mi espo­sa, le cuesta oírnos bien y se comienza a distan­ciar cuando ha desobedecido, sin que lo sepamos.

Un día, hace varios años, se presentó una situa­ción en la que Mateo parecía no estar diciéndonos la verdad. Mi esposa estaba segura que no era sin­cero con ella, pero no podía probarlo. Nuestra fi­losofía con respecto a los hijos, sin embargo, ha sido siempre que cuando hay dudas, el amor «to­do lo cree.» Así que le dije a Mateo que confiaba que nos estaba diciendo la verdad y si no, el Se­ñor nos lo mostraría. Al día siguiente salimos a pescar juntos con un amigo y su hijo. Le enseñaba a Mateo cómo usar la caña desde el bote, pero no me estaba prestan­do atención y lo hacía diferente a como le había mostrado. Era obvio que no estaba siguiendo mis instrucciones. El resultado inevitable fue que de­jó caer su caña nueva con el carrete en el agua profunda.

Mateo me miró con dolor en sus ojos y lágrimas corriendo por sus mejillas. Le dije: «Hijo, no me estabas oyendo bien. ¿Acaso le mentiste a tu ma­dre?»

Inmediatamente reaccionó con un nuevo ata­que de lágrimas y respondió: «Sí, papito, le men­tí.» Entonces vino y se sentó en mis piernas. Con­versamos y oramos y le dije que esta vez no lo castigaría pues la pérdida de su caña era suficiente.

Después, decidí intentar pescar su caña yo mis­mo. Las posibilidades de clavarle el anzuelo eran pocas. El lago era artificial y habían dejado mu­chos árboles sin cortar bajo la superficie y troncos en el fondo en los que se enredaría mi anzuelo. Además, nos habíamos ido moviendo y ya no estábamos donde seguramente había caído. No obstante, puse un anzuelo bien grande en mi cuer­da para intentarlo. La primera vez el anzuelo se enganchó en un árbol y cuando arrollé la cuerda, el bote fue lle­vado en esa dirección. La segunda vez no pasó na­da. A la tercera, sin embargo, venía una cuerda enganchada y a su extremo estaba la caña de pes­car de mi hijo.

Todos nos alegramos porque Dios nos había ayudado a enganchar la cuerda de Mateo. Mi hijo; por supuesto, se sentía doblemente bendecido. Pero, para cerrar con broche de oro, cuando ter­minó de arrollar su cuerda, había un pescado en el anzuelo; ¡el único que se pescó ese día! Mi ami­go que estaba con nosotros dijo: «Ábrele la boca; tal vez encuentres una moneda.»

Ese día sentí más que nunca antes, que Dios es­taba tratando con mi hijo para enseñarle una lec­ción que nunca olvidaría y que le ayudaría en el camino de la justicia y la madurez.

Ern Baxter fue, por mucho tiempo, un líder en el movimiento carismático de los Estados Unidos. Fue pastor durante veinte años de una de las iglesias evangélicas más grandes del Canadá y viajó por todo el mundo proclamando el evangelio.