Por Hugo Zelaya

Ningún cristiano que haya sido bautizado con el Espíritu Santo, con evidencias sobrenaturales, duda de la realidad del conflicto entre los dos reinos espirituales. Después de la bendición inicial, cuando el Espíritu llena el vaso hasta desbordarse en ex­presiones de júbilo y alabanzas para Dios, viene un período de aridez en que la persona bautizada entra en una verdadera lucha.

El diablo quiere robarse la victo­ria; pero Dios quiere afirmarnos en la experiencia de manera que nunca volvamos a dudar de su validez, pues necesitaremos de esta seguridad en lo que se aproxima. Primero vienen las sensaciones físicas, el bienestar inter­no, las lenguas, las profecías, etc. Después viene la duda y Dios espera el resultado.

Quienes quedan en un ambiente donde el Espíritu se mueve con liber­tad, tienen menos problemas para fortalecer su experiencia y continuar en ella. Quienes no cultivan una relación directa y personal con el Espíri­tu Santo, pronto se desaniman y pier­den la bendición que Dios les dio.

Pero la lucha es más que defender una experiencia. El Espíritu Santo es dado para ayudarnos a caminar en su reino que se caracteriza por su luz. El diablo y sus demonios vienen para impedirnos avanzar y, de ser posible, llevamos de regreso a su reino de tinieblas. Un reino es tan real como el otro. Cuanto más real es Jesús para nosotros, más real es el diablo, y más real la lucha por la supremacía en nosotros.

Algo muy importante que vale recordar, es que la lucha no es entre Cristo y el diablo. Como leemos en uno de los artículos de este número, Cristo ya ganó la victoria. El ya vino, peleó y venció. Jamás debemos confundir esta verdad. De su apreciación cabal depende el resultado de nuestra lucha. Sí, el campo de batalla es el hombre y la guerra comienza cuando entramos al reino de la luz y nos po­nemos en movimiento para hacer la voluntad de Dios en nuestras vidas. Tanto Dios como el diablo quieren gobernar en el hombre. Para lograrlo es necesario conquistar su mente y su voluntad. El diablo lo hace con el engaño y la mentira; Jesús con la verdad y el amor.

Cuando una persona determina, por un acto de su voluntad, abandonar el reino de las tinieblas para entrar en el reino de la luz, mediante la fe en la obra redentora del Señor Jesucristo, no existe poder sobre la tierra que pueda impedírselo, porque para eso vino Jesús y ganó su victoria en la cruz. La guerra comienza cuando el cristiano nuevo anhela caminar en obediencia al deseo de Dios, bajo un orden nuevo de autoridad divina. Y se acentúa cuando reta el reclamo del diablo sobre las áreas de su vida, que habían sido dominadas por él, para entregarlas a su nuevo Señor, Jesucristo.

Otra cosa más. Conforme el cris­tiano vaya expulsando al enemigo en su vida y ejerza el dominio en nombre del Señor, Dios le permite el control de su creación. Este es el principio que operaba cuando Dios hizo al hombre para que habitara en medio de un paraíso. Mientras el diablo no tuvo nada en él, el hombre gobernaba sobre las obras de Dios. Es el principio que operó también en Jesús quien dijo:

«El príncipe de este mundo … nada tiene en mí» (Juan. 14:30), y su Padre le dio toda la potestad.

En ese orden no había pecado, ni enfermedad, ni muerte. No había espinos, ni abrojos. No había maldi­ción. Era un orden natural muy diferente al que conocemos ahora.

Era la expresión física del cielo. En realidad, era el cielo sobre la tierra y el hombre disfrutaba lo que Dios había hecho con la intención que lo gozara para siempre. Era un mundo de árboles, de flores y animales y be­lleza como el de hoy, pero todo y todos allí reflejaban la gloria de su Creador.

Igual que el hombre, la creación cayó a un nivel inferior a la intención de Dios. La paráfrasis de Weymouth de Romanos 8: 19-21 nos dice lo que «siente» la naturaleza: «Toda la crea­ción, con mirada fija y penetrante, como con cuello erguido, está esperan­do y anhelando ver la manifestación de los hijos de Dios… Siempre había la esperanza que, al fin, la creación misma quedara libre de la servidumbre a la decadencia, para disfrutar de la libertad que acompañará a la gloria de los hijos de Dios». La naturaleza anhe­la servir a los hijos de Dios.

Las implicaciones son tanto pre­sentes como futuras. Cristo ejerció perfecto dominio sobre sí mismo y el Padre le dio el control sobre la naturaleza. En vez de serle una limi­tación, le sirvió en su anhelo de hacer la voluntad del Padre. Todos estamos de acuerdo en que no tenemos que espe­rar hasta que él regrese a la tierra para ejercer dominio sobre nosotros mis­mos. Se espera que lo hagamos inme­diatamente que entramos bajo su gobierno (vea Romanos 6: 19), para que lo que, hoy son milagros esporádicos, se conviertan en el orden del día mañana.

Confiamos en Dios quien nos ha ayudado hasta aquí, que la victoria será nuestra por medio de nuestro Señor Jesucristo. «¿Qué diremos, pues, a esto?  Dios no nos negó a su pro­pio Hijo, sino que lo entregó a la muerte por nosotros; ¿cómo no nos dará también junto con su Hijo todas las cosas? (Rom. 8: 31, 32, v.p.).  

Reproducido de la Revista Vino Nuevo vol. 5-nº 12 abril 1985