Por John Duke
«¡Cristo ha resucitado!» Así se saludaban los cristianos de la iglesia primitiva. La respuesta triunfante de este glorioso saludo era: «¡En verdad ha resucitado!»
El evangelio de la iglesia cristiana era más que el mensaje de la muerte de Cristo. Su evangelio incluía también la resurrección. Pablo escribe: Porque yo os entregué ante todo lo mismo que recibí: Que Cristo murió por nuestros pecados conforme a las Escrituras, y que fue sepultado, y resucitado al tercer día, conforme a las Escrituras (1 Co. 15:3-4).
Claramente, este es el evangelio que se presenta en el Nuevo Testamento. El clímax del evangelio no es que Cristo murió, sino que está vivo y vive para siempre.
Seguro, él tenía que morir para perdonar nuestros pecados y justificarnos delante de Dios. Pero Jesús nunca habló de su muerte aparte de su resurrección. Dijo a sus discípulos que «debía ir a Jerusalén y sufrir muchas cosas … ser muerto, y ser levantado de los muertos el tercer día» (Mat. 16: 21). La necesidad de su muerte es bien clara:
«Debía sufrir y morir.» También lo es la necesidad de su resurrección: «Debía ser levantado al tercer día.»
Sin su muerte no podía haber resurrección y sin su resurrección no podía haber victoria. La muerte tendría aún su aguijón y el pecado su poder sobre nosotros. Pero en vez de eso, tenemos a un salvador resucitado, a un contemporáneo nuestro que está vivo.
La resurrección de Jesucristo es un hecho histórico autenticado por muchos testigos. Era la manifestación gloriosa del poder de Dios el Padre y una vindicación personal de la integridad de Jesús, su Hijo. La resurrección era una explicación clara para el mundo que Jesús era lo que había reclamado ser: «el unigénito del Padre.» Era la prueba que todo lo que había dicho del Padre y de sí mismo era cierto.
Pero la resurrección no sólo fue un triunfo personal para Jesús; es un triunfo para nosotros también. Es un suceso pasado que establece una realidad presente y una esperanza futura. La resurrección de Cristo nos afecta de tres maneras: primero, en relación a nuestros pecados del pasado; segundo, en relación a nuestra presente vida cotidiana; y tercero, en relación a nuestra esperanza futura.
Una cruz triunfante
Primero, la resurrección de Jesucristo significa una cruz triunfante. En la cruz nuestro pecado fue confrontado y cancelado; allí nuestro enemigo fue derrotado cuando la muerte con todos sus poderes fue vencida. Si sólo vemos a Cristo muriendo, entonces el suceso no tiene mucha importancia para nosotros. Pero si lo vemos como al Señor resucitado y reinando, entonces «la muerte ha sido devorada en victoria» y nosotros, por medio de la fe en él, compartimos en su muerte y en su vida. Juntamente con el apóstol Pablo podemos proclamar: «Gracias a Dios, quien nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo» (1 Co. 15:57).
Segundo, la resurrección de Jesucristo significa que tenemos a un salvador vivo que se involucra con nosotros. El ha llegado «a ser un misericordioso y fiel sumo sacerdote» (Heb. 2: 17). Alguien con simpatía por nuestras debilidades que ofrece gracia y misericordia para ayudarnos en tiempos de necesidad.
La resurrección de Jesús fue una demostración del poder de Dios y mucho más: declaraba que el mismo poder estaba disponible para quienes creyeran en él. Pablo dice que este poder es extraordinariamente grande para con nosotros los que creemos (Ef. 1: 19-21). Él ve la eficacia del poder de Dios en nosotros de la misma manera que operó en Cristo.
¿De qué manera se manifestó este poder en Cristo? Lo levantó de los muertos y lo exaltó hasta la diestra de su padre en los lugares celestiales. Allí el Padre le confirió toda autoridad, poder y dominio.
¿De qué manera nos afecta este poder a nosotros que creemos? Nos ha levantado juntamente con Cristo y sentado con él en lugares celestiales (Ef. 2: 6). Allí el Padre nos ha concedido todo lo que concierne a la vida y a la piedad (2 Pedo 1: 3). No es extraña entonces la exclamación del corazón de Pablo: «Estimo como pérdida todas las cosas … a fin de conocerle, y el poder de su resurrección» (Fil. 3: 8, 10).
Una esperanza futura
El tercer aspecto en que la resurrección afecta nuestra vida determina nuestro futuro. No sólo es la resurrección nuestro triunfo más grande porque nuestros pecados han sido perdonados; no sólo tenemos confianza en Dios para nuestra vida cotidiana porque nuestro Señor está a la diestra del Padre; más allá de estas bendiciones está el conocimiento de que el Cristo resucitado y reinante es también nuestra esperanza futura.
El tema de los escritos de Pablo es la fe; el de Juan es el amor y el del apóstol Pedro es la esperanza.
Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, quien según su grande misericordia, nos ha hecho nacer de nuevo a una esperanza viva, mediante la resurrección de Jesucristo de entre los muertos (1 Pedro 1 :3).
Pedro dice que el fundamento de nuestra esperanza es la misericordia de Dios y el distintivo de esa esperanza es que él está «vivo.» Nuestra esperanza tiene vida y lleva un poder que no muere; esa es la seguridad de su cumplimiento.
Pablo dice que esta esperanza no nos desilusionará (Rom. 5: 5) Y que, juntamente con la fe y el amor, permanecerá con nosotros (1 Co. 13: 13). Su explicación del misterio que ha estado oculto desde las edades y generaciones es simplemente: «Cristo en vosotros, la esperanza de gloria» (Col. 1 :27).
Estos tres aspectos de la resurrección, pasado, presente y futuro, nos dan un ánimo tremendo pues hemos sido resucitados con Cristo. Pablo resume el pasado, el presente y el futuro para el creyente en las siguientes palabras:
Porque habéis muerto, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios. Cuando Cristo, nuestra vida, sea manifestado, entonces vosotros también seréis manifestados con El en gloria (Col. 3 :3-4).
Ruego que el Cristo de la historia, quien llegó a ser el Señor de la gloria y quien prometió llevarnos a la gloria, despierte en cada uno de nosotros el conocimiento real de lo que significa «Cristo en nosotros, la esperanza de gloria».
John Duke recibió su licenciatura en Historia de la Universidad de William Carey en Hattiesburg, Mississippi, EE. UU y es egresado del Seminario Teológico Bautista de Nueva Orleans.
Reproducido de la Revista Vino Nuevo vol. 5-nº 6 Abril 1984.