No estamos completos sin un corazón de integridad

Por Jack Hayford

Casi no podía creer lo que estaba oyendo por el teléfo­no. Pero era cierto. El sujeto de la conversación era uno de los jóvenes miembros del personal de nuestra iglesia que había caminado con el Señor desde sus años de adolescen­cia. Era muy activo en nuestra congregación y funcionaba dentro de un ambiente totalmente cristiano, rodeado de creyentes todos los días. No obstante, se había descubierto que, por más de un año, se había estado desnudando delan­te de los niños que cuidaba.

Eso sucedió poco tiempo después de que otro miembro del personal había sido sorprendido adulterando las canti­dades anotadas en los libros de la iglesia. Esta misma perso­na, se descubrió también, le había sugerido adulterio a una joven de la iglesia. Ella se rehusó y contó el incidente a uno de nuestros pastores para que le ayudara.

Pudimos ayudar a ambas personas por la gracia de Dios. Los dos se arrepintieron y fueron restituidos y continúan siendo parte de nuestra congregación. Pero lo que les suce­dió me hizo pensar muy profundamente.

He llegado a ver que el problema de estas dos personas no es sólo que pecaron, y todos pecamos de alguna forma u otra, sino que la tragedia es que estos dos hombres vivían engañados con la suposición que, porque estaban rodeados de rectitud, ellos también serían automáticamente rectos.

El apóstol Pablo estaba consciente que sólo porque él estaba haciendo una obra espiritual, con personas espiritua­les, que eso no era suficiente para garantizarle que no cae­ría en la tentación. En 1 Corintios 9:27 escribe estas sobrias palabras: «No sea que, habiendo predicado a otros, yo mis­mo sea descalificado.» ¿Cómo, podríamos preguntar, nos guardamos de ser descalificados?

La clave en el crecimiento

Hay una pregunta que inevitablemente se me hace cuan­do hablo a pastores: ¿Cuál es la clave para tener fruto en el ministerio y una relación creciente con Dios? Sería fácil dar una lista de las cosas que usualmente pensamos son cruciales en la vida y en el crecimiento espiritual: la Palabra de Dios, la oración, dar, servir, los dones y el fruto del Es­píritu. Sin embargo, debo insistir que ninguno de estos es la clave.

¿Cuál, entonces, es la clave? Yo creo que el asunto sin­gular más crítico que debemos confrontar en la vida es la absoluta integridad de corazón delante de Dios. La llave es la integridad.

Quizás la definición más sencilla de integridad es «entereza.» Note que no digo «santidad»; la santidad viene de la entereza. La esencia de la integridad es estar completo. En matemáticas, hay números enteros. Cuando varias partes se integran, componen un todo. Cuando algo se desin­tegra, se fragmenta.

La integridad de corazón se refiere a un corazón que es­tá completo. No está fragmentado con doblés de ánimo. No está comprometido o erosionado con el engaño personal o por la deshonestidad. Tener integridad significa que no rehúso oír el comentario de mi propia conciencia con res­pecto a mí mismo.

Una señal de alarma

Todos nosotros en alguna ocasión hemos puesto oídos sordos a la voz de nuestro corazón. ¿Cuántos de nosotros, por ejemplo, hemos tenido conversaciones que comenzaron a desviarse y algo dentro de nosotros nos advirtió: «No si­gas esta línea de conversación»? Pero a la vez, algo en no­sotros quería ir adelante.

Tal vez no era algo impuro, o algún chisme barato, pero de alguna manera sabíamos que no debíamos decirlo. No obstante, seguimos adelante sin prestar atención a la señal de advertencia y lo dijimos. Eso hizo que el espíritu de la conversación cambiara y sentimos la erosión en vez de la edificación.

Una vez que silenciemos nuestro corazón de esta mane­ra, podría levantar su voz nuevamente en otra ocasión. Pe­ro si lo ignoramos continuamente, llegará el tiempo cuan­do dejará de hablar y estaremos cauterizados por la insensi­bilidad. Por eso necesitamos la integridad: Es la ca­lidad del carácter que mantiene suave al corazón, sensible y listo para responder al Señor. Es sinceridad absoluta con Dios.

Protegidos de la ignorancia

El capítulo 20 del Génesis, un episodio en la vida de Abraham, nos ayudará a captar la importancia de la integri­dad. Abraham estaba viajando en Gerar, que era goberna­do por el rey Abimelec. Por temor a que alguien lo matara para tomar a Sara su esposa, Abraham mintió y dijo que ella era su hermana. Abimelec, creyendo que Sara estaba dis­ponible, la tomó para su harén.

Pero Dios se le interpuso. Se le apareció en un sueño y dijo al rey: «Eres hombre muerto; esta mujer pertenece a otro hombre.»

Abimelec protestó inmediatamente: «¿No me dijo él: mi hermana es? Con sencillez de mi corazón y con la lim­pieza de mis manos he hecho esto» (v. 5).

La respuesta que Dios le dio tiene un gran signi­ficado: «Yo también sé que con integridad de tu corazón has hecho esto.» Por eso te detuve. Dios intervino y le impidió que pecara, porque lo había hecho con integridad de corazón.

La historia ilustra una de las importantes conse­cuencias de la integridad: la instrucción preventiva de Dios. Nadie es perfecto, pero si tenemos un co­razón completo para Dios, si somos absolutamente honestos con él, entonces El intervendrá para evi­tarnos los fracasos debidos a la ignorancia.

Hay algo que continúa impresionándome después de todos estos años de ministerio, y son todas las cosas que no conozco. De manera que es una fuente de aliento y de fuerza, saber que, si tengo integridad delante de Dios, El me cuidará para no pecar o fracasar inocentemente por ignorancia.

Hace poco estaba aconsejando a un joven que tenía la intención de comenzar un negocio propio. Todo lo que él estaba planeando se oía bien y te­nía sentido. Pero, aunque sus planes parecían bue­nos y su espíritu puro, no sentía confirmarlos co­mo la dirección de Dios. Dios me estaba detenien­do en mi espíritu.

Justo en este punto de la conversación, otro miembro de la iglesia, un amigo del joven, se acer­có y se sentó con nosotros. Durante el curso de la conversación, el amigo dijo: «Sí, pero no has con­siderado esto.» Y lo que él aportó aclaró que no hubiera sido sabio continuar con el plan.

En esta situación tan práctica, el Señor me im­pidió que diera un consejo equivocado por mi ig­norancia. Personalmente creo que lo hizo porque estaba caminando delante de El con un corazón entero. La integridad nos ayuda a reconocer lo que no sabemos y le permite al Señor decirnos lo que él sabe.

Protección del enemigo

En el Salmo 25 David habla de su integridad y de sus enemigos. Él se lamenta: «Mira mis enemi­gos, cómo se han multiplicado, y con odio violen­to me aborrecen … Integridad y rectitud me guar­den» (vs. 19, 21). En el caso de Abimelec, la inte­gridad movió a Dios para evitarle ser una víctima de su ignorancia. Pero David, en su integridad, le pide a Dios que le evite ser una víctima de sus enemigos.

Los cristianos tenemos un enemigo, el diablo, que como militar organiza sus legiones contra no­sotros. Pero la integridad de nuestro corazón per­mitirá que Dios nos proteja de nuestros enemigos.

La entereza de corazón es una necesidad crítica, especialmente en el liderazgo de la iglesia, porque allí nos enfrentamos con muchos intentos de intromisión del enemigo. Aunque las trágicas situacio­nes mencionadas al principio pudieran parecer un argumento contrario, las conclusiones de las histo­rias dan evidencia que Dios se opondrá al enemigo.

En el caso de la persona que quiso seducir a la mujer, Dios descubrió la situación en una forma dramática. Él nos guardó de la intromisión del enemigo que, si se hubiera desarrollado completa­mente, hubiera destruido todo un departamento de nuestra iglesia.

En el caso del joven, Dios intervino privadamen­te sin causar un escándalo que hubiera sacudido a la iglesia entera. Debido a la gracia y a la rectitud de la familia involucrada en los incidentes, el joven recibió liberación, sanidad y reconciliación. Hoy es un miembro fuerte de nuestra iglesia.

En estas y en otras situaciones, creo que Dios nos guardó de las obras de las tinieblas y detuvo la intromisión del enemigo en la vida de la iglesia, por la disposición del liderazgo de caminar con ente­reza de corazón delante de Dios. Nunca tendre­mos un tiempo cuando el enemigo no asalte nues­tras defensas, y realmente es imposible para noso­tros, con nuestros propios recursos, defender toda la muralla. Pero si caminamos con pureza de cora­zón, Dios guardará esa parte del reino que él nos ha confiado.

Estabilidad en el ministerio

Cuando Salomón dedicó el Templo de Dios, pi­dió muchas bendiciones para el pueblo. El Señor le respondió diciendo que sus ojos y su corazón estarían siempre dirigidos hacia el Templo. Enton­ces le dio la siguiente bendición condicional:

Y si tú anduvieres delante de mí como an­duvo David tu padre, en integridad de corazón y en equidad, … yo afirmaré el trono de tu rei­no sobre Israel para siempre, como hablé a Da­vid tu padre (1 R. 9:4,5).

Hemos visto que Dios nos guarda de ser víctimas de nuestra ignorancia y de nuestros enemigos. Pero aquí el Señor dice: «Si tienes integridad, te afirma­ré y haré que el fruto de tu reino permanezca.»

La durabilidad es una cualidad que quiero para mi ministerio. Para que eso sea una realidad, Dios me ha mostrado que debo caminar con integridad. Un corazón íntegro hacia Dios es indispensable pa­ra experimentar la presencia perpetua de su poder y alegría en medio de su pueblo.

Una situación en particular, hace dos años, me demostró este principio. Por cerca de seis semanas, una mala actitud se entrometió en mi corazón, erosionando su entereza delante de Dios. No había dicho nada que hubiese transigido la piedad; sin embargo, en mi corazón había lo que yo he llama­do una raíz creciente de inexactitud. Desafortuna­damente, la amparé porque me parecía poca cosa, particularmente porque no había causado que hi­ciera o dijera algo malo. Hasta disfrutaba siendo in­dulgente con esta actitud en particular.

Un día, sin embargo, dos de los co-pastores se me acercaron y me dijeron: «Jack, no sabemos qué es lo que pasa, pero hay algo en ti que parece no estar bien.» Tan pronto dijeron estas palabras, mi corazón se sintió sacudir. Doy gracias a Dios que respondí con integridad en ese momento, porque me estaba volviendo como la iglesia de Sardis, de quien Jesús dijo: «Tienes nombre de que vives, pero estás muerto» (Ap. 3: 1). La muerte estaba extendiéndose dentro de mí, pero yo no había estado dispuesto a aceptarlo. Era como si una pequeña culebra, no una boa, sino una cule­brita de juguete, estuviera instalada en mi corazón. y aunque yo creí que podía domarla, no podía.

Por la gracia de Dios, cuando ellos me confron­taron, yo les confesé mi actitud que había permi­tido por seis semanas. Entonces el Señor me con­cedió el arrepentimiento y ellos oraron por mí con amor. Dios me mostró ese día lo cerca que había estado de perder la gloria de su presencia en nuestra iglesia.

Si la gloria de su presencia no se ha visto por algún tiempo, tal vez sea el momento de escudri­ñar nuestro corazón y preguntarle al Señor si no habremos fallado en cuanto a andar en integridad.

Frente a Jesús

Cuando niño, mi madre usaba una expresión para preguntarnos si estábamos diciendo la verdad en situaciones en las que pudiéramos ser tentados a mentir. Ella decía: «Voy a hacerles una pregun­ta, pero antes quiero decirles que la estoy hacien­do delante de Jesús.» Era una forma de recordar­nos solemnemente que deberíamos de ser absolu­tamente veraces.

Recuerdo bien el día cuando el niño Jack Hay­ford, de nueve años, venía de la casa de su amigo. La siguiente mañana, antes de salir para la escuela, mamá me llamó a la cocina y me dijo:

-Hijo, quiero hacerte una pregunta en frente de Jesús. Ayer, cuando venías de la casa de tu amigo, sentí algo extraño dentro de mí y no sé por qué. Oré y el Señor me dijo que te preguntara delante de Jesús lo que sucedió ayer en casa de tu amigo.

Sólo podía contestarle la verdad.

-Estábamos en su cuarto y él me prestó algo parecido a un telescopio.

– ¿Y qué cosa era, hijo?

-Bueno, no era exactamente un telescopio, pero cuando miré por él vi allá adentro a una señora desnuda.

– ¿Qué hiciste cuando la viste?  

-Pues … me reí.

-Pero ¿cómo te sentiste?

-Me sentí mal.

-Hijo, ¿qué piensas hacer al respecto?

-Mamá, quisiera orar.

Y oramos.

Hoy no sé medir lo que probablemente fue evi­tado en mi vida, porque una madre sensitiva con­frontó el intento del enemigo de introducirse en el territorio de la vida de un niño. Por causa de mis padres, no recuerdo haber mentido nunca en mi vida.  

Me enseñaron a vivir delante de Jesús, y esa in­tegridad me ha guardado de muchos peligros. Por supuesto que no soy perfecto y sin pecado; soy débil y fallo, pero estoy viviendo en la luz. Y la Biblia dice que si andamos en la luz como él mis­mo está en la luz, tendremos comunión los unos con los otros y con El.

La llave para nuestro crecimiento es la integri­dad de corazón. Tenemos que oír la voz de nues­tro corazón estimulado por el Señor y debemos tener una confianza completa en El. Como David, debemos de orar: «Examíname, oh Dios, y ve si hay en mí camino de perversidad» (Sal. 139:23, 24). Con esa oración en nuestro corazón, pode­mos estar seguros de que la integridad y la rectitud nos guardarán.

Por Jack Hayford Jack Hayford es graduado de la Universidad del Pacifico de Azuza, California, y recibió su licen­ciatura en Teología de la Universidad Bíblica de Los Ángeles.

Reproducido de la Revista Vino Nuevo vol. 5-nº 5 febrero 1984