Por Charles V. Simpson

«Porque un momento será su ira, pero su favor dura toda la vida. Por la noche durará el lloro, y a la mañana vendrá la alegría». Salmo 30:5.

En las últimas dos décadas, hemos tenido una gran renovación del Espíritu Santo. Esta renova­ción ha tocado a toda la Iglesia, en todo el mun­do, desde los estratos más altos hasta los más ba­jos. Es sorprendente cuando uno se da cuenta que apenas tiene 20 años. Ha habido grandes reu­niones. Yo tomé parte en una donde había 50.000 personas alabando y adorando a Dios. Reuniones así las hay por todo el mundo, pero la renovación del Espíritu Santo no nació en las grandes reuniones.

Cuando uno lee sobre el comienzo de la reno­vación, se da cuenta que nadie pensaba que ten­dría alcances mundiales. Pensaban más bien en una renovación personal, y veían al Señor porque tenían una necesidad personal. Hace unos días estuve en una Catedral Episcopal, la más grande en el mundo, y le preguntaba al pastor y a su esposa, cómo habían entrado a la Renovación. La esposa dijo esto: «Teníamos problemas en la familia, y sabíamos que necesitábamos al Señor». El era decano de su iglesia, es decir, había llegado a la cúspide del éxito; y, sin embargo, tenía necesi­dades personales.

La renovación comenzó cuando unos hombres se reunieron para orar y buscar a Dios.

Usted vino al Señor, posiblemente porque te­nía una gran necesidad. Si tuvo una experiencia real es porque él lo encontró en el punto de su ne­cesidad. Lo que comenzó en oración, debe ser sostenido por la oración; no podemos comenzar en el espíritu y continuar en la carne.

El precio de la alegría

Lloramos por las cosas que son de interés per­sonal. Únicamente aquellos que han regado su fe con lágrimas, pueden cosechar la alegría. Dios quiere que seamos alegres, pero sabe que antes ne­cesitamos la tristeza.

¿Qué importa tanto como para llorar?

A algunos sólo les importa gratificarse a sí mismos. Lloran únicamente cuando se les niega lo que quieren. A otros les importa lo que los de­más hacen. La Biblia dice en Eclesiastés 3 :4, que hay tiempo de llorar, y tiempo de reír. Reímos y lloramos sobre las mismas cosas, porque son las que nos importan realmente. Cuando los hijos crecen y les va bien, se ríe de alegría. Cuando ha­cen cosas malas, se llora. Puede que a Ud. le im­porte sólo lo suyo, o lo que los demás estén ha­ciendo, o cómo vestirse, pero ninguna de éstas co­sas lo va a renovar. Necesitamos interesarnos por nuestra condición espiritual, hasta el punto de llo­rar, si queremos conocer la alegría plena del Se­ñor. El Salmo 132 del 13 al 16 dice así:

Porque Jehová ha elegido a Sion, la quizo por habitación para sí. Este es para siempre el lugar de mi reposo; aquí habitaré, porque la he querido.

Bendeciré abundantemente su provisión; a sus pobres saciaré de pan.

Asimismo, vestiré de salvación a sus sacer­dotes y sus santos darán voces de júbilo.

Sion representa en El Antiguo Testamento el lugar desde donde Dios reina. Dios quería que Sion fuera un lugar de alegría. Hay un principio en la Biblia que dice que el buen gobierno trae alegría. La Biblia dice también en Romanos 14: 17, que «el Reino de Dios no es comida ni be­bida, sino justicia, paz y gozo en el Espíritu San­to». El Reino de Dios produce la alegría del Se­ñor. El gozo es un testimonio que el Señor Jesu­cristo está reinando; que él es Señor de nuestra vi­da. Hay algo malo cuando alguien pierde su gozo. La alegría no se puede falsificar; sobreabunda y rebasa en el gobierno justo de Dios.

La reina de Sabá quedó muy impresionada cuando visitó al Rey Salomón. Una de las cosas que captó su atención fue la alegría de sus siervos. Los llamó bienaventurados, dichosos o felices. Era una señal que tenían un buen rey. Hay algo malo en una iglesia donde no hay alegría. Es bue­no estar alegre.

Sion tenía muchas razones para estar alegre: allí era donde habitaba el Señor; era un lugar de descanso y de paz; su provisión era bendecida: los pobres tenían su pan y los sacerdotes estaban ves­tidos de salvación. Cuando oraban por alguien, el poder de Dios lo liberaba. Era un lugar tan bue­no, que los santos siempre gritaban de júbilo. Sus líderes gobernaban bien. ¿Cómo se logró todo esto? Veamos los primeros 5 versículos del Sal­mo:

Acuérdate, oh Jehová, de David, y de toda su aflicción; de cómo juró a Jehová, y prome­tió al Fuerte de Jacob: no entraré en la mora­da de mi casa, ni subiré sobre el lecho de mi estrado; no daré sueño a mis ojos, ni a mis párpados adormecimiento, hasta que halle lu­gar para Jehová, morada para el Fuerte de Jacob.

David padeció mucha aflicción para que el Reino llegase a ser un buen lugar. Antes de que hubiese el templo de Salomón, hubo las guerras de David. David sufrió penas y vergüenza, como precio para que Salomón disfrutara del Reino. Si Ud. quiere el Reino, alguien va a tener que pagar el precio. La Biblia dice que «a través de muchas tribulaciones entramos en el Reino de Dios». El Reino es bueno, pero tiene un precio. El llanto procede a la alegría.

Mi país ganó su libertad de la Gran Bretaña, dirigido por George Washington. Su ejército pasó grandes penalidades. Un invierno casi se congelan todos, pero Washington era un hombre de gran va­lor. En una de sus cartas escribió: «Pienso, por lo menos espero así, que hay la suficiente virtud pú­blica para negarse a sí mismo, de todas las cosas menos las necesidades básicas de la vida, para po­der cumplir con la victoria». Hoy yo vivo en una buena casa, tengo un buen carro, mis hijos van a una buena escuela y tenemos muchas bendiciones, porque algunos de sus hombres murieron y otros casi se congelan; y lloraron y perdieron todas sus posesiones; fueron echados en las cárceles, y sus familias sufrieron muchas penas. Ellos sembraron con llanto para que yo pudiese cosechar con ale­gría. Es importante que yo lo recuerde, porque es posible que tenga que pagar el mismo precio para mantener lo que ellos me han dado.

La presunción lleva a la derrota

Sion no era un lugar para presumir. Amós 6, 1 al 6 dice:

¡Ay de los reposados en Sion, y de los confiados en el monte de Samaria … y no se afligen por el quebrantamiento de José!

Sion fue un lugar maravilloso en los días de Salomón, pero muchos años después, cuando Amós era profeta, sus habitantes se comportaban como si todo siguiera igual, cuando en realidad no lo era. Ya no eran justos, ni apacibles, ni honra­dos y, sin embargo, se sentían seguros.

¿Por qué estaban reposados en Sion? ¿Sería porque Dios los estuviera bendiciendo? No. Es­taban presumiendo porque eran judíos. Se creían seguros cuando en realidad no lo estaban.

Muchos de nosotros sólo buscamos al Señor para que nos saque de problemas.

Una vez, vi una película sobre un muchacho de doce años, muy pequeño para su edad, bastan­te débil, que asistía a una escuela en un vecindario rudo. En la escuela había un matón, que lo em­pujaba y lo molestaba siempre. Un día, un estudiante nuevo entró a la clase. Era aún más grande que el matón, y no se había rasurado en tres o cuatro días. Se veía tan terrible que aún el matón le tenía miedo. Entonces, el muchacho de doce comenzó a pensar: si lograra hacerme amigo de este grandote, me cuidaría y trataría con el ma­tón. Se armó de valor para proponerle que fuera su guardaespaldas, pero el muchacho nuevo se ne­gó. Una vez, el muchacho nuevo vio cómo el ma­tón se aprovechaba del débil, y no le gustó, y de­cidió protegerlo. «Voy a ser tu guardaespaldas», le dijo.

Había un puesto de hamburguesas que fre­cuentaba el matón y sus amigos. Un día entró el débil que había estado esperando la oportunidad para desquitarse, tomó la salsa de tomate y la mos­taza, y las volcó sobre el matón y sus amigos. Luego esperó que salieran tras él, corrió, cruzó la calle y se metió en un callejón. Cuando el matón y sus amigos, que lo venían persiguiendo, entra­ron en el callejón, se encontraron con el nuevo y el debilucho les dice: «El es mi guardaespaldas; arréglense con él». El matón se acobardó y se fue, pero el defensor del débil le dijo: «No me gustó lo que hiciste, ya no seré más tu guardaes­paldas».

Yo sentí que Dios me decía que así es como la mayoría de nosotros nos relacionamos con él. El diablo viene y nos apalea y nos ultraja, hasta que finalmente hacemos un trato con Dios para que El mantenga al diablo alejado de nosotros. El Señor entra en nuestras vidas y le tiramos la salsa de tomate al diablo. «Jesús es mi Señor; él me li­brará», decimos provocando al diablo, y corrien­do a Dios. Dios no está contento con eso, Dios no quiere ser nuestro guardaespaldas. El quiere ser nuestro Padre y que nosotros seamos como él. El quiere enseñarnos sus caminos, pero tenemos que tener una motivación diferente para relacio­narnos.

Cada vez que Israel se metía en problemas co­rría a Dios, pero cuando no tenía problemas no lo buscaba. Hasta que ya Dios no los escuchó más y les dijo: «Ustedes no me aman; vienen a mí con sus labios, pero su corazón está lejos de mí. Hay de aquellos que presumen de mi amor», y fueron llevados cautivos. La presunción nos lleva a la de­rrota.

Cuando llegaron cautivos a Babilonia, ya no cantaban los cantos de Sion y los impíos les ha­cían burla y les pedían alegría: «¿Por qué no nos cantan los cánticos de Sion?», y ellos respondían: » ¿Cómo cantaremos cánticos de Jehová en tierra de extraños?». Y allí en Babilonia, la fe que esta­ba en ellos comenzó a ser regada con llanto. Tu­vieron que plantar una nueva cosecha de fe y regar­la con lágrimas antes de poder recibir una provi­sión nueva. Alguien ha dicho que «la sangre de los mártires es la semilla de los santos». Cada nueva cosecha requiere una nueva semilla.

Cuando estaba en el Seminario, tenía hambre de Dios y estaba seco. Una vez fui a una iglesia al otro lado del pueblo. Era una noche de oración y más de la mitad de los miembros estaban allí. Yo me preguntaba cuál sería el secreto. Más de qui­nientas personas se convertían en esta iglesia to­dos los años. El predicador no era muy elocuen­te, ni predicaba fuerte. Hablaba muy despacio, leía las Escrituras y las comentaba, pero cuando terminaba de hablar, decía: «Es hora de orar». Pedía a la gente que hicieran sus peticiones, luego se juntaban en grupos de dos, tres y cuatro, se arrodillaban y comenzaban a orar. Yo los oía llo­rando por toda la iglesia. Lloraban con respecto a lo que estaban orando. Después escribí a este mi­nistro que había sido amigo de mi padre. Cuando recibí su carta de respuesta, bajo su firma decía:

«Salmo 126:5,6». Abrí la Biblia y leí estas pala­bras: «Los que sembraron con lágrimas, con rego­cijo segarán. Irá andando y llorando el que lleva la preciosa semilla; mas volverá a venir con regoci­jo, trayendo sus gavillas».

Ese versículo fue más importante para mí que toda la carta. Me había dado el secreto de su mi­nisterio. Los que siembran con lágrimas, recoge­rán con alegría. Los que buscan al Señor con llan­to, conocerán el gozo del Señor.

Cosas que quitan el gozo

¿Por qué hay lugares en el Reino de Dios don­de no hay alegría? Una razón es el pecado. En Isaías 33: 14, Dios habla de los pecadores en Sion. ¿Pecadores en Sion? Sí, aún las personas que vi­ven en el Reino de Dios pueden pecar y cuando lo hacen, Dios les quita el gozo. También cuando se pone la confianza en las cosas equivocadas. Los israelitas decían «somos israelitas; Dios nunca permitirá que algo nos pase». No confiaban en el Señor, confiaban en lo que eran. Ud. podrá decir, «yo soy cristiano, Dios nunca dejará que me pase algo». En mi país pudiésemos decir, «somos norteamericanos».  

Los judíos decían: «El Templo de Dios nos es dado». Los hijos de Elí llevaron el Arca a la bata­lla y dijeron: «El Arca nos salvará», pero ninguna de estas cosas salva. El Arca fue capturada, el Templo fue destruido y la nación arruinada. El único que salva es el Señor mismo. Ninguna otra cosa nos salvará.

También para que nos conozcamos mejor a nosotros mismos.

Un niño de cuatro años se siente poderoso. Cree que le puede ganar a cualquiera. Camina muy presumido. Habla como un héroe. Cierra sus puñitos y dice: «yo te puedo ganar en una pe­lea». Pero cuando está cansado y ha dejado de ju­gar y su madre lo lleva a la cama, no quiere que le apaguen la luz.

A veces estamos llenos de confianza arrogan­te, pero cuando comienza a oscurecerse y la luz de la comprensión se va, las tinieblas de la duda comienzan a entrar y se oyen ruidos extraños, nuestras preocupaciones y temores comienzan a sa­lir a la superficie. Entonces es cuando nos echa­mos cenizas y las lágrimas vienen al corazón y co­menzamos a regar nuestra fe con llanto y a buscar a Jesús en las sombras. El lloro dura por la noche, pero la alegría viene en la mañana.

La noche no dura para siempre

Los discípulos habían caminado con Jesús por tres años y medio y tenían mucha confianza. Se­guramente testificaban, para la gloria de Dios, por supuesto: «Yo soy uno de los discípulos de Jesús. Yo estoy con él. El es el que echa fuera demo­nios, sana a los enfermos y hace grandes milagros. Yo estuve con él cuando dio de comer a los cinco mil. Yo también fui uno de los que repartió el pan. Ah, él es poderoso. Casi no puedo aguantar sus bendiciones». Tenían mucha confianza.

En una ocasión, la madre de dos de ellos vino a Jesús para pedirle que uno de sus hijos se senta­ra a su diestra y el otro a su izquierda. Una ciu­dad no los recibió y pidieron fuego para quemar­la; Jesús les dijo: «No sabéis de qué espíritu sois». Cuando Jesús les dijo que iba a ser crucificado, Pedro lo apartó para tratar de hacerlo entrar en razón. Se creyó consejero de Jesús, pero Jesús le dijo: «Me vas anegar». Pedro le respondió: «No, yo no, tal vez los otros, pero, yo no».

Todos se sentían fuertes, llenos de confianza y hasta arrogantes. Entonces Jesús comenzó a la­varles los pies y se avergonzaron, porque se sen­tían tan importantes que no querían lavarse los pies los unos a los otros. Después de la cena se hizo de noche; se volvió oscuro, muy oscuro; y esa oscuridad se mantuvo largo tiempo. Fueron al huerto donde Jesús fue arrestado y comenzaron a suceder todas las cosas que ellos creyeron nunca sucederían. Unos se durmieron en el tiempo más importante. Otro tuvo tanto miedo, que salió hu­yendo sin tomar tiempo para vestirse. Pedro negó al Señor. Judas lo traicionó. Lo hicieron todo mal y a la distancia vieron a su Señor crucificado. No era lo que habían esperado.

Aún después de haber resucitado de la tumba, todavía no les había amanecido. Estaban llenos de culpa y de frustración. No entendían lo que había pasado. Pedro dice, «me voy a pescar» y los demás dijeron «me voy contigo». Intentaron toda la noche y no tuvieron éxito. Pronto comen­zó a amanecer y vieron una silueta en la playa, pero estaban tan ensimismados y tan llenos de sus propios problemas que no reconocieron que era Jesús. El había hecho fuego y ellos podían verlo y oler el pescado que cocinaba. Estaban vacíos, con sueño, cansados y desilusionados cuando oyen una voz que les pregunta: «¿Han pescado al­go?» y ellos responden: «No». «¿Por qué no echan la red a otro lado?» Es sorprendente que todavía les quedara algo de fe; pero tuvieron la su­ficiente fe para intentarlo una vez más. Echaron la red al otro lado y los peces corrieron hacia la red; ciento cincuenta y tres peces, tan grandes que la red llena se empezó a romper. Cuando se die­ron cuenta que había sido porque este hombre ha­bló, volvieron a ver y dijeron, «es el Señor». Pe­dro se echó al agua, comenzó a nadar hacia el Se­ñor y ese fue el amanecer de un nuevo día, y co­mieron otra cena. Nadie preguntó quién era él, no repitieron lo que había pasado. Habían llora­do, pero era un día nuevo.

El llanto dura por la noche, pero al amanecer viene la alegría. Este nuevo día iba a ser un gran día para ellos. Era el comienzo de una nueva era. En unos pocos minutos, Jesús estaría a la diestra de Dios. A las nueve de la mañana, el Espíritu Santo sería derramado sobre ellos en el Aposento Alto. A mediodía habría una renovación espiri­tual en toda la Iglesia. En la tarde vendría esa llu­via tardía y luego la gran cosecha.

Está el día y está la noche y está otra vez el día. No importa cuánto le guste el día, cuánto lo ame, no lo puede prolongar. Siempre le sigue la noche y en la noche la tierra es renovada; el pasa­do es limpiado y se hace preparación para un nue­vo día.

«Padre querido oramos en el nombre de Jesucristo, para no presumir en nuestra mi­sión; para no actuar con lo que conocemos del pasado, sino que cuando guardemos nuestra ropa al finalizar el día, pongamos a un lado también nuestra propia sabiduría y conoci­miento y busquemos un nuevo día y un nuevo amanecer; un nuevo mover de tu Espíritu.

Cuando termina el día y ponemos nuestra cabeza sobre la almohada, lloramos por nues­tros fracasos, porque no hemos sido todo lo que debimos ser y te buscamos a Ti oh Dios en el nuevo amanecer.

Que venga un nuevo mover del Espíritu Santo, una visitación, para que hagas a un la­do nuestra derrota y nos laves de nuestra debi­lidad y nos perdones por nuestra arrogancia y nuestra presunción.

Señor, que podamos encontrar en Ti un comienzo nuevo, un canto nuevo, una oportu­nidad nueva y que el nuevo día sea más gran­de que el ayer; más grande que cualquier día, cuando toda la Iglesia de Jesucristo sea llena del poder del Espíritu y podamos comer nue­vamente con Jesús lo que él ha pescado en la noche; lo que él ha preparado especialmente para nosotros, porque nosotros no hemos pes­cado nada. Necesitamos tu alimento, oh Dios, no frío ni añejo, sino caliente y fresco, prepa­rado por Ti. Alimenta a tu pueblo Señor; ali­méntalo abundantemente; que sean llenos nuevamente hoy. Oh Señor, que la alegría regrese a Sion, que Dios reine sobre Sion y que tu pueblo sea lleno de alegría. Amén.»

Ministerio en San José, Costa Rica, el 25 de febrero de 1984

Reproducido de la Revista Vino Nuevo vol. 5 nº 8-agosto 1984

El hermano Simpson pasó a la presencia del Señor el 14 de febrero de 2024. Además de sus responsabilidades pastorales y ministerio internacional, fue presidente de la Junta Directiva de New Wine. Dos de sus hijos viven en Mobile, Alabama. Una vive en Costa Rica.