Por Larry Christenson
En estos días he estado experimentando una frescura en mi comprensión y en mi vivencia del Espíritu Santo dentro de mí. Estoy viendo con mayor claridad que sin la presencia del Espíritu en nosotros no hay nada que podamos hacer para agradar a Dios: «los que viven según la carne no pueden agradar a Dios» (Ro. 8: 8). La vida a la que estamos llamados depende absolutamente de nuestra unión con el Espíritu Santo.
Por supuesto, esta verdad es tan básica que muchos asentimos a ella casi automáticamente. Pero lo que Dios está diciéndonos de nuevo es que no es suficiente sólo conocer esa verdad; tenemos que apropiarnos de ella día a día. La dependencia del Espíritu no se basa sobre una creencia intelectual, simplemente. Se requiere la aceptación y la afirmación del habitar del Espíritu dentro de nosotros para que obre en nuestras vidas en los niveles profundos; más profundos que nuestros pensamientos, voluntad y emociones. Aceptar que él está morando en nosotros nos hará confiar en su obra aún cuando no estemos conscientes de ello.
Viviendo con el Guía
En el área de la guianza, por ejemplo, el Espíritu nos imparte, ante todo, algo de Cristo en nuestra naturaleza y carácter. Lo que él hace para guiarnos va más allá de darnos una idea específica de lo que debemos hacer en una situación en particular. El Espíritu opera en nuestro carácter, formando nuestras vidas, y nos hace receptivos a la voluntad de Dios.
Dios guía sólo a aquellos que se lo permiten. Tommy Tyson lo dice así: «La dirección es el resultado de haber estado con el Guía». Cada vez se hace menos un asunto de orar hasta que se oiga de Dios y más que el resultado lógico de una relación. Por esto es que continuamente tenemos que reafirmar la presencia interna de Dios como la característica principal de la vida del pueblo redimido.
Hace poco estaba dando una charla a un grupo de ministros laicos y sin haberlo pensado de antemano, les decía que la idea fija que tenemos de un cristiano es de alguien que antes era egoísta u orgulloso y que ahora está más cerca de la imagen de Cristo. Sin embargo, la esencia del cambio no es que yo, como individuo, obtenga una naturaleza nueva. La esencia de la transformación está en mi unión con el Señor en una relación. No es tanto que, de un «tipo malo» llegue a convertirme en un «buen sujeto», sino que, de un «gusano» me convierto en un «desposado». Nuestra relación con Cristo es matrimonial y eso es lo que influencia todo lo que hacemos.
La vida se desenvuelve partiendo de nuestra relación con Cristo por medio del Espíritu. Es una vida que Dios inicia. Dios dirige y Dios faculta. Es imposible vivir como Cristo dice aparte de una dependencia consciente del Espíritu. Dependencia consciente no quiere decir introspección mórbida. Significa que, de una manera regular, en nuestras oraciones diarias y también a través del día, nos detengamos para esperar en el Espíritu y para ver lo que él quiere. Esta forma de conciencia debe convertirse cada vez más en un sexto sentido.
Carne o Espíritu
Muchas personas experimentan la realidad de Dios y hacen un compromiso con él, pero Pablo dice que «viven según la carne» y no «según el Espíritu». El Espíritu no nos puede dirigir si la «carne», es decir, nuestra naturaleza carnal, es la que nos gobierna. Tenemos que saber que no le debemos nada a nuestra naturaleza carnal (vea Ro. 8:12). Debemos dominar sus intentos por medio del Espíritu, cuando se levante y quiera la atención y el mando.
Personalmente, he tenido que hacer esto en un área particular de mi vida. Cuando estaba en la universidad me gustaba el reto intelectual del argumento y el debate. El objetivo en un debate es demoler al oponente con argumentos. Nada proporciona mayor placer en un argumento que producir la batida perfecta de la que no se logre recobrar la otra persona. Debido a este trasfondo, generalmente asumo una actitud agresiva en las discusiones. Cuando surgen los desacuerdos y percibo un punto vulnerable en la posición de la otra persona, mi tendencia natural es atacar. La «carne» quiere lanzar el dardo fatal hacia el punto débil.
En ese momento tengo que estar consciente del deseo del Espíritu para no tomar el dardo. Tengo la elección de dejar pasar la oportunidad para no lanzarme contra la otra persona. Aun cuando él se lo haya buscado, y esté equivocado en lo que diga, debo dejar pasar la oportunidad de atacarlo con el objeto de destruirlo. Esa decisión hará posible que pueda ser dirigido por el Espíritu en el resto de lo que diga, porque estoy percibiendo, no a un patrón viejo de mi naturaleza carnal, sino a la Palabra de Dios y a la dirección del Espíritu. «Si por el Espíritu hacéis morir las obras de la carne, viviréis. Porque todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios» (Ro. 8: 13-14).
Por supuesto que no podemos hacer una regla de este enfoque. El instante en que hago la regla: «nunca jamás pondré a otra persona contra la pared en un debate», he regresado a ponerme bajo la ley. Hay situaciones en las que el Espíritu pudiera decir: «A este individuo hay que confrontarlo». En muchos casos, el impulso natural los hace esquivar la confrontación. Entonces el Espíritu requerirá que ese impulso sea puesto a muerte. Andar por el Espíritu nunca es rutinario. Es completamente opuesto a estar bajo la ley.
Nuestra meta en cada situación es la de ser el instrumento de Dios para que él haga soberanamente lo que quiere. Es salir de la independencia a la obediencia implícita e instantánea. Si ando por el Espíritu mi vida y acciones reflejarán mi unión con Dios.
Algunos obstáculos
La carne pone obstáculos en el camino cuando queremos andar por el Espíritu de Dios. Uno de ellos, que no siempre es reconocible, es la tentación de hacer o decir lo «aceptable» o lo esperado. En ocasiones el Espíritu nos pedirá que hagamos lo inaceptable o lo que nosotros creemos que es inaceptable para otros. Es fácil atarse a una idea de lo que creemos que otros aceptan en vez de seguir la dirección del Espíritu.
Otro obstáculo son los apetitos de la naturaleza carnal: no sólo los sensuales, también los intelectuales. La Biblia habla de los que tienen una «mente carnal» (Col. 2:18). La idea de que con la mente natural se puede entender e intervenir en la verdad espiritual es una presunción que impide la obra del Espíritu en uno. La noción de la mente, al creerse capaz de entender la verdad divina, es muy difícil de eliminar.
Necesitamos una dependencia infantil del Espíritu especialmente en las cosas que sabemos hacer bien. El éxito y las habilidades son realmente un obstáculo para la obra del Espíritu en nuestras vidas. Cuando no estamos seguros de poder hacer algo, fácilmente pedimos la ayuda de Dios. Pero es en las cosas que hacemos bien, cuando debemos darnos cuenta de nuestra necesidad del Espíritu Santo. Al depender de nuestra habilidad, o de nuestras acciones en el pasado, o de la experiencia que tenemos, el Espíritu no entra en función. Esto no significa que Dios no pueda usar nuestras habilidades: pero cada vez que estemos ante una situación en la que tengamos experiencia o hayamos tenido éxito, tenemos que devolvernos al comienzo y decir: «Dios si tú no estás en esto, el resultado no tendrá valor».
Este es un principio que traté de mantener presente cuando estábamos criando a nuestros hijos. Por ejemplo, cuando era necesario disciplinarlos decía: «Bueno, Dios, puedo entrar y darles una buena zurra. Pero no tendrá un valor duradero si tú no tocas sus vidas». No tenemos que dejar el conocimiento, las habilidades o el entrenamiento, sino que éstos deben ser ejercidos bajo una dependencia consciente del Espíritu de Dios.
Conformados a su imagen
La necesidad fundamental en nuestras vidas de hacer todo en participación con el Señor, no borra nuestras personalidades, sino significa que sabemos quién es el que nos está dirigiendo. Es algo semejante a lo que vemos en una relación matrimonial. La esposa se desenvuelve en la familia, usando sus capacidades y entrenamiento, pero trata de hacerlo independientemente de su esposo. Nuestra dependencia del Espíritu es parecida y Dios quiere que esta penetración sea total. Que se convierta en una realidad las veinticuatro horas del día.
Hace poco volví a leer el libro de Andrew Murray, El Espíritu de Cristo. Este libro es sumamente útil para enseñarnos la necesidad que tenemos de depender absolutamente del Espíritu. Si quisiera resumir el libro entero en una frase, lo haría así: «En cada una y en toda circunstancia debemos reconocer y depender del poder y obra del Espíritu Santo».
El gran enemigo de Dios es la carne que quiere tomar las riendas y operar independientemente. El interés central del Espíritu de Dios es conformarnos a la imagen de Cristo, y continuamente toma las iniciativas que producen un resultado práctico. El nos prueba y nos reta en áreas de nuestras vidas que necesitan ser conformadas a la imagen de Cristo y nos provee con oportunidades para escoger dar muerte a las obras de la carne o dejar que el Espíritu nos guíe.
Sus retos no demuestran falta de amor. Son en realidad una expresión de amor. El amor en las Escrituras es descrito consistentemente en términos de lo que el Espíritu Santo hace. Lo que él hace se convierte en la definición de amor.
A veces amar significa tratar con nosotros internamente. Me gusta la definición que del amor da Ern Baxter: «Amar es buscar el bien supremo del ser amado». El bien supremo del ser amado no es necesariamente lo que él percibe como bueno. La expresión del amor del Señor lleva en mente nuestro bien supremo, y eso incluye tanto la disciplina como el sufrimiento. Si aceptamos su amor, el Espíritu nos capacitará para demostrar cada día más la naturaleza de Cristo.
«Amar es buscar el bien supremo del ser amado»
Larry Christenson sirvió como pastor de una iglesia Luterana en San Pedro, California, por más de veinte años. La familia cristiana y La mente renovada son dos de sus libros más conocidos.