Por Lisa Morriss

Un viaje de rutina se convirtió en algo especial

«¡Calle Primera!» anunció el chofer mientras detenía el bus y abría las puertas. Yo estaba haciendo parte de mi tarea, pero la pausa tan larga en la parada me hizo levantar la cabeza casi automáticamente, para ver qué sucedía. Hacía calor adentro y yo estaba cansada e impaciente por llegar a mi casa.

Vi a una anciana subirse con lentitud. «Buenas tardes, Mar­cos», dijo saludando al chofer, quien esperaba pacientemente mientras ella se impulsaba toma­da de la barandilla con sus ma­nos arrugadas. La había visto en varias ocasiones cuando tomaba el bus para ir a mi trabajo y siem­pre saludaba al chofer de la mis­ma manera. Su suave voz endul­zada con un toque de amor maternal parecía fuera de lugar en el ambiente frío e impersonal que había en el resto del bus.

Se adelantó con dificultad por el pasillo, moviéndose de un lado a otro, apoyándose en un asiento tras otro, Se detuvo directamente frente a mí y esperó. Yo me había tomado la libertad de abrir mis libros y papeles en el asiento contiguo porque el bus no iba muy lleno, pero este día en particular la anciana quiso sentarse conmigo. Rápidamente recogí mis pertenencias y las puse en mi regazo para que ella se sentara.

Cuando me hube acomodado, comencé a ponerle más atención. Su pelo canoso apenas dejaba entrever el tono de su color ori­ginal. Pero estaba bien vestida y arreglada con nitidez y pare­cía como si acabara de salir de su peinador. Sus ojos azules se hicieron más pequeños cuando me sonrió.

Más que conversación liviana

«Te he visto en este bus an­tes», dijo ella, «y te ves tan dulce que quise hablarte». Le agradecí el cumplido y le pregunté si iba de compras al centro, porque iba muy bien vestida.

«No», dijo ella. «Ya estoy demasiado vieja para caminar; por eso me subo al bus y doy vueltas y vueltas». Su dedo tor­cido dibujó un círculo en el aire para acentuar lo que decía. «Ese Marcos es un buen mu­chacho, Siempre me permite hacerlo». Yo asentí, con curiosidad por saber el por qué qui­siera dar vueltas en un viejo y bullicioso autobús.

Regresé a mi tarea y ninguna de las dos dijo nada por un rato. El bus chirriaba, se sacudía y sonaba como una matraca, mien­tras la gente entraba y salía. En­tonces dijo ella: «¡Qué día más hermoso!» Con su dedo me llamó la atención, apuntando a tra­vés de la ventana al verde césped y a los árboles que estaban enfrente. Comenzó a hablar del día de tal manera que me hizo apreciar el placer tan sencillo que ella sentía. El que ella toma­ra tiempo para disfrutar del día era un contraste con el ambiente del bus y con mis propios apresurados esfuerzos de tratar de terminar mi tarea antes de llegar a mi parada.

Yo tenía el presentimiento de que sus palabras iban más allá de la conversación liviana; más bien parecían expresiones de la profundidad que ella había ad­quirido a través de los largos años de su vida. Tuve la impresión de que la razón por la que ella valoraba tanto cada día era por­que sabía que ese podría ser su último. Sentí vergüenza por ha­ber tomado a la ligera todos esos pequeños placeres que ella había aprendido a saborear.

¿Sería esa la razón por la que ella se había sentado conmigo? ¿Habría notado ella lo enredada que estaba con mi trabajo y mis estudios que no había to­mado el tiempo para notar lo que estaba pasando alrededor, de es­tarme quieta y conocer que él es Dios?

Aquí por una razón

«No sé por qué estoy aquí todavía», le decía a otra mujer mayor al otro lado del pasillo. «Tal vez es para orar por las personas», Yo le dije que eso era muy necesario, pero lo que quería decirle era que el Señor la había puesto ese día en el bus por una razón muy especial: para hablarme a mí.

Sin embargo, me di cuenta de que el bus se había detenido en mi parada. Con una conmoción de libros y papeles, le dije adiós y me dirigí hacia la puerta. «¡Dios te brinde su amor!», dijo ella mientras me bajaba.

Sus palabras fueron como un viento fresco, pensé, mientras vi como el bus continuaba su ruta. Esa ancianita se acicaló toda esta mañana sólo para dar una vuelta en ese destartalado bus. Ese viaje que yo había visto como una prueba que so­portar, ella lo había tomado como un privilegio que disfrutar.

Determiné en m i corazón que al día siguiente compartiría con ella lo que su conversación había significado para mí. Planee cuidadosamente la manera de animarla para que siguiera compartiendo con otros la pers­pectiva que Dios le había dado a través de los años.

Pero nunca me imaginé que ya no la volvería a ver más. Por­que ni el día siguiente, ni ninguno después, la bondadosa ancianita apareció.

Reproducido de la Revista Vino Nuevo vol. 5-nº 11- octubre 1985