Por el Dr. Abel J. Panotto

«No os unáis en yugo desigual con los incré­dulos; porque ¿qué compañerismo tiene la justicia con la injusticia? ¿Y qué comunión la luz con las tinieblas?» (2 Cor. 6: 14).

Mucho se ha discutido sobre el tema de jun­tarse o no con los no creyentes y las prácticas que debemos o no desarrollar con ellos. Se dan las más variadas posiciones en uno y en otro sentido. Por cierto, que estas discusiones no acabarán en igle­sias y familias donde haya distintos temperamen­tos, enfoques y mentalidades, situaciones sociales y, sobre todo, distintas generaciones. Lo importan­te será siempre que prevalezcan la templanza y el amor, en dependencia al Señor y a su Palabra, jun­to con la guía del Espíritu Santo. Así iremos apren­diendo qué espera Dios de cada uno, con amor, para no herir la conciencia de otros hermanos, y ser más tolerantes y pacientes.

Se nos manda también a amarnos unos a otros, a guardar el día del Señor, a ser humildes, gozosos, caritativos, a sostener a los siervos de Dios, a ser llenos del Espíritu Santo, a no ser dados al vino, a alabar al Señor, a celebrar la Cena Conmemorati­va, etc. Se puede discutir el «cómo», el «cuándo», el «cuánto», el «dónde» de estas cosas, pero no si deben hacerse o no. No nos atrevemos a plantear siquiera, el estricto cumplimiento del mandamien­to en este tema pues está claro en la Palabra de Dios. Creo que cuestionarlo es una de las tantas sutilezas de Satanás para este tiempo en su inten­to de hacer tambalear a fieles creyentes. Me refiero concretamente a: l. Casarse; 2. hacer sociedades comerciales como medio de vida con quienes de­cididamente no son del Señor; y 3. ser miembros de logias que, aunque nos parezcan infrecuentes, no dejan de ser importantes.

La figura del yugo

El principio está asentado en forma termi­nante: «No os unáis en yugo desigual con los incrédulos.»

Pensemos para qué sirve un yugo. Un primer objetivo es lograr una unión indisoluble de las par­tes, haciéndolas casi una unidad. Ninguno de los bueyes puede apartarse de la línea y hacer algo individualmente. Con esto se logra un segundo efec­to: el máximo rendimiento (aprovechamiento) de las fuerzas (virtudes) de cada uno, pues cada buey está obligado por el yugo a sumar sus fuerzas a las del otro, y juntos alcanzar el objetivo final: un cam­po perfectamente arado que luego será sembrado.

Imaginemos una yunta de bueyes unidos a un yugo, con una gran diferencia de tamaño o condi­ciones; o un buey con un asno, lo cual estaba pro­hibido por Dios para los judíos (ver Deut. 22:10). Habría tropezones, desvíos, irritaciones, cansancio fácil y hasta posibles accidentes con erradicación de alguno de los animales.

La idea del yugo es la de una firme unión de esfuerzos y voluntades donde cada una de las par­tes carece del derecho de ejercerlas a su antojo, sino en función permanente del otro; donde no puede haber una gran diferencia de condiciones de las partes y donde el objetivo es claramente uno solo.

Justamente, la dificultad para la unión entre un creyente y un inconverso estriba en esas dos grandes diferencias. Diferencia total de naturale­zas: caída una y regenerada la otra; y diferencia total de objetivos: satisfacción propia y la gloria de Dios.

Las dos caras de la moneda

Hay muchos pasajes que nos hablan de rela­cionarnos con la gente para llevarles nuestro tes­timonio. Mateo, por ejemplo, en su Evangelio, capítulo 9 vs. 9 al 13, relata su llamamiento y có­mo Jesús se sentó a festejar comiendo y bebiendo con toda clase de personas tal vez de las más bajas costumbres. Sabemos en este caso, como en otros, que nuestro Señor no rehuyó compartir un festejo o una comida con pecadores basándose en el prin­cipio del apartamiento, y fundamentó su actitud diciendo que debía ir donde estaban los necesitados: «Los sanos no tienen necesidad de médico, sino los enfermos» (v. 12).

Además, aseguró que esta actividad agradaba verdaderamente a Dios y no las prácticas religiosas sin amor: » … aprended lo que significa: Misericordia quiero, y no sacrifi­cio. Porque no he venido a llamar a justos, sino a pecadores, al arrepentimiento» (v. 13).

El conocido capítulo 17 de San Juan refiere la oración intercesora de Jesús por nosotros sus dis­cípulos, y allí queda bien sentado que, aunque no somos del mundo, estamos en él. Jesús pide que no seamos quitados del mundo ya que él nos envía con la misión idéntica a la que él mismo vino al mundo. Sí pide que seamos guardados del mal.

Jesús dijo en Mateo 5: 13-15 que somos sal y luz del mundo. No hay nada más obvio que debe­mos relacionarnos con el mundo, actuar, trabajar y vivir entre las gentes.

1 Corintios 5:9-11 trata con quienes diciéndo­se creyentes, viven en flagrante inmoralidad: «con el tal ni aun comáis» (v. 11). Pero Pablo aclara que esta actitud no significa apartarnos de los pe­cadores del mundo; con ellos debemos relacionar­nos naturalmente, de lo contrario «os sería nece­sario salir del mundo» (v. 10).

Cualquier actividad cultural, laboral o social en la que participemos. nos une con los no cre­yentes en un mancomunado esfuerzo para llevar algo adelante. Vivimos con ellos en el mundo, te­nemos intereses humanos comunes, usamos las rutas que los hombres construyen, mandamos a nuestros hijos a las escuelas y hacemos uso de las leyes civiles.

Teniendo en cuenta todo esto y las enseñanzas bíblicas, creo que debemos participar con nues­tros prójimos en todo cuanto nos sea posible, aun aparte de nuestras normales actividades laborales, para llevar la luz y la sal de Cristo al mundo. Mu­chas son las cosas que podemos hacer juntos con los que no son creyentes, que no comprometen sustancialmente nuestra vida en Cristo.

La otra cara de la moneda es que hay pasajes que equilibran esto, y que nos hablan de nuestra santidad y consagración, las cuales tenemos que cuidar con sabio temor.

1 Corintios 2: 6-16 dice que hemos recibido la «mente de Cristo» y que podemos discernir lo que es del Señor. Hay muchas cosas que al mundo le parecen normales, pero nosotros sabemos que el Señor no las aprueba.

Mateo 6:24 nos dice que «no podemos servir a dos señores». Y Santiago, con el tono fuerte que caracteriza su carta, dice en el capítulo cuatro, versículo 4, que quien hace amistad con el mundo, ¡es un alma adúltera! y se constituye automática­mente en un enemigo de Dios.

Colosenses 4:5 y 6 dice: «andad sabiamente con los de afuera» y que nuestras palabras y nues­tro tiempo en relación a ellos sean justamente administrados.

Dos clases de relaciones

Está claro entonces, que nuestra relación con los no creyentes no debe ser la retracción absolu­ta, sino la regulada por la sabiduría de Dios. ¿Por qué entonces, sostener la abstinencia absoluta con los no creyentes en las tres relaciones en cuestión: el matrimonio, las sociedades económicas y las logias? ¿Existe una sustancial diferencia entre es­tas tres cosas y cualquier otro tipo de relación? ¡Sí!, lo afirmo categóricamente. La diferencia es que, en cualquier otra relación humana común, la situación del creyente puede ser más o menos comprometida, pero siempre es temporal y regulable. Es decir, el creyente puede dosifi­car su participación, metiéndose más o apartándo­se un poco o del todo, sin dejar que su fidelidad al Señor sea violada y sin permitir que lo aten a un terrible y desigual yugo. El puede luchar en con­tra de algo injusto o impuro y si no logra nada pue­de plantarse y decir «amigos, hasta aquí llego yo.»

losé y Daniel no fueron ni misioneros, ni pas­tores, ni siquiera tuvieron un trabajo relacionado en forma directa con lo que podríamos llamar la obra del Señor. Ambos fueron simples, pero va­lientes y fieles a lo sumo, hijos de Dios; totalmen­te comprometidos con los problemas políticos, sociales y económicos de su momento. Ninguno de los dos contó con un clima de creyentes que lo apoyaran en su labor y con los cuales trazar pla­nes que estuvieran enmarcados en los principios divinos. Tuvieron que manejarse entre hombres perversos, ambiciosamente desmedidos, política­mente corrompidos, aduladores, cobardes, sangui­narios y reyes que se creían dioses. Sin embargo, ninguno de los dos se comprometió a tal punto de quebrantar su fidelidad a Dios, aunque ambos al­canzaron el máximo puesto político después del rey, a pesar de ser extranjeros.

Las logias

El problema de las logias es el voto con que sus miembros quedan comprometidos en un área de sus vidas, que puede ser mayor o menor según los objetivos de la logia. No interesa la calidad de los objetivos ni el grado de compromiso. Dentro del marco del principio bíblico que estamos tra­tando, el cristiano debe abstenerse en absoluto a unirse por voto a un yugo desigual, fuera del Cuerpo de Cristo.

Sociedades económicas como medio de vida

No puedo ser hoy socio, mañana no y pasado volver a serlo. No puedo cambiar de sociedad, ca­da dos por tres, buscando los socios adecuados que me permitan una actividad comercial o profe­sional sin salirme en lo más mínimo de las leyes de mi Patrón, de mi Dios. Es totalmente impracti­cable. Y esto es imposible, además, porque no pue­de haber armonía entre … un creyente y un incré­dulo. No puede haber nada en común entre el templo de Dios y los ídolos (ver 2 Cor. 6:15-16). Habrá un planteamiento permanente de fidelida­des que me será imposible sortear sin fallarle a Dios o a mi socio. En síntesis, un yugo desigual.

Tampoco podemos argumentar que baste cum­plir bien mi parte, no percibiendo ganancias des­honestas, ni estafando o mintiendo, etc., pues desde que mis ganancias son en común, no quedo excluido en absoluto de todas las actitudes comer­ciales, administrativas o profesionales de mis socios.

Por supuesto que en cualquiera de nuestras ocupaciones nos relacionamos con todo el mun­do, y podemos estar involucrados en distintas em­presas, pero en el momento en que me uno en sociedad económica, cuando hay unión de capitales en dinero o profesiones para ganancia común, quebranto el principio divino.

Entiendo que hay una gran diferencia entre ser empleado de una industria, o tal vez Jefe de Planta o aun formar parte del Directorio, donde todos sean inconversos a pasar a ser dueño de esa empresa en sociedad con inconversos.

Hay una gran diferencia entre ser un ingeniero creyente que forma parte de un equipo que va a planificar el encause de un río o una nueva urba­nización a que ese mismo equipo sea una sociedad empresarial con ganancias en común.

En el momento que formo una sociedad con no creyentes, hago una unión que no es temporal, ni regulable, en algo tan importante en mi vida de cristiano como lo es el recurso económico.

El Matrimonio

A muchos jóvenes cristianos les es difícil acep­tar que no pueden llegar a casarse con un mucha­cho o una chica que sean inconversos. La esperan­za más común es que el candidato o la candidata haya mostrado una respuesta positiva al Evangelio y haya prometido convertirse. En otros casos, la parte creyente se conforma con la promesa que podrá seguir libremente con su vida cristiana, sólo que no debe importunar a su cónyuge para que se convierta.

Conozco sólo dos casos que resultaron bien, pues hubo en ambos una vuelta al Señor. Pero contra estos dos casos, he podido ver infinidad de malos resultados de casamientos en las condicio­nes señaladas. En la absoluta mayoría, son mujeres creyentes que viven lamentando permanentemente su error y rogando por la conversión de sus mari­dos. sin que ello se concrete y sin que ellas mismas vivan plenamente el gozo de su Salvador. Otras son amenazadas por sus esposos si asisten a los cultos o si se relacionan con creyentes. En algunos casos, terminan apartándose de toda relación con Cristo y su Cuerpo.

Tal vez a muchos jóvenes en las iglesias se les ha dicho solamente que no deben casarse con quien no sea creyente, sólo porque es prohibido por Dios, pero no se les ha ilustrado profundamente sobre los fundamentos y las leyes inexorables que los afectan. Desconocen que no es un mandato ca­prichoso del Señor, ni una idea separatista de los viejos recalcitrantes.

También tienen el mal ejemplo de tantos ma­trimonios creyentes que se llevan peor que el de muchos inconversos, haciendo que los jóvenes piensen que no hay diferencia radical en formar matrimonio en el Señor o fuera de él.

El matrimonio es la unión humana más fuerte y perdurable que pueda existir. Claro que el peca­do ha logrado cambiar este concepto. El divorcio, y lo que es peor, el casarse de nuevo, es algo co­mún y corriente en nuestros días. ¡En muchos ca­sos no se considera como una lamentable salida, sino como una «valiente decisión»! Este «aliviana­miento» en el concepto de la solidez del matrimo­nio, ejerce también una nefasta influencia sobre muchos jóvenes cristianos.

El matrimonio para el cristiano va más allá del amor, la comprensión, la fidelidad y la aceptación mutua. El creyente tiene ya otra fidelidad, otra unión y otro amor que son anteriores a su matri­monio y este no debe interferir sino acomodarse armónicamente. Tiene además, una naturaleza dis­tinta que crea una incompatibilidad para casarse con cualquiera que no la tenga.

1 Corintios 7 habla de algunos problemas ma­trimoniales. El apóstol toca el caso en que uno de los cónyuges conoce al Señor después de su unión matrimonial. En los versículos 20 y 24 dice que cada uno quede en el estado en que fue llamado, tratando de brillar para Jesús y de ser de bendición y salvación para el otro (v. 16 j. Pero aún dentro de este contexto de argumentación de quedarse en la situación en que fuimos llamados al Señor, se plantea la posibilidad de salir de esa condición (vs. 15-21). En el caso de la esclavitud, donde la autodeterminación está abolida o en el vínculo matrimonial donde está compartida, se da la posi­bilidad de salirse de ella en determinadas circuns­tancias: en el caso de intolerancia absoluta de la fe por parte del otro, «pues no está el hermano o la hermana sujeto a servidumbre en semejante caso» (v. 15).

No me siento animado, ni es el propósito aquí, tratar la teología de la separación matrimonial para los creyentes, pero algo podemos concluir: que si dentro de todo el contexto bíblico de la solidez e indisolubilidad del matrimonio, se llega de alguna forma a admitir la separación, ¡cuando no se está unido en Cristo, con cuánto mayor peso de razón se debe evitar llegar a esa unión desigual!

Conclusión

Lo que he escrito es el resultado de mi búsque­da personal en Dios, en la Biblia y en la experien­cia sobre el tema. Pienso que puede servirle de base para su propio estudio. Cada día que pasa, las actividades comerciales, profesionales y de to­da índole, se proyectan más y más al corporativis­mo y esto significa que los creyentes en esas esfe­ras nos vemos necesitados de realizar transaccio­nes o asociaciones que a nuestros hermanos de décadas anteriores ni se les ocurrió hacer. No me quejo de ello: al contrario, es una característica del mundo actual. El Señor nos tiene a sus hijos, estratégicamente repartidos en todos los niveles de la sociedad para llevar adelante sus propósitos. La importancia de analizar estas cosas es obvia, ya que nuestra actividad no debe resultar ni neutralizada ni desvirtuada.

Estemos seguros de lo que creemos y seamos consecuentes en nuestras actitudes con nuestra fe: «¿Tienes tu fe? Tenla para contigo delante de Dios. Bienaventurado el que no se condena a sí mismo en lo que aprueba … Todo lo que no proviene de fe es pecado»(Rom.14:22-23).

Separados del cuerpo

Tomado del libro Bocadillos para el alma, de Rodolfo Loyola

Mi esposa me apretó el bra­zo con un gesto de horror. Frente a nosotros, un hombre joven, bien parecido, mostra­ba a un grupo de curiosos el brazo derecho que había per­dido haciendo revolución en las montañas.

Pidió que le dieran el brazo amputado, lo disecó, y ahora lo usaba mostrándolo para pe­dir ayuda económica.

Aquel brazo separado del cuerpo, con la piel pegada al hueso, las uñas largas y grises y los vellos casi verticales, causa­ba escalofríos a todo el mundo.

Cada cristiano es miembro del cuerpo de Cristo, y miem­bros los unos de los otros: pe­ro ¡qué feo es un miembro se­parado del cuerpo! Un miem­bro que no recibe órdenes de la cabeza que es Cristo; un miembro por el cual no circula la sangre de la comunión es un miembro sin vida.

Si somos un cabello o una uña. llenaremos nuestro come­tido unidos al cuerpo.

«Vosotros, pues, sois el cuerpo de Cristo y miembros cada uno en particular» l Co­rintios 12:27.

El doctor Abel J. Panotto es un médico argentino. Este articulo inédito es ofrecido como una contribución para Vino Nuevo, lo publicamos con nuestro agradecimiento.

Reproducido de la Revista Vino Nuevo vol. 5-nº 7- junio 1984