Por Bruce Longstreth

Es estimulante ver todo lo que Dios está ha­ciendo en nuestros días. Tal vez debí decir antes, que casi todo el tiempo nuestro mi entusiasmo y exuberancia por lo que veo venir. Pero también debo admitir que esa esperanza va más allá de mi capacidad de ver y de anticipar el futuro. Este entusiasmo, que no tiene razones obvias de ser, lo atribuyo a la naturaleza misma del Espíritu Santo que reside en nosotros.

Muy profundo en nuestros corazones, el Es­píritu Santo nos está inquietando en relación con el día en que vivimos. Este sentimiento está fuera de proporción con cualquier cosa que veamos al­rededor y que nos diera esperanza. Servimos a un Dios que ha dicho en su palabra; que él «es po­deroso para hacer todas las cosas mucho más abundantemente de lo que pedimos o entende­mos, según el poder que actúa en nosotros» (Ef. 3:20). El poder es la vida resucitada de Jesús. Aunque no sepamos la razón de nuestro entusias­mo, sabemos que es Dios quien nos llena de espe­ranza por lo que él va a hacer. Somos lo que Za­carías llama «prisioneros de esperanza» (Zac. 9:12). Estamos encerrados en una expectativa inexplicable que nos alienta en anticipación a la acción de Dios sobre la tierra.

Muchos, inclusive los cristianos, que ven al mundo en que vivimos y a todos los fracasos de la humanidad a través de la historia, se inclinan a la desesperación. Pero Dios no ha puesto desespera­ción sino esperanza en nuestros corazones. Aun­que vemos desintegrarse todo lo que está alrede­dor, nuestra esperanza no se fundamenta en lo que vemos, sino en la confianza que Dios ha es­condido en nuestros corazones. Esta esperanza es la motivadora del entusiasmo en una época de desesperación. Estamos ligados, no a la desespe­ranza, sino a quien las Escrituras llaman «el Dios de esperanza» (Rom. 15:13).

¿Sabía Ud. que, en cuanto a Dios se refiere, jamás hubo un período en la historia que se lla­mara Oscurantismo? Jamás hubo un punto en el tiempo en el que Dios desesperara por la conti­nuación de su plan. Isaías dice que «lo dilatado de su imperio y la paz no tendrán límites» (Is. 9 :7). En otras palabras, Dios nunca se preocupó por la perpetuidad del gobierno de su Hijo. His­tóricamente, pudo haber parecido que las cosas no andaban bien para el Reino, pero internamen­te, el gobierno de Dios ha estado creciendo y mo­viéndose continuamente hacia la esperanza de la gloria.

Un pueblo que no se puede contener

La dilatación del gobierno de Cristo y su paz suceden no sólo en un nivel histórico, sino también en uno personal. Cuando proclamo a Jesu­cristo como mi Señor y Salvador, comienzo a mo­verme en lo dilatado de su imperio y de su paz sin límites. He sido capturado por la esperanza de una gloria eterna.

Esa esperanza es parte de la vida cristiana nor­mal. Sin embargo, en los cristianos hay «tonos» variantes de esa esperanza, y algunos parecieran no conocer a ese «Dios de toda esperanza». La­mentablemente, la experiencia de la salvación que muchos tienen, es que cuando se hacen cristianos, Dios los guarda en una caja y la sella, para que na­da malo pueda entrar, ni ellos puedan salirse.

Cuando el Espíritu Santo logra introducirse en sus cajas, se entusiasman dentro de ellas, se al­borotan y hacen mucha bulla. Pero se quedan adentro esperando que algún día los ángeles ven­gan para levantarlos en sus cajas y llevarlos a la glo­ria. Creo que Dios desea tener un pueblo que no pueda ser encajonado, que esté tan lleno de espe­ranza en el Señor y tan envuelto en su obra que su única preocupación sea que no se hagan daño ni a los que están cerca, con tanta alegría y entusias­mo.

Justificación

¿Cuáles son las verdades que nos dan esta cla­se de esperanza? Pablo escribió a los romanos al­go que nos da una buena razón para tener espe­ranza en nuestra vida con el Señor. El capítulo cinco de ese libro es una descripción resumida de la salvación. Pablo comienza de la siguiente ma­nera:

Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Je­sucristo; por quien también tenemos entrada por la fe a esta gracia en la cual estamos fir­mes, y nos gloriamos en la esperanza de la glo­ria de Dios (Rom. 5: 1-2).

El pasaje habla primordialmente de la justifi­cación. ¿Qué significa ser justificado? Significa que Dios ha hecho una declaración positiva de no­sotros. Cuando recibimos a Jesucristo como Se­ñor de nuestra vida. Dios declara: «Te pronuncio sin falta delante de mí. Te declaro justo por tu fe en mi Hijo. Eres una persona sana y comple­ta». Dios ve nuestra salvación como un hecho ter­minado. Ve nuestra jornada como finalizada con éxito.

En el preciso momento que recibo a Cristo en mi vida y confieso que él es mi Señor, algo dinámico comienza a sucederme. Comienzo a conver­tirme en lo que Dios ve que soy. El me ha decla­rado sano y completo y cuando hago mi confe­sión por Cristo, comienzo a caminar hacia esa de­claración de Dios. Esa es mi esperanza.

Alguien podría decir que no se siente comple­to, sino todo lo contrario, feo e inservible. Pero si vivimos así, sin un agarradero en lo que Dios ha dicho de nosotros, jamás caminaremos hacia ade­lante. Dejemos de vernos como pobres y perdi­dos pecadores, salvados por gracia que algún día verán su rostro en el más allá y nada más.

Pablo lo dice de esta manera: «No que ya haya alcanzado la meta, pero Dios ha hecho una declaración que me concierne. Necesito la pers­pectiva de Dios. Quiero extenderme hacia el pre­mio de la meta del supremo llamamiento que está en Cristo, y no me consideraré menos de lo que él me ha declarado ser: su hijo, justificado delante de él» Es el comienzo en la esperanza.

Paz para con Dios

Pablo dice también que tenemos paz para con Dios. Dios quiere decirnos que el conflicto ha ter­minado. No tenemos que sentirnos como insectos a punto de ser aplastados por Dios. La guerra de nuestra pecaminosidad ha terminado; Cristo la ga­nó en la cruz. Ahora que él nos ha declarado jus­tos, podemos respirar confiados y disfrutar de to­do lo que él ha provisto para sus hijos.

También tenemos acceso a su gracia. Sólo porque lo ha determinado en su voluntad, no por obras nuestras, Dios ha provisto un lugar para que nos mantengamos firmes en su gracia. Y si esta­mos firmes en su gracia y caminamos en ella, la expresión profética de Isaías se hará una realidad: «su imperio y su paz no tendrán límites».

Si confiamos en su gracia, entraremos en su vi­da divina, y su vida entrará en nosotros y esto nos hará abundar siempre en expectación mientras nos movemos hacia esa experiencia culminante que llamamos la esperanza de la gloria.

Alegría en medio del sufrimiento

Pablo continúa en Romanos y hace una rela­ción entre la esperanza y el sufrimiento:

Y no sólo esto, sino que también nos glo­riamos en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación produce paciencia; y la paciencia, prueba; y la prueba, esperanza. (Rom. 5:34).

La razón por la que nos alegramos en el sufri­miento es porque este es el que forma el carácter de Dios y este a su vez nos da esperanza. Dios permite el sufrimiento porque desea incrementar nuestra anticipación de lo que él quiere hacer. Ha preparado circunstancias para cada uno de noso­tros. Nuestra respuesta al sufrimiento debe ser esta declaración: «Señor, has diseñado todo esto para que haga algo en mí, y por tu gracia me convertiré en la persona que tú declaraste que fuera».

El apóstol Juan lo dice de esta manera: «Ama­dos, ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que hemos de ser; pero sabemos que cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es» (l Jn. 3:2). Ahora preste atención a sus siguientes palabras:

«Todo aquel que tiene esta expectativa se purifi­ca a sí mismo mientras avanza en su jornada hacia esa experiencia culminante» (v.3. paráfrasis del autor). Todo hombre que tiene esta esperanza limpia su vida de todo lo que va en contra de la declaración de Dios.

El amor de Dios

La persona que se goza en el sufrimiento no es un loco ni un fanático, sino alguien que ha  visto un destello de la esperanza de la gloria y se mueve hacia ella. 1980 fue un año indescriptiblemente terrible para mí. Una serie de circunstancias difí­ciles me habían hecho desesperar hasta de mi pro­pia vida. Recuerdo que un día estaba, acostado cerca de un lago en las montañas mirando al cielo. En mi pensamiento le decía al Señor: «se acabó todo. Llévame al cielo para estar con Jesús».

Pero el Espíritu de Dios respondió: «No, gra­cias. No en esa condición. ¿Cómo te verías en el cielo arrastrando los pies, gimiendo y quejándote? No, lo que estoy haciendo es preparándote para ese día».

En medio de esta dura circunstancia que esta­ba formando en mi vida su supremo llamamiento, Dios me dijo en el poder del Espíritu Santo:

«Bruce, te amo». Es como si Pablo hubiera di­cho: «Y la esperanza no avergüenza; porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros cora­zones por el Espíritu Santo que nos fue dado» (Rom. 5 :5). La razón por la que la esperanza no nos avergüenza es porque en el preciso momento cuando parece estar más débil, en medio de la más terrible circunstancia, el amor de Dios irrumpe en nuestras vidas.

Huyendo, huyendo, huyendo

Una de las épocas de menos esperanza en mi vida, fue cuando estaba huyendo del llamamiento de Dios. Siempre supe que había sido llamado a un ministerio, pero me resistía. Aunque me gra­dué de una universidad cristiana con un título en teología pastoral, me fui a trabajar para la compa­ñía de teléfonos. Después colaboré brevemente en una iglesia, pero eventualmente la dejé y me dediqué a la fotografía y después a trabajar en un banco. Seguía huyendo, huyendo, huyendo.

Un día, el jefe me llamó y me dijo: «Bruce, estás despedido». Nunca antes me habían despe­dido de un empleo; siempre me había enorgulleci­do de haber hecho un buen trabajo. Pero ahora que me estaban despidiendo, sentí que estas pala­bras me salían de lo profundo de mi corazón:

«Señor, Ud. no sabe lo que está haciendo, pero el Dios que me ha llamado lo ha destinado a Ud. pa­ra dirigirme de regreso a mis raíces, al propósito de Dios».

Mi esposa, Jan y yo teníamos problemas que nos estaban llevando al divorcio. Cuando llegué a casa, le dije: «Querida, me despidieron del tra­bajo. Tengo que irme a las montañas para bus­car a Dios». Y así lo hice.

Me metí en los bosques de la costa de Califor­nia, solo y en medio de árboles y miles y miles de kilómetros cuadrados. Corrí por las colinas y cla­mé a Dios. Finalmente, después de tres días, caí al suelo rendido. Entonces tuve la impresión bien fuerte que Dios me estaba viendo y me pregunta­ba: «¿Acabaste ya?»

«Sí, Señor; estoy acabado».

«Bruce, te amo».

«¿Tú qué?»

«Te amo».

Mi esperanza no me había avergonzado. Se había debilitado hasta casi apagarse, pero una vez más Dios me había llevado hasta él repitiendo su declaración de amor y su llamamiento.

Me puse en pie y exclamé: «Gracias, Señor; ahora ¿qué quieres que haga?» El respondió:

«Quiero que prediques». Y lo hice. Me fui a Dixon, California y de allí viajaba mil kilómetros a la semana para asistir a un seminario, para cum­plir con el propósito de Dios. Hubo otras ocasio­nes cuando la esperanza pareció extinguirse, como cuando Dios nos dio una niña y murió dos días después de nacer. Pero la esperanza no murió.

También como cuando era pastor de los jóve­nes de una congregación en Chico, California. Un día que salimos a esquiar en un bus lleno de mu­chachos, tuvimos un terrible accidente y cuatro de los muchachos murieron. Tuve que sacar sus cuerpos del autobús, pero la esperanza no murió.

Todo este tiempo el Dios soberano había mantenido viva la esperanza mientras permanecía firme en su gracia. Hoy puedo decir sin lugar a dudas, que, de lo dilatado de su paz, de su gobier­no, de su señorío, de mi expectativa, de mi espe­ranza, no ha habido límite. Ha ido en aumento desde el día que Dios me dijo: «Te amo».

Justo a tiempo

Cuando más necesitaba esperanza, Dios me la dio. Pablo dice: «Justo a tiempo, cuando todavía estábamos sin poder, Cristo murió por el impío». ¿Cuándo murió Cristo por nosotros? Justo a tiempo. ¿Cuándo nos llamó a su propósito santo? Justo a tiempo. En nuestra condición débil, en nuestra desgracia, en nuestra suciedad y pecami­nosidad, Dios dijo: «Te amo». Y desde ese día hasta este, lo dilatado de su imperio y de la esperanza no han tenido límites.  

Estoy convencido de que la esperanza es la clave para alcanzar a esta generación. Pedro escribe a la Iglesia: «Estad siempre preparados para dar razón de la esperanza que hay en vosotros cuando se os demande» (1 Pedro 3:15). Cuando alguien pre­gunte: «¿Por qué estás tan esperanzado?» Debié­ramos de responder: «Permíteme contarte sobre el Rey de mi vida, sobre Jesús, el Hijo de Dios.  Permíteme contarte del desarrollo de su gobierno y de su paz en mi vida. Quiero contarte de la ale­gría y de la esperanza sin límites que tengo, por medio de Jesús, en el poder del Espíritu Santo», Cuando alguien venga a decirnos que están acabados, podemos decirle que justo a tiempo, Cristo murió por los que habían llegado a su fin. La cla­ve para un evangelismo efectivo es un pueblo lle­no de esperanza.

El alentador

Dios quiere a un pueblo que rebose de alegría y de expectación por lo que Dios está a punto de hacer, pero que sólo puede suceder por medio del poder del Espíritu Santo que nos ha sido dado (Rom. 5 :5). Pudiera ser que hayamos creído en el poder del Espíritu sólo para hacer maravillas, milagros y señales sobrenaturales. Sin embargo, creo que una de las señales más poderosas del Es­píritu Santo en esta generación es un hombre o una mujer rebosando de esperanza.

Ruego a Dios para que el depósito divino que Dios puso en cada uno de nosotros; por el destino con el que Dios nos diseñó desde antes de la fun­dación del mundo; por la herencia que recibimos el mismo día que creímos; para que sea de tal ma­nera provocado que el único peligro que tengamos sea que el entusiasmo nos eleve más allá del pro­pósito de Dios. Me gustaría ver a un pueblo capaz de saltar las puertas del cielo, sin tener que espe­rar para que San Pedro les abra. Más bien tenga que correr detrás de ellos por el cielo para tomar su nombre, rango y número de serie.

No debemos detenernos donde estemos. No debemos permitir que nos encajonen. Debemos seguir adelante hacia el supremo llamamiento que está en Jesucristo, hacia su declaración de lo que él ha dicho que somos. Ruego a Dios por todos nosotros, para que el Dios de toda esperanza nos de alegría y paz en nuestra confianza plena de él, y que rebosemos de esperanza por el poder del Es­píritu Santo hasta que lo veamos a él, quien es LA ESPERANZA DE LA GLORIA.

Bruce es graduado de una universidad cristiana y egresado del Seminario Golden Gate, en Mill Valey, California.

Reproducido de la Revista Vino Nuevo vol. 5-nº 8 agosto 1984