Por Francis A. Schaeffer

Francis Schaeffer, es un renombrado escritor, conferencista, filósofo y teólogo cristiano. Es considerado como uno de los pensadores evangé­licos más prominentes de nuestros días. El y su esposa Edith son los fundadores y directores residentes de L ‘Abri, una comunidad cristiana en los Alpes suizos.

Primera parte

Con este capítulo empezamos nuestra reflexión con el planteamiento de la «auténtica espirituali­dad» en relación con mi separación de mí mismo, que es una consecuencia de la caída y consecuen­cia del pecado. Debemos poner todo esto en su debido orden. No lo debemos invertir. El pecado produce la esclavitud y sus consecuencias. El pe­cado es causa de la esclavitud y no viceversa. Así pues, la comprensión de la liberación de las atadu­ras del pecado y el actuar de acuerdo con la mis­ma, debe verse como algo básico y anterior a la consideración de la liberación de las consecuencias de las ataduras del pecado. No podemos tener la respuesta bíblica, las promesas que hace Dios, al cristiano con respecto a la liberación de las con­secuencias de las ataduras del pecado en la vida actual, mientras no se cumplan dos cosas: primera, que somos verdaderos cristianos; y segunda, que estamos obrando en conformidad con la enseñan­za bíblica en lo que se refiere a la liberación de las ataduras del pecado. Es por eso, que los siete pri­meros capítulos de este libro, deben ser la base de lo que ahora vamos a considerar.

Cualquier significado se convierte en un truco sicológico, en una ilusión cruel, a menos que ciertas cosas sean verdaderas, objetivamente verdade­ras o verdades proposicionales, para emplear ter­minología del siglo XX. ¿Cuáles son esos hechos que deben ser objetivamente verdaderos?

El primero de ellos es la realidad objetiva de un punto de vista sobrenatural del universo, y la rea­lidad de la salvación en el sentido bíblico. Sin ellas, el esfuerzo del hombre moderno por alcanzar y deducir algunas de las bendiciones de la Escritura, vendría a ser algo así como un truco sicológico. Pero tras esta verdad hay otra verdad aún más fundamental, la existencia de un Dios personal e infinito a cuya imagen ha sido creado el hombre. Y como hemos sido creados por El, a su imagen, el concepto de la personalidad humana es real. Es­to está en contraste con todos los conceptos deter­ministas que dicen que somos simplemente un conjunto de condiciones sicológicas o químicas.

La tercera cosa que se ha de entender es la ver­dad acerca del dilema humano. La respuesta bíbli­ca es que el dilema de la raza humana, ese dilema con el que está bregando tanto el hombre del siglo XX, es moral. El problema básico de la raza humana es el pecado y la culpa, una culpa real y moral (no simplemente unos sentimientos culpables) y un pecado real y moral, porque hemos pecado contra un Dios que está allí y un Dios que es santo. Contrariamente a lo sostenido por la neo-ortodoxia y todas las otras teologías modernas, debemos en­tender que el pecado y la culpa son realmente mo­rales. No se deben simplemente a ciertas limitacio­nes metafísicas o sicológicas. El hombre es realmen­te culpable ante el Dios santo que existe y contra el que hemos pecado. Si no es sobre estas bases, la esperanza que da la Escritura con respecto a la li­beración de las ataduras del pecado es sólo una cruel ilusión.

Al llegar aquí, debemos considerar el problema de la liberación de mi conciencia. Existen dos ac­titudes de las que la Palabra de Dios y el estudio de la historia de la Iglesia nos ponen sobre aviso si queremos ahorrarnos malentendidos. La primera, es el perfeccionismo, como se la ha llamado teoló­gicamente. Consiste en la enseñanza de que un cristiano puede ser perfecto en esta vida. Esta vi­sión abarca los dos aspectos siguientes: el primero es la enseñanza, defendida sinceramente por mu­chos, de que en un momento determinado de la vida del hombre se presenta una especie de segunda bendición, después de la cual ya no peca más. Wesley en sus primeros tiempos enseñó esto, pero no así en sus últimos días, pues empezó a ver que no se podía defender de manera coherente. Pero existe otra forma de perfeccionismo, que enseña que podemos ser perfectos en un momento dado. Como ya hemos visto, es verdad que nuestras vidas se viven momento tras momento; este enfoque ha­bla de una total «victoria» moral momento tras momento.

Ahora surge la pregunta de si será posible, en realidad, alcanzar la perfección, ya sea de manera total o bien siquiera por un solo momento. Y yo sugeriría que tal expresión simplemente nos intro­duce en un terreno pantanoso, en el que se inician interminables excursiones que hacen referencia a una idea abstracta de victoria completa, incluso en este «un momento.» La frase que se usa frecuen­temente es la de que podemos vernos libres de «to­do pecado conocido.» Pero mi impresión es la de que, si tenemos en cuenta, en primer lugar, la Pala­bra de Dios, y luego la experiencia humana, debe­mos comprender que existe un problema con la palabra «conocido» y también con la palabra «consciente». El problema para usar ambas o una sola de estas palabras es el hecho que, desde la caí­da, el hombre se ha engañado a sí mismo. Nos en­gañamos a nosotros mismos en lo más profundo de nuestra naturaleza subconsciente e inconsciente.

Mientras más se introduce el Espíritu Santo en mi vida y va profundizando en la misma, tanto más comprendo que existen profundas divisiones en mi naturaleza. La moderna sicología ha tratado todo esto con los términos de inconsciente y sub­consciente, y si bien la filosofía que hay tras la moderna sicología con frecuencia está fundamen­talmente equivocada, sin embargo, está acertada al señalar que somos más de lo que simplemente apa­rece en la superficie. Somos como un iceberg: so­bresale sólo una décima parte mientras las otras nueve partes permanecen ocultas.

Es fácil, pero muy fácil, engañarnos a nosotros mismos, y por eso debemos cuestionar esta palabra «conocido.» Si digo que puedo verme libre de todo pecado «conocido,» debo ciertamente reconocer toda la intención de la pregunta: ¿Qué es lo que conozco? Hasta tanto pueda describir lo que conozco, no puedo seguir preguntando de manera que tenga sentido si puedo verme libre del pecado «cono­cido.» A medida que el Espíritu Santo ha bregado conmigo a lo largo de los años, estoy más y más consciente de las profundidades de mi propia na­turaleza y de las profundidades de las consecuen­cias de la terrible caída en el jardín del Edén. El hombre queda separado de sí mismo.

Ahora bien, debemos comprender también, en el contexto de la Escritura, que desde la caída todo queda bajo la alianza de gracia. La alianza de las obras ha quedado destruida por la elección de­liberada e incondicionada de Adán y Eva. En su lugar, por la gracia de Dios, con las promesas ini­ciadas en Génesis 3: 15, se le hizo inmediatamente al hombre la promesa de la obra del futuro Mesías. Así pues, desde los tiempos de la caída, todo descansa sobre la obra realizada por el Señor Jesucristo en la cruz, no sobre nosotros mismos, ni en nosotros mismos. Por tanto, si se da alguna victoria real en mi vida, no se puede pensar que sea mi vic­toria o mi perfección.

Una tal noción no se adecúa a la descripción de la Escritura del hombre, ni a la manera como trata Dios al hombre tras su pecado. No es mi victoria, es siempre la victoria de Cristo; no es mi obra de santidad, se trata siempre de la obra de Cristo y de la santidad de Cristo. Cuando empiezo a creer y fomento en mí mismo la idea de mi victoria, no se da en realidad ninguna victo­ria verdadera. En la medida en que pienso en mi santificación, no existe una santificación real, sino que siempre debo verlo todo ello como propio de Jesucristo.

Realmente, sólo cuando conscientemente pone­mos todas las victorias a sus pies y las mantenemos allí cuando pensamos en ellas, y especialmente cuando hablamos de ellas, sólo entonces es cuan­do podemos evitar el orgullo de esa victoria, orgu­llo que podría ser incluso peor pecado que el pecado sobre el que pretendemos haber obtenido la victoria. Cuanto más grande es la victoria, tanto mayor es la necesidad de ponerla conscientemente (y cuando hablamos de ello, vocalmente) a sus pies.

Hemos dicho que son dos y no una sola las fal­sas actitudes contra las que debemos estar en guardia. Y tan equivocada es la segunda como la pri­mera.

En el catecismo de Westminster se subraya que pecamos diariamente en pensamiento, en palabra­ y en hecho. Esto no está mal, pero nuestros corazones pecadores pueden desfigurarlo hasta convertirlo en algo equivocado en extremo. Cuando en­señamos a nuestros hijos que pecamos diariamente de pensamiento, palabra y de hecho, debemos te­ner muy en cuenta el advertirles del peligro de pensar que pueden mirar ligera o abstractamente al pecado en sus vidas. Si me apoyo en la victoria de Cristo para mi entrada en el cielo, ¿le voy a negar la gloria, de las victorias ganadas en mí y por mí en la vida presente? Si contemplo la victoria de Jesucristo sobre la cruz que garantiza mi entra­da en un cielo futuro, ¿me atreveré a negarle los efectos que esa victoria produce en las batallas de la vida presente, las batallas ante los hombres y los ángeles y el mundo sobrenatural? ¡Vaya ma­nera de pensar más desgraciada!

La Biblia hace una distinción clara entre tenta­ción y pecado. Cristo fue tentado en todos los aspectos al igual  que nosotros, con todo, la Biblia dice de manera que no deja lugar a dudas, que ja­más pecó (Hebreos 4: 15). Por consiguiente, existe una diferencia entre tentación y pecado, y la Biblia dice precisamente que no porque somos tenta­dos debemos fomentar la tentación hasta caer en el pecado.

«No os ha sobrevenido ninguna tentación que no sea humana: pero fiel es Dios, que no os dejará ser tentados más de lo que podéis resistir, sino que dará también juntamente con la tentación la salida, para que podáis soportar» (l Co. 10: 13).

«Pues éste es el amor de Dios, que guardemos sus mandamientos; y sus mandamientos no son gravosos, porque todo, lo que es nacido de Dios vence al mundo; y ésta es la victoria que ha venci­do al mundo, nuestra fe» (l Juan 5:3,4).

No somos nosotros quienes vencemos al mundo con nuestras fuerzas. No tenemos en nuestro inte­rior una fuente de energía que pueda vencer al mundo. La victoria es obra del Señor Jesucristo, como ya hemos visto. Puede haber una victoria, una victoria práctica, si levantamos las manos va­cías de la fe momento tras momento y aceptamos el don. «Y ésta es la victoria que ha vencido al mundo.» Dios ha prometido, y la Biblia lo ha di­cho, que existe una manera de escapar de la tenta­ción. Por la gracia de Dios hemos de querer bus­car esa huida.

Tras hablar de estos dos peligros, sigamos ade­lante.

Digamos ahora que he estado viviendo a la luz de lo que Dios nos ha estado dando durante la vida presente. Como hijo de Dios que ha vuelto a na­cer, he estado practicando la realidad de la autén­tica espiritualidad, tal como Cristo nos ha ganado. Y el pecado vuelve a introducirse. Por algún motivo, vacila mi fe momento a momento en Dios; una inclinación por algún pecado específico ha hecho que en aquel punto no camine en la fe, en el hecho de una relación reanudada con la Tri­nidad. La realidad de la práctica de la auténtica espiritualidad se escapa repentinamente de mi la­do. Me pongo a buscar una cierta mañana, o una tarde o una noche, y algo ha desaparecido. No es que esté perdido nuevamente, porque la justifi­cación es de una vez para siempre. Pero por lo que puede ver un hombre, o incluso yo mismo, en es­te punto no doy ninguna muestra de la victoria de Cristo en la cruz.

Mirándome a mí en este pun­to, los hombres no verían manifestación alguna de que la creación de Dios de criaturas morales y ra­cionales no sea completo fracaso, o incluso del hecho de que Dios exista. Debido a que Dios me lleva fuertemente asido, no tengo la sensación de estar perdido, pero sí me siento separado de mi Padre en la relación padre-hijo. Y me acuerdo de lo que tenía.

Al llegar a este punto, debe surgir una pregun­ta: ¿Hay una puerta de escape? ¿U ocurre lo que, con una copa de porcelana fina de Baviera, que si se cae sobre el mosaico se hace añicos y es impo­sible reparar?

Gracias a Dios, el evangelio incluye esto. La Bi­blia es siempre realista, no es romántica sino que trata en forma realista mis flaquezas. Existe un camino de escape y la base del mismo no es algo nuevo para nosotros. La base es nuevamente la sangre de Cristo, la obra realizada por el Cordero de Dios: la obra realizada de una vez para siem­pre por Cristo en la cruz, en el espacio, en el tiem­po, y en la historia.

Y tampoco el primer paso de este camino de restauración es nuevo para nosotros. Nadie queda justificado, nadie se hace cristiano hasta que reco­noce que es un pecador. Nadie puede aceptar a Je­sús como Salvador hasta que haya reconocido que es un pecador. Y 1 Juan 1:49 deja claro que el primer paso en la recuperación del cristiano des­pués de haber pecado es admitir ante Dios que lo que ha hecho es pecado. No debe excusarse ni lla­marlo con otro nombre, ni tiene que cargárselo a cualquier otro ni rebajarle el nombre de pecado. Debe estar arrepentido por ello.

«Estas cosas os escribimos para que vuestro gozo sea cumplido. Este es el mensaje que he­mos oído de El y os anunciamos: Dios es luz y no hay ningunas tinieblas en El. Si decimos que tenemos comunión con él y andamos en tinie­blas, mentimos y no practicamos la verdad; pe­ro si andamos en luz, como El está en la luz [y esa luz no es una simple iluminación general, sino que se trata con toda claridad de su santi­dad], tenemos comunión unos con otros y la sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado [una limpieza presente]. Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a noso­tros mismos; y la verdad no está en nosotros. Si confesamos nuestros pecados, El es fiel y justo para perdonar nuestros pecados y limpiar­nos de toda maldad» (1 Juan 1 :4-9).

Es así como Dios trata con delicadeza a sus hi­jos después que hemos caído. Con este propósito castiga Dios a los cristianos; con ello se nos quiere hacer reconocer que el pecado concreto es pecado.

«Y ¿habéis ya olvidado la exhortación que co­mo a hijos se os dirige, diciendo: Hijo mío, no menosprecies la disciplina del Señor, ni desma­yes cuando eres reprendido por él; porque el Señor al que ama disciplina y azota a todo el que recibe por hijo. Si soportáis la disciplina, Dios os trata como a hijos, porque ¿qué hijo es aquel a quien el padre no disciplina? Pero si se os deja sin disciplina, de la cual todos han sido participantes, entonces sois bastardos, y no hi­jos» (He. 12:5-8).

Si tenemos pecado en nuestras vidas, y seguimos haciendo lo mismo, y Dios no nos castiga con su mano amorosa, entonces no somos hijos de Dios. Dios nos ama demasiado para eso. Nos ama tre­mendamente. Nos ama como a hijos adoptivos.

«Por otra parte, tuvimos a nuestros padres te­rrenales que nos disciplinaban, y los venerába­mos. ¿Por qué no obedeceremos mucho mejor al Padre de los espíritus, y viviremos? Y aquéllos, ciertamente por pocos días, nos disciplinaban como a ellos les parecía, pero éste para lo que nos es provechoso, para que participemos de su santidad. Es verdad que ninguna disciplina al presente parece ser causa de gozo sino de triste­za, pero después da fruto apacible de justicia a los que en ella han sido ejercitados» (He. 12: 9-11).

El hace todo esto con un propósito. No sólo es para traer justicia a mi vida; es para que yo pueda tener aquel «apacible fruto de justicia», y para que corregidas estas cosas pueda quedar en paz. Esa es la preocupación amorosa de Dios.

Pero existe una condición. Quienes tienen ese fruto apacible de justicia son los mismos que han sido purificados por el castigo de Dios; en otras palabras, que aprenden lo que El les está enseñan­do de esta manera. El castigo de Dios Padre es para hacernos reconocer que un pecado concreto es pecado; su mano puede pesar cada vez más so­bre nosotros hasta que lleguemos a reconocer que es pecado y no tratemos de deshacernos de El, por medios fantásticos, inculpando a los demás o dando excusas de una manera u otra. ¿Queremos reanudar las relaciones? Podemos hacerlo, como hijos de Dios. Podernos reanudar nuestras relacio­nes en cualquier momento, pero no estamos pre­parados para ello hasta que estemos dispuestos a llamar pecado específico al pecado.

Y el acento recae sobre pecado específico. No basta con decir «pequé». No es suficiente. Debe existir la buena disposición de llamar pecado a mi pecado concreto. Debo ocupar mi sitio en el Huerto de Getsemaní con Cristo. Allí Cristo es­tá hablando como verdadero hombre y lo hace completamente al revés de Adán y Eva en el Huer­to de la Caída, cuando dice: «Que no se haga mi voluntad, sino la tuya.» También yo debo decir con toda su significación: «Que no se haga mi voluntad, sino la tuya» en lo referente a este pe­cado concreto: no basta con afirmación general:

«Quiero cumplir tu voluntad,» sino «Quiero cumplir tu voluntad con respecto a esta cosa que reconozco que es pecado.» 

«Si decimos que tenemos comunión con El, y andamos en tinieblas, mentimos, y no prac­ticamos la verdad» (1 Juan 1 :6).

No es posible continuar deliberadamente ca­minando en la oscuridad y tener una comunión auténtica con aquel que es solamente luz y san­tidad. Esto simplemente no es posible.

«Porque todo lo que hay en el mundo, los de­seos de la carne, los deseos de los ojos, y la va­nagloria de la vida, no proviene del Padre, sino del mundo» (1 Juan 2:16).

Aquí hay algo que es la antítesis no sólo de la ley externa de Dios, sino de su carácter y de lo que El es. ¿Cómo podemos decir que tenemos comunión con El si caminamos deliberadamente en lo que es la antítesis de El mismo?

Así decimos: «Que no se haga mi voluntad, si­no la tuya.» Y cuando digo esto con referencia a este pecado concreto, soy una vez más la criatura ante Dios; estoy en el lugar para el que fui creado. Como hijo de la caída, el yo es crucificado de nuevo, ya que no puede existir resurrección sin crucifixión. Hemos visto que el orden de la vida cristiana es sencillo: no puede existir restaura­ción verdadera sin un arrepentimiento y una confesión directa ante Dios. En la unidad de en­señanza de la Escritura esto es exactamente lo que se podría esperar, si se empieza por la ense­ñanza bíblica central de que Dios existe real­mente. El es un Dios infinito y personal, y tiene un carácter. Es santo. Esto no es una cosa ajena introducida desde lo periférico o sin importan­cia; está en el corazón mismo de este tema.

Si esto es lo que Dios es, el Dios que existe, y si yo me he convertido en su hijo, ¿no se debería es­perar que cuando he pecado, cuando he hecho lo que es la antítesis de su carácter, yo vuelva a El como Persona para decir: «siento mucho lo que he hecho»? Él no es precisamente una doc­trina o una abstracción, sino una Persona que está allí. En la práctica, tal vez no captemos to­do lo que va implicado en el pecado, y especialmente si una persona está sicológicamente per­turbada, no siempre está capacitada para colocar en su verdadero lugar lo que es realmente pecado y lo que es tan sólo confusión por su parte.

De nuevo surge aquí el ejemplo del iceberg, nueve partes ocultas bajo las aguas y sólo una décima parte que se ve sobre la superficie, de tal manera que no siempre podemos darnos cuenta de lo que realmente somos en medio de nuestro pecado. La mayor parte del pecado puede estar bajo la super­ficie, gran parte puede incluso estar en plena ebu­llición en el subconsciente, manifestándose sim­plemente por algunos indicios. Pero sea cual fuere el mal que aflora a la superficie, la porción que al­canzamos a captar es pecado; y esa porción debe llevarse con honradez delante de Dios que conoce todo nuestro ser y debemos decirle, Padre, he pe­cado. Debo sentir un verdadero pesar por el peca­do que conozco, por el que aparece en la superfi­cie de mi yo.

Tomado del libro La verdadera espiritualidad por Francis A. Schaeffer. LOGOI, Inc.

  1. O. Box 350128, Miami, Florida, 33135, USA.

Reproducido de la Revista Vino Nuevo vol. 5-nº 1 -junio 1983.