Por Mario Fumero
Confrontación
Una de las características singulares de estos tiempos es el arte de disfrazar las realidades en términos sofisticados. De manera que ciertas palabras chocantes y rudas se suavizan al usar expresiones sustitutivas que son más diplomáticas. Por ejemplo, la palabra «guerra» o «conflicto», se cambia por «confrontación «, obteniendo así un estilo más suave de una realidad terrible.
El término «confrontación» suena tan fino al oído y a la mente, que es fácil ocultar detrás de esta palabra la verdad chocante de un mundo en guerra. Pero la realidad no cambia con el nombre. Se llame usted Antonio o Mario siempre seguirá siendo la misma persona.
- Realidad Presente
Si echamos una mirada profunda al panorama de nuestra civilización, notaremos que vivimos en un mundo de conflictos semiocultos, peores que los que puede haber en un frente de batalla. Esta confrontación sin armas pasa desapercibida para muchos y sólo vemos sus estragos en la división existente en todos los marcos sociales, incluyendo el hogar y la iglesia.
Hay, dentro de nuestra sociedad materializada, un afán terrible por la superación económica, una fiebre de producción y acumulación de bienes que crea desniveles sociales terribles; mientras unos se hacen más ricos, otros se empobrecen más, apareciendo la lucha de clases de la cual se aprovecha el comunismo ateo, para establecer una filosofía hermosa pero irrealizable a no ser por la fuerza o la destrucción de la libertad.
En este afán de escalar la cúspide de la prosperidad, hombres, pueblos y naciones pierden el respeto a la dignidad, triunfando el más fuerte, que se vale de todos los medios económicos para lograr su fin y aplastar al débil. El pez grande siempre se come al pequeño, pero ello no deja de producir la confrontación.
Por otro lado, las escuelas y universidades han dejado de ser «casa de cultura y formación», para convertirse en la antesala de la violencia. Envuelven al hombre con ideologías y metáforas abstractas de un «paraíso terrenal», y lo excitan, no al análisis, sino a la acción violenta. Nuestra educación actual ha barrido los principios morales como algo absoluto. Ha soltado el freno que el ser humano tenía, «que eran los valores del espíritu», para convertirlo en un animal más brutal que los propios animales; porque estos no se destruyen a sí mismos como el hombre.
Los educadores no cumplen ya la misión de formar vidas para la sociedad. Parecen tener sólo una función: transmitir teorías como ciencias y defender su punto de vista como la única verdad existente. Muchas casas de estudios no orientan; más bien confunden al joven. ¡Qué lejos estamos de la forma de cultura donde la tendencia del maestro es exponer al alumno a todas las realidades dejándolo analizar, juzgar y entender por sí mismo cuál sea lo correcto! Hoy predomina el seguir un patrón, un objetivo preconcebido por «consignas internacionales» que, exaltan las pasiones, tan expresivas en los jóvenes, y que producen las confrontaciones sociales que dejan rastros sangrientos en las universidades y escuelas de todo el mundo.
Además de estas continuas luchas ideológicas que exasperan a los jóvenes, está la peor de todas las confrontaciones: la del hogar. Se decía que el valor de una sociedad feliz estaba en los hogares estables. Hoy el hogar ha perdido su estabilidad. La misma sociedad con su legislación y educación lo han destruido.
¿Qué es un hogar hoy día? Un hotel, un restaurante familiar, un teatro con la televisión. Lo es todo, menos un centro de orientación y de amor.
Son muchas las razones que han influido en la destrucción de la unidad familiar. Entre las que más resaltan a la vista está el materialismo o afán económico que mencionamos ya, y que hace que el padre y la madre trabajen y «no tengan tiempo para conversar y expresar su amor a los hijos». Dan al hijo educación, ropa, comida y bienes materiales, pero no quitan la frustración del hijo que, aunque lo tiene todo, carece de lo esencial: el amor y la comprensión. Estas virtudes nacen y se viven: no se pueden comprar.
El padre confía la formación del hijo a las escuelas y universidades, las cuales a su vez destruyen la moral y el respeto con filosofías materialistas y razonamientos de libertinaje.
Por otro lado, las leyes consienten el divorcio, permiten el alcoholismo y la prostitución; admiten la pornografía y la influencia negativa de películas degenerativas; toleran el aborto, le quitan, a veces, la autoridad disciplinaria a los padres y aprueban el adulterio, el hijo ilegítimo y otra serie de cosas más que atentan contra la moral familiar.
Todo esto produce la confrontación familiar de padres contra hijos, esposas contra esposos, hermano contra hermano y crea un marco caótico que desespera al joven y hace que se revele contra todo lo que se llama sociedad; (la ve podrida, sin sentimiento ni comprensión), y forme su fantasía de un mundo mejor, y muchas veces se refugie en la droga para escapar.
Frente a la problemática
Como respuesta a estos conflictos, nacen dos alternativas: la primera es escapar de la realidad terrible de una escuela, una sociedad, o un hogar sin amor y sin moral, acudiendo a la vida nómada y sedentaria; al abandono físico e indiferencia total a todo el marco existente; a la protesta pacífica; a la fantasía de la droga; al escape al monte o a la soledad como ermitaños; a la huida de todo lo que es «mi mundo» en busca de otro mejor, fuera de la realidad.
La segunda alternativa es la violencia, la revolución, el cambio total del sistema corrupto para abrazar otro que filosóficamente proclama «La igualdad»; pero que tampoco tiene moral, pues hace del hombre «una cosa», un engranaje, un animal, sin valor espiritual y sin capacidad de elegir. Estos alegan que el mal está en el sistema y que cambiando el sistema se acaba el mal, la explotación, la inmoralidad, el fraude y la desigualdad.
¡Qué ingenuos son los que así piensan! No importa lo hermosa que sea una filosofía o una legislación, el mal no está en lo que se escribe o se proclama; no está en los sistemas, sea cual sea o llámese como se llame. El mal tiene su raíz en el corazón del hombre, así que, para una sociedad perfecta se necesitan hombres perfectos que puedan vivir las leyes y aceptar la autoridad, porque el mal del mundo está dentro de nosotros mismos.
No sólo hay conflicto social, político, educativo y familiar, sino que, este «espíritu diabólico de guerra que produce división» también reina dentro de nuestras iglesias cristianas y evangélicas. Creemos que la forma de proclamar la santidad y la verdad Bíblica está en el choque o en la contienda teológica entre «denominaciones». Este espíritu «conflictivo» de lucha entre cristianos, por asuntos que son rudimentarios, produce en el cuerpo de Cristo la división y el caos.
No acabo de entender a un cristianismo mutilado y dividido, donde Cristo está contra Cristo. No cabe en mi cabeza el hecho de que, además de estar separados en organizaciones, haya guerra entre hermanos, y decimos que aspiramos a estar «Juntos arriba en el cielo en la gran boda del Cordero». ¿Cómo podremos estar juntos arriba, si aquí abajo ni siquiera nos saludamos?
Para muchos, la iglesia en la tierra y el reino de los cielos se asemejan a la política y a los gobernantes. Cuando vienen las elecciones, los diferentes partidos políticos se disputan el control. El líder de uno desacredita al otro sacándose todos «los trapos sucios» que puedan haber existido en el pasado. Una vez hecha la elección, el perdedor abraza y felicita a su contrincante y habla de «reconciliación»; lo elogia para así aprovechar 1a oportunidad en beneficio propio.
De igual modo, muchos cristianos en la tierra parecen políticos que hacen campaña para su grupito atacando a los demás y piensan que después en el cielo se van a reconciliar. Pero Jesús dijo: «Por tanto, si traes ofrenda al altar, y allí te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti (note que no necesito ser yo el que tenga algo, sino que otro esté enojado conmigo, sea por lo que sea) deja allí tu ofrenda delante del altar, y anda, reconcíliate primero (aquí en la tierra) con tu hermano (creyente o de la familia) y entonces ven y presenta tu ofrenda (o sea adora entonces a Dios)» (Mt. 5:23-24).
La exaltación del amor
No sigamos politizando «nuestros reinitos» sino reconozcamos la universalidad de un reino, el del Señor Jesús, sin importar el edificio o el nombre denominacional del grupo, pues esto es humano y circunstancial. Hagamos que la dinámica de Cristo, con su amor y su espíritu confirmen que «el conflicto no cabe dentro del reino de Dios».
El hecho de ser de cualquier denominación no es nada comparable a ser hijos de Dios y siervos de Jesucristo. Lo primero es terrenal y lo segundo eterno. El propósito de Dios con sus hijos es formar de toda tribu, lengua y nación, «un solo pueblo» (Ap, 7: 9-1 O), y nosotros no debemos poner barrera para que el espíritu realice la operación de unir los huesos secos y darles vida en Cristo Jesús, según el plan Divino expresado por Pablo en Efesios 2:3-6. Sin embargo, aunque pudiéramos citar argumentos teológicos, escatológicos, lógicos, etc., hay una razón poderosa y esencial para proclamar la unidad de los cristianos en el espíritu, esta razón invariable es el amor que nos une.
Este amor fue enseñado por Jesús en cada parábola, en cada sermón, en cada milagro, en cada acto. Rechazar el amor entre los hermanos, es rechazar a Cristo. El Amor, es lo que, nos mueve, y nos puede unir; es la dinámica que sacará a la iglesia del marasmo en que ha caído. No es unidad ecuménica, o escrita, o de masas. ¡No, no, no!, esto no es amor. El amor es algo que sobrepasa las distancias, los prejuicios, las diferencias, para dejarnos sentir la realidad de Cristo. Estudiemos este amor, tan necesario en todos nosotros; este amor encarnado en Cristo Jesús.
No concluyo este tema, apenas comienzo a revelar lo que Dios quiere dar a través de su palabra a millones de cristianos aislados por barreras diabólicas. No es mi revelación, sino la de Dios por medio de Cristo Jesús, el cual nos trajo a la cruz del calvario para ver allí su gran amor que excede a todo conocimiento (EL 3: 19) y del cual todos somos muy ignorantes.
Reproducido de la Revista Vino Nuevo vol. 5-nº 10- diciembre 1984