Por Charles Simpson

Al terminar la década de los sesenta, un amigo y yo planeamos hacer un viaje alrededor del mun­do. Debimos salir a principios de diciembre en una gira de seis semanas de viaje y ministerio, a pesar de que eso nos pondría muy lejos de nuestros hogares durante el tiempo de Navidad. Pre­sentía que la separación de mi esposa y de mi re­cién nacido hijo sería difícil, pero en realidad no tenía idea de cuánto los extrañaría.

Las primeras tres semanas las pasarnos viajando por Israel, la India e Indonesia. Después de termi­nar el ministerio en este último lugar, mi amigo partió para las Filipinas y yo lo hice rumbo a Nue­va Zelandia, donde convinimos en volvernos a encontrar. En esa época, las culturas judía, hindú y musulmana, que me eran desconocidas, comen­zaban a tener su efecto en mí en términos de nos­talgia por mi familia y mi patria. Me sentía pesado de tanto ministrar y viajar y, el solo pensar que apenas faltaban cinco días para la Navidad, me hacía sentir grandemente la ausencia de mi familia de y de mis amigos. 

Localicé a un agente de viajes y le pregunté: » ¿Cuándo sale el próximo vuelo para Nueva Ze­landia?»

«Dentro de dos días», dijo él, sin alentarme en lo más mínimo.

No podía creer que tendría que quedarme allí desconectado, pero era la verdad. Tomé un taxi que me llevó a un hotel en Singapur. Me sentía so­lo y malhumorado. No había allí ni cantos de Navidad, ni decoraciones, ni espíritu navideño.

Durante dos días descansé y dormí (el Señor sabía que lo necesitaba). Salí a conocer un poco el lugar y traté, sin mucho éxito, de ser «espiri­tual» en la situación. Al fin abordé mi avión para Nueva Zelandia. Al día siguiente estaba sentado en la sala con una familia amiga. No había nieve y ni siquiera estaban en invierno allí, pero eran cris­tianos, hablaban inglés y cantaban canciones de Navidad. Comprendí allí, en esa sala y en el hotel en Singapur tres días antes, que la Navidad es realmente una celebración familiar.

Tanto la Navidad como la familia están bajo un ataque severo en nuestros días. La Navidad está siendo cambiada de un día santo a un día feriado. La familia va pasando de una relación de pacto a dos o más personas que cohabitan y nada más. El aborto, las organizaciones en pro del libertinaje, las nuevas leyes, los diferentes estilos de vida y las preocupaciones por alcanzar una carrera profesio­nal están ejerciendo presión sobre aquellos que permanecemos comprometidos con las virtudes que un día eran estimadas por todos. La fragmen­tación de la familia se ha convertido en una política nacional.

¿Habrá alguna relación especial entre la encar­nación del Hijo de Dios y la salud de la familia? ¿Tiene algo que ver la fe en Cristo y la fidelidad en la familia? Yo pienso que sí. Creo en la Navi­dad como la celebración del nacimiento de Jesu­cristo y la redención de la familia humana. «No­che de Paz, Noche de Amor» no es sólo un canto acerca de un bebé divino y una virgen, sino que es también acerca de una familia hecha santa por el propósito de Dios.

La Primera Familia

José, María y Jesús representan a la familia en su máxima santidad. Pero mucho antes que ellos, estaba la primera familia humana de la historia: Adán, Eva y los hijos que vinieron. La familia ha estado en el corazón del desarrollo social desde el principio. Ciertamente, la familia fue la primera unidad social y hoy sigue siendo la institución más universal y fundamental.

La primera familia reflejaba el propósito de Dios, que el hombre se multiplicara y madurara dentro del contexto de la unión de pacto. Sin em­bargo, la familia estaba asediada por el fracaso humano. La institución era perfecta, pero las per­sonas involucradas se volvieron deficientes por su desobediencia. Adán fue culpable en su fracaso como esposo cuando descuidó la comunicación con su esposa y no supo dirigirla en obediencia a Dios. En vez de eso, deliberadamente siguió la di­rección de ella hacia la desobediencia. Eva falló como esposa cuando rechazó la instrucción de Adán y de Dios y sucumbió al engaño sutil de la serpiente. Más tarde, el fracaso matrimonial se tra­dujo en fracaso como padre y madre cuando su hijo Caín asesinó a su propio hermano. El deterio­ro en las relaciones familiares había producido la muerte y la desposesión.

La herencia adámica está en nosotros todavía. como lo evidencian las mismas tendencias que existen en la familia moderna. La verdad es que hay más homicidios entre familiares que en cual­quiera otra situación. Sin embargo, la familia si­gue siendo el propósito de Dios. El hecho que ha­ya sobrevivido a pesar de los fracasos humanos, testifica que el ideal de la familia es parte íntegra de nuestra misma naturaleza.

Dios el Padre

Uno pensaría, viendo el fracaso en el huerto, que Dios diseñaría otro plan de estructuración social para la humanidad. Al contrario, Dios sigue usando a la familia y le da autenticidad bíblica como su ideal para el hombre. Jesús bendijo la boda de Caná; el apóstol Pablo habló del matri­monio como un gran misterio que describe la relación de Cristo con la Iglesia; y el apóstol Juan vio a la Iglesia como la esposa eterna del Cordero.

¿Por qué es que Dios sigue con el ideal de la fa­milia? Porque no es ella la que es imperfecta, sino la humanidad. De hecho, la familia refleja la paternidad del Dios eterno. Su naturaleza eterna es la de un padre. La paternidad es más que ser un progenitor o un procreador. La paternidad es una relación continua con lo que uno ha producido.

Nace de la naturaleza de Dios el producir una familia y su interés por la creación es un interés de padre. Dios es un creador, pero antes que eso es Padre. Dios es un libertador, pero antes que eso él es Padre. Dios es un juez, pero antes que eso él es Padre. Su creación, su liberación, su justicia y su poder, todos proceden de su natura­leza paternal. Todo lo que ha hecho se debe inter­pretar a la luz de la verdad de que él es primera­mente y, ante todo, un Padre.

La paternidad de Dios es un recordatorio eter­no que toda la humanidad tiene su razón de exis­tir como una familia. Su paternidad es la piedra angular de la historia humana y del orden social. El acto máximo de aprobación que jamás se le pueda dar a la familia humana ha sido que el Pa­dre eterno permitiera que, por medio de ella, su Hijo se hiciera como uno de nosotros.

La institución de la familia, así como la de la Iglesia, necesita ser renovada y restaurada. Para eso es necesario que haya una comprensión clara de la paternidad ya que de allí emanan ambas ins­tituciones. El apóstol Pablo dice que toda familia en el cielo y en la tierra recibe su nombre de Dios Padre (Ef. 3: 14-15). La palabra en griego traduci­da familia es «patria» derivada de «pater», padre. Pablo afirma que una familia son individuos com­partiendo un estado o condición derivados del ca­rácter de un padre, quien a su vez recibe su propia identidad de Dios. La familia humana necesita una revelación renovada del significado de la pa­ternidad de Dios para que se pueda entender a sí misma y funcione con éxito.

Definiendo a la Familia

El significado de una palabra puede ser distor­sionado por una mala experiencia en la vida real. Una ilustración de esto es la historia de dos mu­chachos que vieron al predicador comerse todo el pollo en un almuerzo dominical.

«Me serviré una porción «, decía el ministro. «¿Cuánto es una porción?», preguntó un mu­chacho al otro.

«Yo diría que medio pollo», contestó el otro muchacho mientras observaba al predicador aca­bar con el pollo.

No se debe buscar el verdadero significado de la paternidad en las distorsiones presentadas en los programas de televisión, en las películas o en los libros. Tampoco se encontrará en una iglesia cuya fuente haya sido contaminada por el humanismo teológico o el modernismo. El contenido real de la paternidad sólo puede ser discernido por la ac­ción del Espíritu Santo en su magnificación de Jesucristo, por la Biblia y por las familias ejempla­res que expresen el orden de Dios.

En el ejemplo de los dos muchachos que obser­vaban al predicador comerse el pollo podemos ver que los niños entienden el significado de las pala­bras según se lo enseñen las circunstancias. Las palabras «familia», «padre», «madre», pueden llegar a ser desagradables y duras o hermosas y evocadoras de felicidad, dependiendo de las expe­riencias que se hayan tenido en la vida real.

Como la mayoría de los niños pequeños, yo tenía siempre a mi madre muy cerca mío. A tra­vés de su cuidado aprendí que «madre» significa amor, aceptación y muchas otras cosas buenas. Papá tenía que estar fuera del hogar con más fre­cuencia que mi madre. El tenía que salir a predi­car, a ministrar y a proveer por las necesidades de la familia, así que, cuando yo era muy niño sabía muy poco de la vida de mi padre. Afortunada­mente, mi madre amaba a mi padre y lo respetaba como hombre. Ella me ayudó a entender su pre­sencia masculina, su disciplina y sus frecuentes ausencias. En cierto sentido, mi madre me presen­tó a mi padre. Ella me impartió su respeto y su amor por él y cuando crecí aprendí a respetarlo y a identificarme con él. Alguien ha dicho que lo mejor que un padre y una madre pueden hacer por sus hijos es amarse mutuamente.

Un día hice mi decisión de confiar en Jesucris­to como resultado de sus oraciones y de su ejem­plo. Una noche cuando mi padre y yo orábamos juntos, comencé la oración diciendo: «Querido Dios … » Cuando hube terminado, mi padre me dijo algo que nunca olvidaré: «Charles, quiero de­cirte algo. Puedes llamar Padre a Dios; puedes orar diciendo: ‘Querido Padre’, porque él es tu Padre en los cielos».

La paternidad de Dios ha fortalecido mi vida entera. Mis padres pusieron un contenido sólido en su significado. Cuando oigo la palabra «padre», pienso en amor, fidelidad, fuerza y provisión. Eso no lo aprendí en un aula de escuela, sino en mi fa­milia. Toda mi educación académica se fundamen­tó en las verdades cristianas que había aprendido en el hogar: hay un Dios que es mi Padre; tiene un Hijo, Jesucristo; la Biblia es su Palabra; hay abso­lutos morales; juicio y justicia son realidades; hay un propósito en la vida y yo no estoy solo. Aprendí todos estos principios en el hogar porque cada uno de ellos tenía su aplicación práctica allí.

Ni la geología, ni la biología, ni la física, ni la química, ni la filosofía, ni la lógica y ni aun el ra­cionalismo religioso pudieron destruir esas presu­posiciones porque mi familia había hecho su ta­rea. Los retos académicos y las pruebas de la vida sólo han servido para realzar mi conocimiento de que Dios es más que mi Creador. Yo soy más que su criatura. El es mi Padre y yo soy su hijo.

La Familia como Instrumento de Dios

A pesar del fracaso de Adán, Dios demostró su persistencia en levantar una familia redimida. Después de que Nimrod edificó ciudades en el fértil valle de Mesopotamia y después de que ta­les ciudades hubieron caído víctimas de su pro­pia ambición, Dios escogió a un hombre llamado Abram, cuyo nombre significa «padre enalteci­do». A través de él, Dios prometió bendecir a to­das las familias de la tierra. (La Biblia dice que Dios lo escogió porque sabía que Abraham ense­ñaría a sus hijos a guardar el camino del Señor.)

Más tarde, Dios cambió su nombre a Abraham, «padre de una multitud», y le prometió que de su paternidad saldrían naciones y reyes. Finalmen­te, cuando Abraham era ya demasiado viejo para tener hijos, nació Isaac, convirtiéndose así en el padre de muchas naciones. Todas las familias de la tierra se han beneficiado espiritual y socialmente por la obediente fe de Abraham y del pacto que Dios estableció con él, con Isaac y con su nieto Jacob. Estas tres generaciones nos dan una idea del desarrollo de los propósitos de Dios.

He descubierto últimamente que se necesitan tres generaciones para que se manifieste la pers­pectiva de una familia. Pude observar este princi­pio en acción hace ya varios años cuando mi hijo mayor, que estaba aun en el colegio secundario, pasaba por problemas debido a los abusos de un compañero mayor que él y por la pasividad de un profesor tolerante en una situación injusta. Cuan­do mi hijo me contó lo que sucedía, mis senti­mientos fueron subjetivos y de enojo. Mi reacción hacia el profesor, hacia el otro muchacho y hacia sus padres era de «pugilista» y no de un hombre piadoso. Estaba dispuesto a ir al colegio y mani­festarles mis instintos de padre, pero algo dentro de mí me decía que debía ir a consultar con mi propio padre primero.

Tanto mi padre como mi madre toman todavía una parte muy activa en la vida de mi familia y yo aprecio mucho la sabiduría de ellos. Así que, jun­tos, mi hijo y yo, fuimos a ver a mi padre. Le ex­pliqué la situación en presencia de mi propio hijo. Papá permaneció quieto; sus ojos azules no dieron la menor indicación de perturbación emocional o de una reacción inestable. Cuando terminé de ex­plicarle el problema, él no se apresuró en respon­der mientras mi hijo y yo esperábamos su consejo maduro. Entonces, comenzó a decir: «Recuerdo cuando tú eras un muchacho … «

Por alguna razón yo anticipaba que él comenzaría de esa manera. Entonces recordé su consejo que había recibido hacía más de treinta años cuando yo estaba en una situación similar. Mien­tras él hablaba, comencé a ver con claridad todo el asunto y me puse a pensar en lo afortunado que éramos mi hijo y yo de tener un abuelo como él. Fui al colegio para resolver las cosas, pero con mi objetividad ajustada por la sabiduría de varias generaciones.

La familia contemporánea ha sido desestabili­zada por rechazar la sabiduría de las generaciones pasadas. Habiendo caído en el error de creer que lo «nuevo es mejor» y que, «el progreso es el producto inevitable de la evolución», los hijos han hecho a un lado a sus padres y se han quedado con el consejo de sus contemporáneos. Cortados así del pasado, el futuro que les espera está lleno de peligros sin paralelo. Un desastre nuclear, la ingeniería genética y la desestabilización de la familia, son algunos de los retos que enfrentan nuestros hijos. Nuestros hijos tienen que llegar a conocer al Padre y experimentar su fuerza si han de enfrentarse con éxito al mañana. La tarea de la Iglesia es la de revelarle a ellos al Padre.

Jesús declaró lo siguiente a sus discípulos: «¿Tanto tiempo he estado con vosotros, y toda­vía no me conocéis? El que me ha visto a mí, ha visto al Padre». El mundo necesita ver al Padre en nosotros de la misma manera que lo vio en Jesús.

La Iglesia está haciendo un intento de cumplir con muchas obligaciones en la sociedad, muchas de las cuales pudieran ser realizadas por otros. Pe­ro existe una tarea que ninguno otro puede hacer: revelar al Padre. Nosotros tenemos que hacerlo.

La Familia: Reconciliando al Mundo

En el huerto del Edén, una serpiente habló con una mujer y la convenció para que desobedeciera a Dios y fueran «abiertos sus ojos». Ella persuadió a su marido para que la siguiera en su desobedien­cia y el resultado fue la desposesión y la muerte. En Nazaret, un ángel habló con otra mujer sobre la voluntad de Dios y ella respondió: «Hágase conmigo conforme a tu palabra». La primera mu­jer dio a luz a un asesino; la segunda al Príncipe de Paz. La primera recibió deshonra; la segunda quitó esa deshonra y fue llamada «Bendecida». La mujer recobró su honra en la Encarnación. El pecado estableció sus raíces en la tierra por me­dio de una familia desintegrada; la justicia se vol­vió a establecer en la tierra por medio de una fa­milia virtuosa.

Cuando el enemigo de Dios intentó destruir la semilla divina en la tierra, su blanco fue la familia. En el Edén, en Egipto, en Belén, mató a niños y esclavizó a madres y a padres. De igual manera, en nuestros días, los marxistas, los feministas y los humanistas intentan destruir a la familia para al­canzar sus propósitos.

Haciendo un contraste, cuando Dios ha querido bendecir a la humanidad, lo hace a través de una familia. Dios hizo a José y a María, una familia establecida en un pacto, los custodios de la sabi­duría eterna y de la salvación. En el santuario de la familia, Jesús crecía en sabiduría, en estatura y en gracia para con Dios y para con los hombres. Dios el Padre hizo que su propio Hijo se sujetara al tutelaje de una familia piadosa.

Una noche de paz, ángeles ofrecieron su serena­ta y pastorcillos rindieron homenaje a una pareja escogida por su lealtad al pacto y adoraron al mis­terioso bebé que había venido desde lo más subli­me para nacer entre los humildes. Pocos días después las madres de Belén gemían de terror al ver a los soldados de Herodes en su intento de des­truir la semilla divina. La alegría inefable y la tra­gedia atroz habían visitado a la familia en un cor­to tiempo y habían rendido homenaje a su importancia sin paralelo. (Sólo Dios sabe cuántos futu­ros han sido abortados en nuestro tiempo, sufriendo sin poder decirlo, la nunca narrada agonía im­puesta por una sabiduría más siniestra y sutil que la de Herodes.)

Frente a la ambición loca de Herodes, a la ce­guera pertinaz de Faraón, a la pesadilla dispara­tada de Marx y al libertinaje  estridente de los feministas, la familia, a pesar de su debilidad hu­mana, ha alimentado la semilla divina a través de los siglos y ha mantenido encendidos los carbones humeantes del amor de pacto de Dios.

Tiene que haber ciertos cambios en nuestra na­ción si la familia ha de florecer una vez más (si queremos sobrevivir como nación):

  1. La iglesia y el estado tienen que permitirle a la familia que vuelva a ocupar su lugar como la institución fundamental de la sociedad.
  2. La sociedad tiene que abrirle campo a la fa­milia, eliminando las presiones económicas, de ca­rreras profesionales, de impuestos, etc. que le ro­ban sus recursos y su valioso tiempo.
  3. La sociedad tiene que devolver a la familia las responsabilidades básicas, tales como la ins­trucción moral y la enseñanza de la Biblia.

A pesar de los fracasos en la familia, la iglesia y el estado deben esperar que esta funcione con integridad. La familia se desplomará si se usurpan sus responsabilidades. Y cuando la familia se de­sintegra es improbable que la iglesia o el estado encuentren constituyentes calificados que la ha­gan sobrevivir. Históricamente, tanto el estado co­mo la iglesia, han probado ser un sustituto muy pobre para la familia.

  1. A la sociedad se le tiene que volver a presen­tar al Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo -al Dios de nuestros padres, al Padre celestial. La fa­milia es el plan de Dios y sin él no funcionará.

Recuerde que nuestra celebración de la Encar­nación de Jesucristo es un acontecimiento fami­liar. Disfrútelo con sus seres queridos. Si no puede estar con su propia familia, hágalo con la de Dios. Oremos por la renovación de la familia: de los padres, las madres, los hijos y sus relaciones. Ore­mos por la renovación y la unificación de la fa­milia de Dios, por la que murió. Y recordemos siempre su promesa hecha a la familia: «El hará volver el corazón de los padres hacia los hijos, y el corazón de los hijos hacia los padres … «

Charles Simpson recibió su educación en la Universidad de William Carey en Hattiesburg, Mississippi y en el Seminario Teológico Bautista de Nueva Orleans. Actualmente sirve como pastor coordinador de Gulf Covenant Church en Mobile, Alabama, E. U. A. Además de sus responsabilidades locales y de un ministerio internacional, el hermano Charles es presidente de la Junta Editorial de New Wine Magazine. El, su esposa Carolyn y sus tres hijos residen en Mobile.

Tomado de New Wine Magazine -diciembre de 1980

Reproducido de la Revista Vino Nuevo vol. 4 nº 4 diciembre 1981