Por Juan S. Boonstra

«Respondieron los principales sacerdotes: No te­nemos más rey que a César. » Juan 19: 15

«Los predicadores del evangelio no deben hablar de política.»

Este concepto está muy en boga y se critica se­veramente a quien se atreva a mencionar nombres o ideas concretas que estén relacionadas con las cosas públicas. Uno puede ciertamente orar por los funcionarios de gobierno y por los que se pos­tulan para esas empresas, pero no se debe favore­cer una opinión sobre otra ni respaldar a un candi­dato a expensas de otro.

¿Qué dirían los profetas del Antiguo Testamen­to a esta costumbre tan popular hoy en día? ¿Puede imaginarse usted un profeta de aquellos que teme­rariamente se presentaban ante el todopoderoso rey, lo señalaban con el dedo y le decían: «Tú eres el hombre»? ¿No se presentó Juan el Bautista ante el rey Herodes y lo condenó por tener una mujer ilegal? ¿No hablaron Pedro y Pablo con y en con­tra de algunos funcionarios de su mundo? ¿Qué diría esa santísima gente si oyeran ese clamor mo­derno de que los púlpitos no deben meterse en política ni los predicadores deben hablar de cosas que no les corresponden? ¿No sabía usted que las mejores formas conocidas de gobierno tienen sus raíces en la histórica fe cristiana y sus estupendas enseñanzas? ¿Es que no se debe hacer saber a la gente lo que les conviene?

Tal vez sea cosa muy sabia eso de «no meterse en política» pero no puede uno claudicar en sus responsabilidades ante los pueblos de la tierra a quienes se proclama el potente mensaje de Dios. Tal vez usted jamás ha participado o no piensa participar en elección alguna, pero ¿qué elige us­ted para su vida, su patria y su futuro? Es curioso que el crimen más horrendo de la historia fue el resultado de una elección. Había dos candidatos. Uno de ellos era el Hijo de Dios; el otro era un re­volucionario que se llamaba Barrabás. El pueblo eligió al criminal y el candidato opositor fue en­viado a la cruz. ¡El electorado demandó su muerte! Por intermedio de sus líderes y representantes eli­gieron que se crucificara a Jesús y se soltara a Ba­rrabás. Este era su grito inconfundible: ¡Afuera con Dios!

Esto había comenzado mucho antes. El pueblo de Dios, privilegiado en sus formas de gobierno y en sus sapientísimas leyes, se dirige a Dios, le pi­de un rey. Hasta ese momento había vivido bajo la tutela santa de Dios que es la esencia de la liber­tad pura e inmaculada. Cualquier otra forma de gobierno aparte de esa es hasta cierto punto un poquito de esclavitud. Pero aquel pueblo exigió tener un rey y ser como los demás pueblos de la tierra. Dios les advirtió de los peligros de esa sen­da, quiso convencerlos que no deberían seguir ese camino, pero ellos tercamente insistieron y Dios les dio su primer rey. Su reinado fue un verdadero desastre, político, económico y social. Sus suceso­res no fueron mejores. Algunos de ellos pintaron cuadros verdaderamente vergonzosos y mancharon el lienzo de la historia. Y la culminación de esa degeneración tomó lugar en los recintos de Poncio Pilato. En aquella sala insolente el pueblo enfurecido hizo de nuevo su elección. Pilato les ofreció poner en libertad al Hijo de Dios, el redentor de sus vidas, el gran libertador. å

Pero ante la mirada asombrada de todo el mundo, aquellos endureci­dos de corazón rechazaron tal privilegio, sellando su veredicto con estas palabras: «No tenemos más rey que a César.» ¿Oyó bien usted? Esto marcó el fin de algo muy especial en el mundo; la nación no quiso ser gobernada por Dios. Uno de sus reyes quiso matar al niñito Jesús y cuando Pilato pre­guntó al pueblo qué debía hacer con Jesús, grita­ron como salvajes: » ¡Crucifícale!». Hasta estuvie­ron dispuestos a hacerse completamente respon­sables de su mísero acto porque esto es lo que le dijeron al gobernador romano: «Su sangre sea so­bre nosotros y sobre nuestros hijos.»

Tal vez crea usted que estas afirmaciones poco tengan de contemporáneas; y que con su situación nada tienen que ver. Usted no está en contra de Dios; pero recuerde que tampoco estaban en con­tra de Dios aquellos ciudadanos de antaño que pi­dieron un rey, rechazando lo que Dios les había dado. Jamás creyeron que lo que pedían termina­ría donde terminó.

Jamás creyeron que sus descendientes irían a parar al recinto de Pilato para exigir la sangre del Hijo de Dios, y elegir en su lugar la vida sediciosa y criminal de un Barrabás. Pero eso fue precisa­mente lo que ocurrió: ¡Afuera con Dios!

¿No cree usted que esto es lo que está ocurrien­do a veces en este siglo maravilloso? ¿No oye us­ted acaso los gritos desesperados de quienes quie­ren crucificar al Rey de reyes y Señor de señores? ¿No oye usted los gritos exigentes de aquellos que quieren crucificar al Cristo y desecharlo para verse libres y hacer lo que les venga en gana? ¿Exclama usted mismo, como aquellas multitudes de los días de Jesús que no tiene más rey que César? ¿César? ¿Eso es todo? ¿Afuera con Dios?

Es cosa muy triste cuando la ciudadanía, oficial y extraoficialmente rechaza el imperio de Cristo y promete adhesión solamente al César. ¡Como si se pudiese dejar a Dios fuera de todo esto! ¿Cree us­ted que Dios le permitirá a usted y a sus congéne­res que lo echen y lo dejen fuera del teatro de ac­ción? Parece como que los pueblos dependen cada vez más de sus gobiernos y menos de Dios; parece que el materialismo se apodera de los espíritus y mentes y los domina con ferocidad y lo único es­piritual que pueden decir es: ¡Afuera con Dios!

Otros sistemas tienen muchas cosas, pero no tienen a Dios, y sin Dios aún los sistemas más bo­nitos y mejor estructurados están destinados al fracaso y a la ruina. Puede no parecer así por el momento, pero no olvide usted esta gran verdad: Dios no puede ser burlado; lo que el hombre sem­brare, eso también segará. Dios puede tener enor­me paciencia con sus criaturas, pero cuando llegue la hora de sus juicios, usted descubrirá que estos son tan enormes como fue su paciencia.

Hay naciones que oficialmente han aceptado poner a Dios de lado. Sólo tienen por rey al Cé­sar; abiertamente declaran ¡Fuera con Dios! Pero lo mismo ocurre a nivel personal: cada uno es puesto en las salas de Pilato y cada uno debe res­ponder a aquella situación: el Barrabás que repre­senta al mundo y al pecado, el egoísmo y lo hu­mano, por un lado; y el Cristo con corona de espi­nas por el otro. ¡Esa es la elección más importan­te de la vida entera! ¡Una elección que todos de­ben hacer!

Hay momentos en el quehacer nacional en los que se requiere arrepentimiento. El hombre ton­tamente abandona el sendero de justicia y de vida y anda por los caminos de perdición y vanidad. Por eso Dios lo llama a la reflexión; trata de des­pertar su conciencia; quiere sacarlo de su modorra. Para ello envía sus fidelísimos profetas con pala­bras cortantes y con palabras de tierna invitación. Es amor, amor puro y genuino. A menos que el hombre se arrepienta de sus errores y se vuelque de nuevo al Dios de quien quiere escaparse, la sociedad está destinada a peores realidades y más duras experiencias. Quien no se arrepiente de su equivocada conducta se pone del lado de quienes votan en contra de Dios: añaden su voz a las de las multitudes que gritan: ¡Afuera con Dios!

Si las naciones dejan afuera a Dios y siguen confesando que solo tienen a César por rey, la estabilidad, la seguridad, el bienestar y la paz de tales naciones están colgadas de un finísimo hilo que puede romperse en cualquier momento. No puede una nación olvidarse enteramente de Dios y pretender que Dios no se olvide de ella. Del mismo modo, si el hombre deja a Dios fuera de consideración personal, si no atiende a su voz paternal, si desoye y, peor aún, desobedece el tier­no llamado de Dios, también Dios lo dejará fuera de las puertas de su reino y, especialmente, de la eternidad que a todos espera.

La elección más decisiva toma lugar todos los días en la vida humana. Cada uno debe entrar en el recinto de Pilato y decidir. Allí están Jesucristo y el César. ¿Por quién vota usted?

Tomado de Luminar Bautista

Reproducido de la Revista Vino Nuevo vol. 5-nº 3- octubre 1983.