Por Don Basham

Cuando un testigo hace el juramento en una corte de justicia, jura decir «la verdad, toda la ver­dad, y nada más que la verdad.» Todos sabemos que es más fácil decirlo que hacerlo. Especialmen­te difícil es conocer «toda la verdad y nada más que la verdad» con respecto a nosotros mismos.

La Biblia está llena de ejemplos de personas que se engañaron a sí mismas pensando ser mejores de lo que eran. El orgullo y la exaltación del yo, fallas fatales en nuestra naturaleza caída, son las que nos impiden reconocer la verdad de lo que somos.

Veamos la historia de un hombre así: Adonías era el cuarto hijo del rey David y menor que su medio hermano Absalón, pero la ambición lo cegó y quiso ser el sucesor del trono de su padre en Is­rael. Cualquiera hubiera pensado las cosas dos ve­ces después de ver el intento abortivo de Absalón por apoderarse del trono. Pero así es el engaño en un hombre impulsado por un ego orgulloso y por la ambición: Está seguro de que triunfará donde otros «menores que él» han fracasado.

Las Escrituras hacen a menudo observaciones profundas sobre el carácter de las personas con pa­labras sencillas. Veamos cómo describe a Adonías:

Entonces Adonías, hijo, de Haguit se rebeló, diciendo: Yo reinaré. Y se hizo de carros y de gente de a caballo, y de cincuenta hombres que corriesen delante de él. Y su padre nunca le había entristecido en todos sus días con de­cirle: ¿Por qué haces así? Además, éste era de muy hermoso parecer; y había nacido después de Absalón (1 R. 1 :5,6).  

El versículo seis implica claramente que las ma­las ambiciones y su carácter descuidado eran el re­sultado de la negligencia de su padre. Realmente, la historia está colmada de relatos de naciones que han sufrido bajo la tiranía de hombres que no re­cibieron la corrección de sus padres. De todos mo­dos, Adonías, sin el reto de la disciplina de su pa­dre, engañado por su parecer físico, y empujado por la ambición del poder, conspiró para robarse el trono. Pero cuando el plan fue descubierto, el rey David, que ya era un anciano, coronó inmedia­tamente a Salomón.

Cuando su conspiración fracasó, Adonías huyó, entró en el tabernáculo y se asió de los cuernos del altar en busca de misericordia. Determinado en deshonrar a su padre, Adonías pidió para él a una de las esposas de David. Salomón se airó por la audacia de la petición de Adonías y finalmente lo mandó matar (1 R. 1 :5-2:23).

Las palabras de Adonías a Betsabé son un indi­cio de su enorme arrogancia que controlaba su vida y del engaño que finalmente lo llevó a la muerte:

Tú sabes que el reino era mío, y que todo Israel había puesto en mí su rostro para que yo reinara; mas el reino fue traspasado … (1 R. 2:15).

El reino nunca había sido suyo, ni nadie más que unos cuantos de sus cómplices, si acaso, lo con­sideraban rey. Pero un hombre impulsado por la ambición egoísta proclamará una mentira como si fuera la verdad hasta convencerse él mismo en el proceso. El alarde que todo Israel lo había acepta­do como rey y su funesta traición frustrada, junto con sus palabras de aparente inocencia; todo con­firma su indisposición de arrepentirse y su afán de exaltar su ego.

La rebelión de Lucifer

En este artículo queremos dejar al descubierto la trampa sutil del engaño y ofrecer consejos posi­tivos para entrar en una relación más honesta con Dios. Para eso, tenemos que reconocer primero, que detrás de toda esta trágica historia de Adonías, está la obra de Satanás, el arquitecto maligno que diseñó y ejecutó el plan. La acción maligna de Adonías es una repetición de la rebelión de Lucifer:

Tú que decías en tu corazón: Subiré al cie­lo; en lo alto, junto a las estrellas de Dios, levantaré mi trono … seré semejante al Altísimo. Mas tú derribado eres hasta el Seol, a los lados del abismo (Is. 14:13-15).

La inmensidad del pecado del diablo y sus con­secuencias abren los ojos para ver la seriedad del problema del engaño personal.

Aarón y el becerro de oro

Otro ejemplo bíblico es la historia de Aarón y el becerro de oro, Mientras Moisés estaba en el Monte Sinaí recibiendo los mandamientos, los is­raelitas se rebelaron y persuadieron a Aarón que les hiciera un ídolo, un becerro de oro.

Cuando Moisés regresó y lo confrontó, Aarón recurrió a una táctica que es usada con frecuencia cuando se descubre el pecado en las personas y el engaño en que están: Contó solo la parte de la ver­dad que lo hacía quedar bien a él y terminó dicien­do: «Y lo eché (el oro) en el fuego, y salió este becerro» (Ex. 32:24). Por supuesto que había mucho de verdad en la historia que Aarón le con­tó a Moisés: Era cierto que los israelitas le habían pedido que les hiciera un ídolo;  que Aarón les había pedido el oro; también era cierto que Aa­rón había echado el oro en el fuego; y  que los israelitas sacaron un becerro de oro del fuego.

Todo eso era cierto, pero lo que Aarón omitió decir fue que él mismo había hecho el ídolo del oro fundido. Su defensa de sí mismo ilustra que no importa cuántas medias verdades se hilvanen, el resultado sigue siendo una mentira. Si Moisés hubiera aceptado la versión editada de Aa­rón, este hubiera pasado el resto de su vida enga­ñado por la historia: » ¡Todo lo que hice fue echar el oro en el fuego y -qué sorpresa-, del fuego salió este becerro!»

Cosas que debemos saber sobre el autoengaño.

Dios está opuesto inalterablemente a toda clase de pecados, pero debemos saber que todo pecado no es el mismo; por ejemplo, lo que llamo pecado deliberado es la desobediencia franca e intencio­nada contra la voluntad de Dios, como el pecado de David cuando adulteró con Betsabé y después mandó a matar al esposo de ésta. También está el pecado que resulta del engaño, como el pecado de Eva cuando comió de la fruta prohibida: «La ser­piente me engañó, y comí…»

Tal vez la peor clase de pecado es el que proce­de del autoengaño. Parece que es el más trágico, porque un hombre que se ha engañado a sí mismo no puede arrepentirse, pues no cree que haya he­cho algo malo. «Si decimos que no hemos peca­do, nos engañamos a nosotros mismos y la verdad no está en nosotros» (1 Jn. 1 :8).

Ser engañados es creer una mentira, como Eva. Engañarse uno mismo es mentirse y creer la men­tira; creer que estamos bien cuando estamos mal.

Hace unos años, cuando era un joven pastor de una iglesia denominacional, tenía un anciano de la congregación que parecía ser la encarnación de la piedad y de la gracia espiritual. Su apariencia era quieta y dignificada y oraba con elocuencia y fer­vor. También tenía un carácter violento que ex­plotaba cuando se le contrariaba en sus deseos. Una vez, en una reunión de junta, finalmente lo enfrenté:

«¿Por qué es que usted siempre se encoleriza cuando alguien no está de acuerdo con su punto de vista?»

Su cara se puso roja y comenzó a temblar de cólera. «¿Encolerizado?» me gritó. «¡Yo no estoy encolerizado!». Tomando el lápiz que tenía en sus manos, lo tiró hecho pedazos sobre la mesa agregando en seguida: «¡Esto es una indignación justa!» No sé si algo le pasó que lo convenciera de que su «indignación justa» en verdad no tenía nada de justa.

Señales y síntomas del autoengaño

Los siguientes factores están siempre presentes en el engaño de sí mismo:

  1. Arrogancia y orgullo. El orgullo de Lucifer lo condujo a su caída: «Se enalteció tu corazón a causa de tu hermosura, corrompiste tu sabiduría a causa de tu esplendor» (Ez. 28: 1 7).
  2. Ambición egoísta. El deseo de ser «el núme­ro uno» es muy poderoso hasta en los cristianos devotos. Este deseo proviene básicamente cuando se ponen los intereses propios de primero. En el mundo se le reconoce por lo que es: el deseo del éxito a cualquier costo. En la iglesia la misma am­bición desnuda puede ser vestida con cierta justifi­cación piadosa: » ¡Todo lo que hago es para Jesús!»
  3. Actitud de superioridad. «Dios, te doy gra­cias porque no soy como muchos otros». La pará­bola de Jesús sobre el fariseo y el publicano fue referida a «unos que confiaban en sí mismos como justos, y veían a otros con desprecio» (Lc. 18: 5), lo que da como resultado una actitud condescen­diente y crítica hacia los demás y por supuesto, una vida frustrada y miserable. Las personas que están engañándose de esta manera sienten que nadie las aprecia y por lo general no expresan gratitud.
  4. Atribuyéndose lo que viene por la gracia de Dios. Este es un engaño poderoso y sutil que pue­de terminar en la tragedia y el desastre. Los hom­bres y las mujeres a quienes Dios ha dado dones o ministerios poderosos están expuestos al peligro de comenzar a actuar con orgullo, como si hubie­ra sido su propia rectitud y santidad lo que hizo que Dios los escogiera. La experiencia de ser usa­do por Dios de una manera muy especial y que sus propias oraciones sean contestadas en una forma dramática, puede ser intoxicante y se puede subir a la cabeza.

Lo que se dice con la intención de ser un testi­monio «para la gloria de Dios,» a menudo emerge como un alarde orgulloso: «Yo oré y ayuné tres días por ese hombre y Dios gloriosamente lo salvó, lo sanó y lo liberó ¡A Dios sea la gloria! Por su­puesto, ¡sólo yo estaba orando por él!» Nuestra actitud debe ser como la de Pedro y Juan que di­jeron: «Varones israelitas, ¿por qué os maravilláis de esto? ¿Por qué nos miráis así, como si por nues­tro propio poder o piedad le hubiéramos hecho andar?» (Hech. 3: 12). Querían que todos supieran que sólo Dios es la fuente de toda gracia.

Cinco pasos para tener una relación más honesta con Dios

A continuación, tenemos cinco maneras especí­ficas para enfrentar la tendencia hacia el autoenga­ño. Todos tenemos esta lucha de vez en cuando:

  1. Humíllese. Las Escrituras son claras cuando dicen que esto es algo que tenemos que hacer no­sotros mismos. «Humillaos en la presencia del Se­ñor, y Él os exaltará» (Stg. 4: 10). Nosotros tene­mos que tomar la iniciativa para evitar el fariseís­mo y la arrogancia. Si no lo hacemos, finalmente Dios nos pondrá en situaciones que nos humillarán. Mejor entonces, humillarse uno mismo.

Esta era la postura de David cuando oró: «Exa­míname, oh Dios, y conoce mi corazón; pruébame y conoce mis pensamientos. Y ve si hay en mí camino de perversidad … » (Sal. 139 :23,24). Sin embargo, cuando pedimos la verdad con respecto a nosotros mismos, necesitamos estar preparados cuando Dios enfoque su luz en alguna área oculta y desagradable de nuestra vida.

  1. Confiese y arrepiéntase. Digo confiese y arre­piéntase porque muchas veces lo que pasa por arrepentimiento no es suficiente para destruir nuestro propio engaño. Necesitamos confesar a alguien -un pastor o un amigo de confianza- no sólo a Dios. Hay liberación y redención cuando se le dice a alguien que usted ha sido egoísta, orgulloso, arrogante y creído. y el arrepentimiento significa más que decir que lo siente. Adonías lo sintió cuando fue sorprendido intentando robarse el trono. Pero no se arrepintió. Una buena definición de arrepentimiento es la que dice que hay que «cambiar la manera de hacer las cosas.»

Si usted ha estado diciendo «mentirillas blancas» para justificarse a sí mismo, ¡deténgase y comience a decir la verdad! Arrepiéntase; pida perdón; y acep­te la responsabilidad. No se justifique a sí mismo. Las personas que están engañándose a sí mismas continuamente se están justificando.

  1. Acepte el perdón y la restauración. Algunas personas encuentran difícil perdonar y otras ser perdonadas. Aceptar el perdón y la restauración significa comenzar de nuevo la vida con una pers­pectiva honesta y limpia. Lamentablemente, algu­nos cristianos parecen detenerse en la confesión y el arrepentimiento, pero caen en otra trampa: la lástima de sí mismos. «No sirvo para nada. Dios ya no me ama.» Recordemos que esta lástima de sí mismo prolongada ha paralizado a muchos cre­yentes.
  2. Busque el consejo de otros. Otra forma de evitar engañarse uno mismo es buscar continua­mente el consejo de otros. Proverbios 11: 14 dice:

«En la multitud de consejeros hay seguridad.» En nuestros días, cuando hay tantas voces conflicti­vas y fuerzas espirituales, el aislamiento y la inde­pendencia son lujos que ningún cristiano sincero se puede permitir.

Si bien nada sustituye oír directamente de Dios, la revelación privada necesita confirmación. Pablo exhortó a los corintios a juzgar las profecías: «dos o tres profetas que hablen y que los demás juzguen» (1 Ca. 14:29). Hasta la revelación de los profetas necesita ser examinada y evaluada. Eso no significa desconfianza de Dios, sino el reconocimiento de la debilidad humana. Muchos zelotes religiosos no quieren que sus revelaciones sean sujetadas a un liderazgo pluralizado por temor a ser confrontados y restringidos. Pero cuando se busca el consejo de otros, se llega a resultados beneficiosos:

  1. a) desanima la actuación impulsiva;
  2. b) aprovecha la sabiduría colectiva;
  3. e) nos recuerda que somos sólo una parte y no el todo;
  4. d) provee un antídoto para el orgullo; y
  5. e) aminora las posibilidades del engaño y del error.
  6. Comprométase a servir a otros. Pablo dice: «Sed fieles unos a otros en amor fraternal; al honrar, daos preferencia unos a otros» (Ro. 12: 10). Cuan­do los discípulos de Jesús estaban discutiendo so­bre quién era el mayor, él les ofreció la llave de la grandeza: «El mayor entre vosotros hágase como el menor; y el que dirige como el que sirve» (Lc. 22:26). La pregunta que cabe aquí es: ¿Queremos ser grandes ante los hombres o ante Dios? Un pas­tor que estaba engañándose a sí mismo fue abor­dado por un amigo mío con esta pregunta: «¿Es­tarías dispuesto a humillarte y servir el ministerio de otro hombre?»

» ¡Jamás!», fue su respuesta orgullosa.

Para conocer la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad, se necesita una obra profunda de Dios en nosotros para que por nuestra voluntad y regularmente sirvamos a otros.

Mantenimiento de la honestidad

Hemos visto en las Escrituras la tragedia que puede ser el resultado de engañarse a sí mismo. La mejor actitud que podamos tener para mantener una relación honesta con Dios y una apreciación cabal de nosotros mismos, la encontramos en Lu­cas 17: 10 que dice: «De la misma manera, cuando hagáis todo lo que se os ha mandado, decid: Sier­vos inútiles somos; hemos hecho sólo lo que debía­mos haber hecho.»

Si vivimos como siervos humildes, honestos y fieles, nos mantendremos libres del autoengaño. Y podremos esperar las palabras de gracia de boca del Padre: «Bien hecho, siervo bueno y fiel; en lo poco fuiste fiel, sobre mucho te pondré; entra en el gozo de tu Señor.»

Don Basham, Licenciado en Arte y Divinidad de la Universidad de Phillips, y graduado del Seminario de Enid, Oklahoma. Fue Editor de New Wine Magazine.

Reproducido de la Revista Vino Nuevo vol. 5-nº 5- febrero 1984