Por Don Basham

¿Sabía usted que una persona se puede involu­crar casi totalmente en actividades religiosas y sa­ber muy poco de Dios, de cómo actúa, piensa y siente? Dios mismo enfoca este problema por me­dio del profeta Isaías en la siguiente declaración:

Porque mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros caminos mis cami­nos, dijo Jehová (Is. 55:8).

En este artículo queremos examinar algunas actitudes que causan dificultades en la vida cris­tiana y también sugerir algunos pasos prácticos que nos ayuden a pensar los pensamientos de Dios para que podamos centrar nuestras vidas con ma­yor perfección en su voluntad.

Hace algunos años escribí un libro titulado Pro­fetas Falsos y Verdaderos. Mientras hacía el traba­jo de investigación bíblica me di cuenta con mu­cho dolor de cuán «religiosos» somos la mayoría de nosotros, trabajando afanosamente para Dios, sin entender la manera en que Dios ve las cosas. Me di cuenta de cuán poco bíblico era mi pensa­miento, y que algunas cosas que yo consideraba horribles, Dios casi ni las notaba; mientras que otras que no creía que eran tan malas, Dios abo­rrecía. Para ser más específico, me di cuenta de lo limitado de mi comprensión de la seriedad con que Dios juzga las cosas que tienen que ver con la hipocresía, el fariseísmo y la falta de integridad.

Dos ejemplos en contraste

Hay dos ejemplos bíblicos que ayudarán a ilus­trar este pensamiento. Uno es el ejemplo de David y Betsabé en 2 Samuel 11 y el Salmo 51; el otro es el caso de Ananías y Safira en Hechos 5.

La historia de David y Betsabé se narra en 2 Sa­muel 11, como un capítulo sórdido y funesto en la vida de David. Después de que David cometió adulterio con Betsabé, ella descubrió que estaba encinta. Su esposo Urías, era un soldado que estaba en el campo de batalla. Así que dio órdenes para que Urías fuese muerto en la guerra y luego se casó con Betsabé. Dicho abiertamente, David era culpable de adulterio y de asesinato.

Pero en el Salmo 51 encontramos una expresión profunda de la confesión de David, de su arrepen­timiento y súplica por el perdón.

Ten piedad de mi, oh Dios, conforme a tu misericordia; conforme a la multitud de tus piedades borra mis rebeliones.

Lávame más y más de mi maldad, y límpia­me de mi pecado.

Porque yo reconozco mis rebeliones. )’ mi pecado está siempre delante de mí.

Contra ti, contra ti solo he pecado, y he he­cho lo malo delante de tus ojos; para que seas reconocido justo en tu palabra, y tenido por puro en tu juicio.

He aquí, tu amas la verdad en lo íntimo, y en lo secreto me has hecho comprender sabi­duría (vs. 1-4,6).

No hay duda de que David recibió el perdón que buscaba. Es mas aún, con esa severa falla en su carácter, todavía se le llama «un hombre con­forme al corazón de Dios.» Lo más sorprendente es que a pesar de este desliz sórdido en su morali­dad, Dios no lo abandonó, mas bien ordenó que de su linaje naciera su Hijo Jesús, el Salvador del mundo.

Digo estas cosas no para implicar en ningún momento, que Dios disimula la inmoralidad, sino para señalar que él entiende la debilidad humana. A pesar del terrible error de David, una vez que lo hubo confesado y fue perdonado, Dios continuó bendiciéndolo y usándolo para sus propósitos divinos.

Este incidente en la vida de David es un contraste bien marcado con la historia de Ananías y Safira en el Capítulo 5 de Hechos. El relato se desenvuelve durante los primeros días de la Iglesia primitiva cuando el poder y la gracia de Dios se manifestaban de tal manera entre los creyentes que toda la nación de Israel lo notó con asombro. Era el período en que algunos que tenían varias propiedades, vendías algunas y traían el dinero a los apóstoles para que lo distribuyeran.

Pero cierto hombre llamado Ananías, con Safira su esposa, vendió una propiedad, y se quedó con parte del precio, sabiéndolo también su esposa. Y trayendo una parte del mismo lo puso a los pies de los apóstoles.

Pero Pedro dijo: Ananías, ¿por qué ha lle­nado Satanás tu corazón para mentir al Espíritu Santo, y quedarte con parte del precio de la propiedad?

La historia cuenta del juicio tan terrible e ins­tantáneo que cayó sobre aquellos dos creyentes por su doblez. El contraste que quiero hacer es entre la manera en que Dios trató con David, cul­pable de adulterio y asesinato, y con Ananías y Safira quienes aparentemente sólo incurrieron en un pequeño engaño sobre la cantidad de dinero que dieron a la iglesia. ¿Será posible que su ofensa fuese mucho más grave de lo que aparenta ser?

David codició la mujer de otro hombre y mató para obtenerla. Ananías y Safira sólo querían el reconocimiento de ser mejores cristianos de lo que en realidad eran. David fue un adúltero; Ana­nías y Safira fueron hipócritas. Es obvio que está involucrado algo más que los hechos pecaminosos en sí. Las actitudes de estos pecadores se deben tomar en cuenta. David confesó su pecado delante de Dios, se arrepintió y fue perdonado. Pero Ananías y Safira conspiraron para engañar a Dios y persistieron en su mentira cuando fueron confrontados.

No obstante, el contraste entre estos dos incidentes debiera de decirnos algo. Cuando compara­mos el adulterio y el asesinato de David con la hi­pocresía de Ananías y Safira, no estamos sugiriendo que Dios no se enoje contra la inmoralidad, sino que, aparentemente, se muestra más ofendi­do por la hipocresía y la insinceridad.

La hipocresía que viene con la religiosidad

El hecho es que aún hoy en día, tantos de no­sotros caemos a menudo en la hipocresía y en la insinceridad indica simplemente lo que ya hemos anotado: la diferencia entre lo que ofende a los cristianos y lo que ofende a Dios nace de la reali­dad de que todavía no hemos aprendido a ver las co­sas como Dios las ve.

La tradición religiosa superficial y sus creencias estrechas sirven de encubador para la deshonesti­dad y la hipocresía y como viveros donde mejor se desarrollan. La insinceridad religiosa y la hipo­cresía parecen representar una mayor afrenta pa­ra Dios que el hurto y la mentira. Después de to­do, el ladrón común y el mentiroso no pretenden ser ni religiosos ni santos.

Las faltas que estamos intentando descubrir es­tán tan arraigadas en las personas religiosas, que cuando son expuestas pueden resultar en violencia y asesinato. Por eso los escribas y los fariseos que­rían matar a Jesús, según vemos en el capítulo 5 de Juan, donde Jesús desafió la tradición judía sa­nando a un hombre en el día sábado.

Y el hombre se fue, y les dijo a los judíos que Jesús era- el que le había sanado.

y a causa de esto los judíos perseguían a Jesús, porque hacía estas cosas en el día de reposo.

Pero Elles respondió: Hasta ahora mi Padre trabaja, y yo también trabajo.

Entonces, por esta causa, los judíos aún más procuraban matarle porque no sólo viola­ba el día de reposo, sino que también llamaba a Dios su propio Padre. haciéndose igual Dios (vss. 15-18).

La hipocresía de los líderes judíos los había ce­gado de tal manera que interpretaron un acto de misericordia con un crimen que debía ser castiga­do con la muerte. No es de extrañar entonces que Dios considere a la hipocresía con tanto desprecio.

Veamos también el caso de la muerte de Esteban en Hechos 7. Cuando la hipocresía de los líderes de la sinagoga fue expuesta por la predicación ungida de Esteban, estos lo apedrearon hasta que lo mataron.

Una de dos cosas sucede cuando la verdad confronta a la hipocresía: o el hipócrita es liberado de su pretensión, o el asesinato se manifestará en su corazón.

Si quiere confirmación adicional de cómo se siente Dios con respecto a la hipocresía, lea el ca­pítulo 23 de Mateo, donde Jesús denuncia a los escribas y a los fariseos. Además de la ocasión en que echó del templo a los cambistas, ninguna otra porción de la Escritura refleja tanta indignación y enojo. Yo creo que la razón es que los líderes a quienes reprendió, eran los responsables de la sa­lud espiritual de la nación de Israel. Con su hipo­cresía habían distorsionado y diluido la majestad de los mandamientos de Dios con cientos de re­glas impracticables y requisitos ceremoniosos que alcahueteaban su orgullo religioso y servían a sus propósitos egoístas.

Habían fracasado rotunda­mente en su responsabilidad pastoral y sacerdotal para con el pueblo de Israel y su funesto defecto había crecido a proporciones tan trágicas que en­tristecieron y enojaron el corazón de Dios. En el centro de todo estaba el pecado de la hipocresía.

Una advertencia para nosotros

Tenemos que recordar que nuestra generación no está libre de este mismo problema, porque con cada movimiento fresco del Espíritu de Dios entre su pueblo, están siempre presentes los ingredien­tes que conducen a la hipocresía. Es mucho más fácil reconocer estos síntomas en la fe y práctica de los demás que en nosotros mismos.

Es más, es una verdadera lucha creer y llegar a practicar la franqueza del Reino. Estamos tan acostumbrados a las actuaciones religiosas, tan condicionados a pretender ser finos, religiosos y santos, no importa la tormenta interna de resenti­miento, que muchas veces somos incapaces de quitamos la máscara y dejar que todos nos vean tal como somos.

Igual que los escribas y los fari­seos de antaño, nos rodeamos de reglas y tradiciones religiosas con la intención de que estas re­presenten la realidad espiritual en la que creemos, pero que en verdad lo que hacen es proveer un escondite adonde escapamos para no confrontar la realidad con respecto a nosotros mismos.

Una de las razones por las cuales el Señor fue tan duro con los escribas y los fariseos y por la cual recurrió a la reprensión cortante y punzante es porque sabía que se necesitaba este tipo de confrontación chocante y brusca para romper su capa exterior de santurronería si en realidad po­día romperse.

Todos nosotros conocemos a personas que des­filan bajo esa concha de fariseísmo como si fueran realmente espirituales. Hace algunos años, en mi primer pastorado, me encontré con un anciano así. Había sido presidente de la junta de ancianos por veinte años, superintendente de la escuela domini­cal durante diez años, capaz de hacer la oración mas humilde y sincera durante la santa cena.

Pero también gobernaba la iglesia con una com­binación de falsa piedad y un temperamento in­controlable. La tragedia es que él creía realmente que era un hombre justo. Cada vez que sucedía algo en la iglesia que no era de su agrado o cuando la junta hacía una decisión que él no aprobaba, se inflaba como un sapo y comenzaba a sermonear y a criticar.

Me perturbó verlo actuar de esa manera y como yo era un joven pastor, celoso e inexperto, resolví retarlo la próxima vez que se comportara de esa manera. Así que una noche durante una reunión de comité, cuando comenzó a objetar una pro­puesta en su forma pontifical, aludiendo a como en todos sus treinta años como anciano la iglesia nunca había hecho eso. Le interrumpí de la siguiente manera:

«Sr. Butler. ¿Por qué es que cada vez que las cosas no van como usted quiere, usted cree que tiene que perder los estribos para decirle a todos lo equivocados que están?»

Fue todo lo que pude decir. El pomposo ancia­no comenzó a temblar de cólera. Su rostro se vol­vió lívido y sentí miedo de que le diera un ataque al corazón. Estaba temblando tanto que con difi­cultad podía hablar. Tenía un lápiz en la mano que partió en dos como si fuera una frágil ramita y apuntándome con los dos pedazos como si fue­ran espadas, me replicó:

«¿Encolerizado? ¿Quién dice que estoy encole­rizado? ¡Lo que siento es una justa indignación!» La triste realidad es que él lo creía así. Detrás de todo .su engaño pesaban años de una postura reli­giosa intolerante y centrada en sí mismo que na­die había tenido el valor de retar. Debo agregar que mi único intento no hizo ni mella en su capa de hipocresía.

El problema en nuestro medio

Desafortunadamente, este comportamiento no sólo se encuentra en las personas sumidas en la tradición del denominacionalismo histórico. Mi­nistros y líderes en todos los círculos cristianos es tan obvio como en el ejemplo citado, pero no deja de estar allí.

Hay cristianos que ocupan posiciones impor­tantes de liderazgo que son bendecidos por Dios en sus ministerios, pero que operan con una doble y condenada norma. En consecuencia, muchas de las trágicas divisiones que plagan el Cuerpo de Cristo no son realmente el resultado de diferencias sinceras en opinión o convicción espiritual, sino la consecuencia de una conducta hipócrita y falta de ética.

Conozco a un pastor bastante controversial pe­ro muy sincero que ha buscado la reconciliación con otro pastor decidido a destruir el ministerio del primero con denuncias públicas. En un espíri­tu de humildad y motivado por un profundo de­seo de reconciliación, este pastor escribió a su crí­tico una carta privada, describiendo lo que creía eran los puntos de diferencia, pidiendo perdón por alguna ofensa personal y sugiriendo que se reunie­ran en cierto lugar y tiempo para intentar resolver los problemas como hermanos en Cristo.

Pero ¿acaso respondió su crítico con un deseo de reunirse? No. Contrariamente, lleno de afecta­ción farisaica, deliberadamente rehusó contestar la carta, pero seleccionó algunas frases y las publi­có fuera de contexto en su propia circular como admisiones de culpa, continuando así su vendetta contra su hermano en Cristo. Esta conducta malé­fica y afectada se extiende como una plaga por el Cuerpo de Cristo. Trágicamente, pareciera como si algunos cristianos tomaran la misma unción de Dios sobre sus vidas y ministerios como autorización para juzgar y condenar a sus hermanos. Si no para condenarlos, quizás para explotarlos.

Pasos prácticos

Para terminar, quisiera comentar brevemente so­bre seis pasos prácticos que reconocen el peligro de convertirse en un hipócrita y cómo evitarlo.

  1. Estamos en peligro de caer en la hipocresía cada vez que comenzamos a confiar en nuestra propia justicia.

En la parábola del publicano y el fariseo en Lu­cas 18, Jesús describe con claridad los peligros de la hipocresía. El fariseo hacía alardes de su comportamiento superficial por lo justo que era; el publicano sabía que era un pecador y buscó la misericordia de Dios. Es significativo que Lucas introduce la parábola con una declaración de Jesús que unos «confiaban en sí mismos como justos, y veían a otros con desprecio» (v. 9).

Si usted cree haber alcanzado su lugar o logra­do su estado delante de Dios por algo que usted haya hecho o por cualquiera otra razón que la pu­ra gracia de Dios, tenga cuidado. Comienza a con­fiar en su propia justicia y está al borde de caer en la hipocresía.

  1. Estamos en peligro de caer en la hipocresía cuando creemos que somos los únicos que esta­mos haciendo la voluntad de Dios.

Una vez Juan le dijo a Jesús: «Maestro, vimos a uno echando demonios en tu nombre y trata­mos de impedírselo, porque no nos sigue» (Luc. 9 :49). ¿Reconoce el problema de Juan? Creía que los discípulos que estaban con él eran los úni­cos que servían a Dios apropiadamente,

También Jacobo y Juan en los siguientes versí­culos quisieron que lloviera fuego del cielo para destruir a los que se oponían a Jesús. El Señor les contestó con sencillez que estaban siendo dirigidos por otro espíritu. El sabía por su experiencia con los fariseos y los escribas que la hipocresía sin rienda tiende a la violencia.

  1. Estamos en peligro de convertirnos en hipó­critas cuando nos interesamos más en la corrección doctrinal que en servirnos el uno al otro.

Jesús dijo: «El mayor entre vosotros será vues­tro siervo» (Mat. 23: 11). Yo no recuerdo a ningún hombre que fuese feliz sirviendo a los demás que tuviera problemas con la hipocresía. La ma­yoría de los hipócritas son orgullosos y el orgullo demanda reconocimiento. El hipócrita piensa que es mejor de lo que es y espera que los otros con­cuerden con la opinión de sí mismo. Un verdadero deseo de servir provee un antídoto poderoso contra nuestras tendencias a la hipocresía.

  1. Estamos en peligro de convertirnos en hipó­critas cuando nos dedicamos más a reclutar que a redimir.

Cuando se está más interesado en que la gente se sume a nuestra comunidad o iglesia que en lle­nar sus necesidades una vez que se unan, entonces debemos sospechar de nuestros motivos. Un incre­mento en la membresía pudiese ser una señal ex­terna de éxito, pero en sí mismo no es una indi­cación de que estamos en los propósitos de Dios. En una de sus críticas más severas Jesús dijo:

¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipó­critas! porque recorréis mar y tierra para hacer un prosélito, y cuando lo lográis, lo hacéis dos veces más hijo del infierno que vosotros (Mat. 23: 15).

Tenemos que estar siempre en guardia para que nuestro deseo de que la gente se sume a lo que es­tamos haciendo no sea para nuestro beneficio y reputación, sino para su propio bien.

  1. Estamos en peligro de convertirnos en hipó­critas cuando nuestro énfasis es en cosas menores.

Debemos cuidarnos de la tendencia de preocu­parnos con las cosas a las que Dios no da tanto significado, mientras descuidamos otros intereses que son de suma importancia.

¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipó­critas! porque diezmáis la mente, el eneldo y el comino, pero habéis descuidado los precep­tos más importantes de la ley: justicia, miseri­cordia y fidelidad; pero estás son las cosas que debíais haber hecho, sin descuidar las otras.

¡Guías ciegos, que coláis el mosquito, y os tragáis el camello!

¿Cuántos cristianos conoce usted que se preo­cupan porque sus hijos adolescentes estén en la iglesia el domingo por la mañana, pero que se interesan poco en su paradero y lo que hacen el resto de la semana? ¿O padres que se turban te­rriblemente si sus hijos no sacan buenas califica­ciones en la escuela, pero que nunca encuentran tiempo para estar con ellos? ¿Y la congregación que puede gastar millones en un nuevo edificio, pero no tiene dinero en su presupuesto ni planes para ministrar a las necesidades de su propio ve­cindario?

  1. Finalmente, estamos en peligro de convertir­nos en hipócritas cuando estamos más interesados en nuestra imagen que en nuestro carácter.

¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipó­critas! porque sois como sepulcros blanquea­dos, que por fuera se ven hermosos, pero por dentro están llenos de huesos de muertos y de toda inmundicia.

Así vosotros también por fuera parecéis jus­tos a los hombres, pero por dentro estáis lle­nos de hipocresía e iniquidad (Mat. 23:27,28).

Es perfectamente comprensible que todos no­sotros queramos ser vistos y apreciados por otros por nuestras buenas características. Y a nadie se le ha de criticar por sus esfuerzos de presentar su buena cara al público. El problema viene cuando en nuestro deseo de ser admirados y apreciados, recurrimos al engaño, a la treta o a la insinceridad deliberada para aparentar ser mejores de lo que somos.

Sabemos que tenemos un problema con la hipocresía si vivimos y nos comportamos de una manera en privado y de otra en público. Nosotros los cristianos tenemos particularmente culpa cuan­do tratamos de aparentar bondad y santidad de una manera que no es consistente con lo que en realidad somos.

Una de las cosas que he apreciado a través de los años en mi relación con Charles Simpson, Bob Mumford, Derek Prince y Ern Baxter es que ellos son esencialmente los mismos en público o en pri­vado. Ninguno de ellos presenta una imagen al pú­blico que sea de ninguna manera inconsistente con el hombre en privado. Esta naturalidad, en­tonces, provee una base fuerte para que se desarro­lle una relación perdurable y fructífera. Entre no­sotros, hemos hecho todo lo que está a nuestro alcance para ser abiertos y sinceros unos con otros.

Yo creo que, si nuestros corazones están bien con Dios y uno con el otro, y si continuamos ca­minando diligentemente en integridad, rechazan­do la hipocresía y haciendo lo posible para alcan­zar la sinceridad del Reino, no importa lo difícil que se vuelvan las cosas, no importa los golpes que recibamos en las pruebas, Dios nos encontra­rá maduros y confiables, discípulos útiles suyos de quienes pueda decir: «Bien hecho, siervo bue­no y fie1.»

Tomado de New Wine, Mayo 1981 

Reproducido de la Revista Vino Nuevo vol. 4-nº 8  agosto 1982Don Basham, Bachiller en Arte y Divinida­des, graduado del Seminario de Enid, Okla­homa y ministro ordenado de la Iglesia Discí­pulos de Cristo. Es el editor de New Wine Magazine y autor de varios libros, entre ellos «Líbranos del Mal» y «Frente a un Milagro». El y su esposa Alice viven en Mobile, Alabama.

Reproducido de la Revista Vino Nuevo vol. 4 nº 8 -agosto 1982