Por Bob Murnford

Dios en su trato nos confronta con nuestra propia naturaleza.

El libro de Job comienza con estas palabras: «Hubo en tierra de Uz un varón llamado Job; y era este hombre perfecto y recto, temeroso de Dios y apartado del mal». ¿Qué más se podría decir de un hermano como él? Tres veces, la Es­critura reitera esta declaración; era un hombre justo, perfecto, recto, evitaba el mal y amaba a Dios. Había sido bendecido con muchos hijos, riquezas y posesiones «y era … más grande que todos los orientales».

Luego encontramos a Dios iniciando toda la acción. Comprenda que fue Dios quien comenzó todo lo que sigue y no el diablo. Esta es una ver­dad que tenemos que aprender. Ponga su nombre allí y lea: «¿No has considerado a mi siervo Luis, Juan, etc.?» Yo sé que Dios me conoce. Conoce todas mis necesidades y sabe lo que debe hacer al respecto.

Dios precipitó la crisis que se describe des­pués: la pérdida del ganado de Job, la destruc­ción de su propiedad, la muerte calamitosa de sus hijos e hijas. Note también que la noticia de cada tragedia le era traída por un siervo mientras el otro todavía estaba hablando. Este es un princi­pio bíblico: el trato de Dios es inexorable. Job ni siquiera tuvo tiempo de respirar. La crisis vino so­bre él, ola tras ola.

Pongamos la historia dentro de un contexto moderno. Este hermano, rico y con muchas pose­siones, salió temprano una mañana en su Cadilac nuevo y se estrelló («El Señor dio, y el Señor qui­tó»). Mientras el policía del tránsito le estaba ha­ciendo una boleta por infracciones, su casa se in­cendió; mientras su casa se quemaba, sus negocios quebraron… Cuando vemos estas cosas amonto­narse, la pregunta natural es ¿POR QUÉ?

Sin embargo, la respuesta de Job fue: «Desnu­do salí del vientre de mi madre, y desnudo volveré allá. Jehová dio, y Jehová quitó; sea el nombre de Jehová bendito». Y la declaración que sigue es: «En todo esto no pecó Job, ni atribuyó a Dios despropósito alguno» (1 :22). Job mantuvo su in­tegridad en medio de todas sus pérdidas. Enton­ces Satanás atacó de nuevo. Esta vez Job contrajo una sarna que lo cubrió «desde la planta del pie hasta la coronilla de la cabeza».

Luego su esposa entra en acción. «Entonces le dijo su mujer: ¿Aún retienes tu integridad? Maldice a Dios, y muérete». Pero Job le contes­tó: «Como suele hablar cualquiera de las mujeres fatuas. has hablado. ¿Qué? ¿Recibiremos de Dios el bien, y el mal no lo recibiremos?»

Los próximos protagonistas de la historia son los tres amigos famosos de Job: Elifaz, Bildad y Zafar. El versículo 12 dice que cuando lo vieron desde lejos, no lo conocieron; lloraron a gritos y cada uno rasgó su manto. Job estaba cubierto de llagas e irreconocible. Me alegro que se sentaron con él en la tierra durante siete días y siete noches sin hablar palabra. Era mejor consolación que la que siguió.

Ya dijimos que la historia menciona tres veces que Job era recto, perfecto, temeroso de Dios y apartado del mal. Fueron estas cuatro cosas las que precipitaron sus problemas. En otras pala­bras, Job estaba haciendo para Dios todo lo que él sabía hacer. Caminaba en la luz y comprensión que tenía. Detectamos que habla en el corazón de Job un deseo de conocer mejor a Dios. Tal vez su oración era: «Dios, muéstrame tus caminos. Si hay algo más, lo quiero saber».

En una ocasión, cuando pastoreaba una con­gregación (hermoso edificio; numerosas membre­sía; todo marchaba sobre ruedas), una señora me preguntó: «Pastor, ¿conoce Ud. el mover de Dios?» «Por supuesto que sí lo conozco», fue mi respuesta. Pero cuando llegué a casa me arrodillé para orar: «Señor, ¿qué es el mover de Dios? Si estás haciendo algo en la tierra, yo quiero sa­berlo». Dios oye esta súplica.

Job, en su posición original de prosperidad ha­bía estado clamando por conocer a Dios y sus caminos. Dios en su misericordia, toma ahora a Job y comienza a tratar con él para revelarle las respuestas que pide. A veces el camino es largo y tortuoso. Muy pocas personas logran comprender lo que Dios pretendía de su siervo Job. Dios vio el hambre de este hombre y se involucró en todos los eventos registrados para satisfacer su deseo.

Consejos «amistosos»

Debemos tener sumo cuidado en nuestra rela­ción con las personas que están bajo el trato de Dios. Si somos insensibles, llegaremos a formar parte del problema y no de las respuestas. Mu­chas veces no sabemos lo que Dios quiere de la vida de las personas. Este era el caso de los tres amigos de Job. Los consejos de Elifaz, Bildad y Zafar demuestran que no tenían idea en absolu­to, del propósito de Dios en la situación. Más bien infringieron los mismos principios del Dios que quisieron representar.

Una vez estaba predicando sobre esto y Dios comenzó a hablarme: «Bob, ¿me estás represen­tando como soy yo realmente, o como tú quieres que sea?» ¿Será eso posible? Esto comenzó un

tiempo de búsqueda en mi corazón, severo y pro­fundo. Me di cuenta que es muy posible repre­sentar a Dios según una imagen mental que tene­mos de él , que ha sido conjurada por deseos egoístas, y no como el gran YO SOY.

El primero que intenta ser de ayuda es Elifaz. Los capítulos 4 al 7 nos dan el razonamiento de este «alentador». Comienza recordándole a Job: «He aquí, tú enseñabas a muchos, y fortalecías las manos débiles. Al que tropezaba enderezaban tus palabras, y esforzabas las rodillas que decaían» (4:3,4). En otras palabras: «Médico, cúrate a ti mismo».

El segundo pensamiento de Elifaz es este: «Recapacita ahora; ¿qué inocente se ha perdido? y ¿en dónde han sido destruidos los rectos?» (v. 7). O, «nunca vi a un justo mendigando pan, ni a un inocente perecer. Saca tus propias conclusiones».

Su tercer solución no ofrece mucho aliento tampoco. Los versículos 12 y 13 relatan un sueño  que tuvo, con todo lujo de espeluznantes de­talles, que el pobre Job tuvo que oír. Nada de lo dicho ofrece una solución al problema por delante.

Ahora es la ocasión de Bildad de jugar de alen­tador (capítulo 8): «Si buscares a Dios y le ro­gares, él cambiaría todo esto». «Si fueres limpio y recto, ciertamente luego se despertará por ti, y hará próspera la morada de tu justicia. Dios no aborrece al perfecto … «

¿Qué le parecen estas palabras para levantar el ánimo de alguien caído? «Ya sé lo que te pasó, Job. No buscaste al Señor lo suficiente. Hay pe­cado en tu vida. Dios nunca se aparte de un hom­bre bueno». Estas son respuestas enlatadas que oímos todos los días. No es ninguna consolación para alguien oprimido que le lancen trivialidades «religiosas».

Finalmente, le toca a Zafar hacer el intento. Parece ser un hombre mayor y estaba listo para diagnosticar el asunto según él pensaba. «¿Harán tus falacias callar a los hombres? ¿Harás escarnio y no habrá quien te avergüence? Tú dices: Mi doctrina es pura, y yo soy limpio delante de tus ojos» (11 :3). Acusaba a Job de ser orgulloso y fanfarrón. Bien pudo haberle contestado Job; «¿ORGULLOSO? Mírame. ¿Cómo puede ser or­gullosa una persona en mi estado?»

Zafar continúa: «Si tú dispusieras tu corazón, y extendieras a él tus manos … » Qué consuelo pa­ra un hombre que estaba como estaba porque ha­bía intentado alcanzar el cielo. Era como tratar de levantar a un hombre empujándolo hacia abajo.

¿Por qué se habían equivocado sus amigos con sus buenas intenciones? Aquí intentaremos establecer otro principio. Estos hombres estaban tratando de FORZAR una ley para que Dios tra­tara con el problema. Habían visto antes ciertas leyes operando y sin conocer todos los factores decidieron que Dios tenía que obrar de la mis­ma manera en todas las circunstancias. Creían que lo habían descubierto todo. Pero, cuando Dios realmente se empeña en tomar a un hombre y hacer algo de él, Él tiene otras reglas que tal vez nosotros no conocemos. Si Ud. logra comprender esto, le evitará convertirse en la clase de consola­dor que eran los amigos de Job. También le ayu­dará si Dios va tras algo en su vida.

Todo se vale

Hay un dicho popular que dice: «Todo se vale en la guerra y en el amor.» Este es el principio que queremos entender. Dios ama al hombre y declara la guerra a lo que necesita corrección. El vio algo en Job que quería sacar, pero nadie más lo había visto.

La mayoría de las cosas que no están bien en nosotros, están profundamente arraigadas; más allá de lo que pueden ver los demás. Algunas de estas cosas, ni nosotros las vemos. Quiero ser tan sincero y claro como pueda para decir esto: cuando Dios va tras algo en la vida de un creyen­te, no existen reglas. El hace sus propias reglas. Tampoco nadie puede decirle «¿Qué haces?» Dios trató con Pedro de una manera, con David de otra y con Jacob totalmente diferente.

Muchos creen que Dios nunca le rompería la cadera a nadie, ni que acosaría tanto a una perso­na hasta que maldijera. Pero mejor es que lo crean. Vean los ejemplos de Jacob y de Pedro.

Dios nos sorprende a veces con lo que encuen­tra en los creyentes cuando responde a su deseo de conocerlo mejor. Recuerdo mi visita a un joven que estaba en el hospital. Tenía como ocho fracturas en las piernas, dos o tres en los brazos, ade­más del cráneo. Le pregunté cómo la estaba pa­sando y me contestó: «¡Magníficamente!»

«Entonces ¿qué estás haciendo aquí?»

«He estado huyendo de Dios.»

«No querrás decirme que Dios te hizo eso», repliqué yo.

«Así es.»

«Explícame.»

«Dios me llamó al ministerio y yo dije que no, pero Dios dijo que sí.»

Había algo en ese joven que Dios quería y fue tras él. Cuando Dios le pone la mira a una persona y va tras él, lo hace con sus propias reglas.

El joven continuó diciendo: «Dios me lo ad­virtió por profecía, en sueños y visiones. Dios me advirtió una y otra vez. Un día iba en mi motoci­cleta y, sin razón alguna, la moto se fue directo contra la defensa de una curva y no la pude en­derezar. Dio varias vueltas y desperté en el hos­pital. Le digo que estoy listo para servir a Dios.» ¿Quién no?

Tal vez Ud. esté pensando que Dios no haría semejante cosa. Es mejor que lo crea. Cuando Dios, que conoce la verdadera necesidad de un hombre, oye el clamor de su corazón por una comunión más íntima con él, es intenso en lo que hace y ha­rá cualquier cosa con tal de sacar a la superficie la verdadera causa del problema.

Había algo escondido bajo la superficie de Job que ni sus amigos conocían. Dios quería que Job lo viera y como él, también quiere que nosotros veamos lo que está dentro, en nuestro corazón. Es entonces cuando Ud. tendrá que aceptar o re­chazar mi tesis. Siento que por años no supe inter­pretar la historia de Job. No sabía lo que Dios quería sacar de él. Entremos en su vida.

Behemot y leviatán

El capítulo 40 y 41 nos introducen a estas dos palabras. Anótelas bien porque en la simbología oriental representan la fuente y la causa del proble­ma de Job. Me gustaría sugerir que behemot tipi­fica el voluntarismo y leviatán el amor a SI mismo. ¿Conoce ahora a estos dos monstruos?

En el capítulo 27, vemos cómo Dios comienza a exponer a estas dos fuerzas destructoras como la venda que bloqueaba de la vista de Job, lo que Dios quería de su vida. Note cómo las palabras Yo, Mi y Mía se usan catorce veces en seis cortos ver­sículos. ¿Qué nos dice eso? Veamos también ese famoso versículo que ensalzamos tanto. «Aunque él me matare, en él esperaré» (13: 15). Siempre supuse que era la cumbre de la grandeza hasta que descubrí que era precisamente lo que Dios quería sacar de Job – el voluntarismo.

«Descarga tu ira sobre mí que yo puedo aguan­tarla. Te mostraré que puedo resistir. Jamás parti­ré de mi justicia. Otros fracasarán, pero no yo. Resistiré hasta el fin.» Esta clase de manifestación del voluntarismo es una de las cosas más sutiles que he descubierto en la palabra de Dios. No crea que eso es lo que Dios quería producir con su tra­to. Dios no quería descubrir lo fuerte que Job era. Dios no está interesado en que Ud. pase por una prueba con el ego inflado haciendo alardes a Dios de lo fuerte que Ud. es. Dios no está tratando de averiguar su resistencia. El busca algo más precio­so: un quebrantamiento interno que clame a Dios por misericordia.

El capítulo 41 dice de behemot: «Sale de ma­dre el río, pero él no se inmuta; tranquilo está, aunque todo un Jordán se estrelle contra su boca» (v. 23). El río es un símbolo de angustia y tribula­ción. Es Dios quien habla a Job Y le dice: «Hijo mío, eres fuerte en tu voluntad y necesitas que­brantarte.»

El segundo monstruo, leviatán, es una especie de cocodrilo. Veamos cómo se asemeja al otro im­pedimento que tenía Job íntimamente arraigado. En el capítulo 29 encontramos las palabras Yo, Mí, Mío usadas treinta y dos veces en diecisiete versículos. Tal vez ni él mismo sabía su problema. El problema del YO. Tan sutil que va más allá de nuestra comprensión y sólo Dios sabe cuán impreg­nado está en la personalidad.

El versículo 1 y 2 del capítulo 41 pregunta: «¿Sacarás tú al leviatán con anzuelo y horadarás con garfio su quijada?» Este cocodrilo desafía los métodos convencionales para apresarlo. El versícu­lo 10 continúa diciendo: «Nadie hay tan osado que lo despierte.» Cuando alguien despierta el amor propio en una persona, es capaz de despe­dazarlo como una fiera. El versículo 15 continúa la descripción: «La gloria de su vestido son escu­dos fuertes, cerrados entre sí estrechamente.» Cuando una persona se viste con su amor propio, no permite que nadie entre. El versículo 34 concluye: «Menosprecia toda cosa alta; es rey sobre todos los soberbios.»

Es una descripción perfecta de dos monstruos que separan al hombre de lo que Dios quiere en su vida. Voluntarioso hasta el extremo de creer que se puede tragar todo un río y con un amor propio capaz de hacer «hervir como una olla el mar pro­fundo, y lo vuelve como una olla de ungüento» (v.31). Estas cosas cierran a un hombre tan hermé­ticamente que ni Dios puede entrar. Así que Dios, por su poder, tiene que permitirle al enemigo que venga sobre esa persona y lo abra. Entonces se verá cómo es realmente. Estos dos monstruos son tan perversos que acusan hasta a Dios.

La luz rompe la oscuridad  

Escuchamos a Dios hablar a Job (c.38) desde un torbellino. Le hace unas preguntas y Job co­mienza a ablandarse. Sus pensamientos caen jun­tos a los del Todopoderoso, y se da cuenta que Dios anda tras algo en él que no había visto y de­cide prestar toda su atención, y se abre a Dios.

Esto da oportunidad para que Dios responda (40:7): «Cíñete ahora como varón tus lomos, te voy a hablar como a un hombre.» Qué hermo­so es hablar de esa manera en vez de bajar la con­versación al nivel de un niño. Recordemos lo que Pablo dice a los corintios (l Co. 3: 1 ,2), «quise hablarles como a hombres, pero tuve que tratar­los como a niños; tuve que darles leche en vez de carne.»

Y Dios comienza a hacer preguntas (40 :9) » ¿Tienes tú un brazo como el de Dios? ¿Y true­nas con voz como la suya?» Podríamos parafrasearlas de esta manera: «¿Qué piensas que eres con toda tu fuerza y voluntad? Párate como un hombre y oye lo que tengo que decirte.» Este es el «hombre perfecto y recto, temeroso de Dios y apartado del mal» pero voluntarioso y con un amor propio bien arraigados. «Querido Job, ando tras eso en ti y te voy a liberar, y cuando lo haga serás libre de verdad.»

Ahora Job responde (42:2). «Sé que no hay nada que se esconda de ti. Por tanto, yo hablaba lo que no entendía; cosas demasiado maravillosas para mí, que yo no comprendía … Por tanto,  me aborrezco, y me arrepiento en polvo y ceniza» (v.6). Todo el trato de Dios estaba diseñado para llevar a Job a este lugar: poder decir desde su co­razón, «Me aborrezco. Me veo como soy realmen­te. Otros me miraban como un hombre perfecto y recto, temeroso de Dios y apartado del mal. Pero tú me viste como soy en realidad. Y tú eres quien me ha mostrado cómo soy.»

Esta revelación no es para condenar, sino para liberar. Casi podemos oír a Job decir: «Gracias, Dios, porque puedes ver lo que los hombres no pueden. Ahora que el leviatán y el behemot han sido dominados, puedo vivir verdaderamente, res­pirar aire fresco y ver la luz del día.

Dios reivindicó a Job. Le dio una familia más grande que la anterior: le repuso su riqueza mate­rial, con más abundancia; y le devolvió a todos sus amigos. Dios también trató con Elifaz, Bildad y Zofar. Les dijo (42:7): «No hablaron correctamen­te. No comprendieron lo que yo quería de Job. Vayan ahora para que Job ore por Uds.» Fue hu­millante, pero tuvieron que disculparse y pedir perdón. «Por supuesto, los perdono,» dijo Job, «yo tampoco sabía lo que Dios quería sacar de mí. Ni Uds. tampoco.»

Nuestro estudio comenzó con la pregunta de un hombre atravezando una prueba personal. Terminemos con otras preguntas y pidamos que Dios nos dé las respuestas.

¿Deberíamos intentar pasar por las pruebas con la fuerza humana? ¿Estaremos tan dominados por un amor a sí mismos que no permitimos que na­die penetre esa armadura? ¿Estaremos dispuestos a pedirle a Dios que haga en nosotros lo que noso­tros no podemos? ¿Hemos experimentado ya el fracaso de Job?

Si queremos recibir respuestas que satisfagan, tendremos que mirar al Señor y decirle: «Dios, sé que tú ves las cosas como son realmente. Yo no sé si soy voluntarioso o tengo demasiado amor a mí mismo, pero si es así, por favor ayúdame. Mués­trame el camino que me saque de esta situación. Libérame del humanismo que me impide alcanzar las alturas.»

Si Ud. es sincero con Dios, él le mostrará lo que él quiere sacar de su vida. Sacará esas cosas a la superficie para que puedan ser sanadas. Necesi­tan ser expuestas para que nos entendamos como él lo hace. Sus respuestas a las peticiones sinceras son las correctas; las únicas que pueden curar ver­daderamente. Y Dios pondrá en operación el pro­ceso perfecto que devolverá nuestra salud. A me­nudo, la corrección es dolorosa, pero una parte necesaria en la operación. No importa cuán ba­jo haya caído el hombre, el camino de regreso es posible y beneficioso, más allá de lo que jamás podamos imaginar.

Bob Munford se graduó del Seminario Episcopal Reformada de Filadelfia, E.U.A. Sirvió como decano del Instituto Bíblico Elim y como pastor evangelista y conferenciante. Fue miembro de la Junta Editorial de New Wine.

Siembra la semilla

Tomado de Bocadillos para el alma de Rodolfo Loyola

Cuando la crisis de alimentos se hizo más aguda en la Cuba comunista, el gobierno lanzó un plan de dar una arro­ba de frijoles a todo aquel que tuviera donde sembrarla. Es­tar por meses sin un grano que cocinar y de pronto verse con 25 libras de deliciosos frijoles negros, fue demasiada tentación para algunos, y terminaron por comerse la semilla.

Otros, empero, mirando hacia el futuro, echaron el precioso grano en el surco.

Antes de los seis meses, cuando estos últimos disfru­taban la abundante cosecha, los otros continuaban con una prolongada y humillante escasez, pidiendo y comprando a precios desorbitantes.

Si queremos ver frutos abundantes en la Viña del Señor, debemos sembrar la semilla de la Palabra y no hacerla mo­rir en nosotros por haberla comido egoístamente sin mirar al futuro.

Reproducido de la Revista Vino Nuevo vol. 5-nº 8- agosto 1984