Por Keith Curlee

¿Qué les viene a la mente cuando oyen la palabra «vergüenza»? Esta pregunta la hice recientemente a un grupo de jóvenes y sus respuestas fueron muy reveladoras. Algunos dijeron «turbación, des­precio, rechazo, ridículo, culpa, desenmascara­miento, depresión, fracaso, aislamiento, etc. Todas estas cosas causan un efecto devastador en nuestras personalidades. Consideremos, entonces, cómo nos hace sentir la vergüenza. Si yo le digo a mi hi­jita, » ¡No te da vergüenza!», es como si le estuviera impartiendo depresión, desprecio, aislamiento y fracaso. La vergüenza es un sentimiento terrible que nos afecta más profundamente de lo que comprendemos.

Por ser la vergüenza una emoción tan poderosa, esta nos motiva en formas extrañas. Hacemos to­do lo posible para evitar ser avergonzados. Esta es la razón por la que el diablo usa la vergüenza para manipularnos. En el huerto del Edén vemos por primera vez cómo sucedió. Génesis 2:25 dice que Adán y Eva estaban desnudos y no sentían ver­güenza. Pero Satanás entró con la intención de enseñarles cosas para las que Dios no los había preparado. Entró para avergonzarlos.

-He notado que Dios no te habla mucho.

-Sí, pero a Adán le habla bastante.

– ¿No te gustaría estar tan cerca de Dios como lo está Adán, e incluso ser como Dios? -Claro que me gustaría.

-Entonces, ¿por qué no pruebas esta fruta?

Eva escuchó al enemigo y Adán siguió su ejem­plo. Entonces, cuando Dios vino a buscarlos sin­tieron vergüenza por primera vez. ¿Qué hicieron cuando se sintieron llenos de vergüenza? Pues, trataron de esconderse. Cuando Dios llamó: «Adán, Adán,

¿dónde estás?», Dios no estaba jugando a las escondidas. La sabía dónde estaba. Lo que estaba preguntando realmente era sobre ese senti­miento extraño que estaba presintiendo. «¿Qué es eso que percibo en ustedes y que yo no les he da­do?» Adán y Eva habían descubierto la vergüenza y desde entonces, todos nosotros hemos sentido sus efectos como resultado de su pecado.

          No me avergüenzo del evangelio

Los miles de años de vergüenza han torcido y pervertido tanto la moral de nuestro mundo, que ahora, los que se sienten avergonzados por el enemigo son precisamente los que no deberían estarlo. Satanás intenta que nos avergoncemos por hacer lo que es correcto. Esto ocurre especial­mente entre los jóvenes, que son presionados in­tensamente por otros de su edad. La vergüenza muchas veces les empuja a la rebelión:

«¿Hablas en serio? ¡Tú debes ser el único mu­chacho sobre este planeta que jamás se ha embo­rrachado o se ha drogado!»

» ¿Qué? ¿Que tu padre no te deja estar fuera de la casa después de la media noche? ¿Y le haces caso a ese viejo anticuado?»

Una joven de nuestra iglesia me dijo reciente­mente: «Mis amigas me avergüenzan porque soy virgen». Los jóvenes tienen también el mismo pro­blema: el ser vírgenes los pone en ridículo ante sus compañeros. Medite en esto, ¡están siendo avergonzados por cualidades que Dios dice que son bue­nas! El enemigo los presiona con el arma de la ver­güenza.

Las buenas noticias son que no tenemos que adaptarnos a lo que otros están diciendo y haciendo. No tenemos que dejamos manipular por una falsa vergüenza del enemigo. Cristo cambió todo eso.

Porque la serpiente usó la vergüenza para enga­ñar a Eva en el huerto, Dios la maldijo prometiendo al mismo tiempo que Uno vendría y aplastaría la cabeza de la serpiente. Ese Uno es Jesús. Él no se avergonzó de los propósitos de Dios ni de su pue­blo. Si hubiera sido así, no habría muerto tan vergonzosamente en la cruz.

Cristo sufrió la vergüenza para que nosotros no fuéramos avergonzados. Si el Dios Todopoderoso no se avergüenza de nosotros, entonces ¿por qué nosotros, que hemos sido salvados por su gracia, nos hemos de avergonzar de él?

El apóstol Pablo dice: «No me avergüenzo del evangelio, pues es el poder de Dios para la salvación de todo aquel que cree» (Rom. 1: 16). El evangelio es el arma para combatir la vergüenza. Tenemos el poder para mantenemos firmes y decir» ¡No me avergüenzo!» El evangelio de Jesucristo nos asienta sobre una roca firme. ¡Aleluya!

Venciendo la vergüenza

Para vencer la vergüenza, primero tenemos que entender por qué nos afecta tan poderosamente; por qué es que haríamos cualquier cosa con tal de evitar ser avergonzados.

Una de las razones es algo muy sencillo: No queremos ser «diferentes». A lo que debemos pre­guntamos sinceramente: ¿Diferentes de qué? Si vemos el tipo de molde en el que el mundo quiere meternos, nos daremos cuenta de que necesitamos ser diferentes.

Nuestra sociedad, por ejemplo, dice que la pro­miscuidad sexual es normal. Uno de los productos de esa filosofía ha sido los millones de bebés que han sido asesinados en abortos con el indescriptible daño emocional y espiritual causado a los progenitores irresponsables. La sociedad dice también que «emborracharse es divertido» y miles de per­sonas han muerto en accidentes automovilísticos causados por motoristas ebrios. ¿Por qué tenemos que avergonzarnos de ser diferentes de ese estilo de vida?

Pablo dice en el primer capítulo de Romanos que, por su rebelión, el corazón de los hombres se ha oscurecido y Dios ha permitido que caigan en la perversión y en la verdadera vergüenza. Si recor­damos hacia dónde se dirige el mundo, tal recuerdo nos motivará a ser «diferentes».

       Parte de nuestro crecimiento

Otra parte importante para vencer la vergüenza es enfrentarnos a nuestros fracasos. Aprender a tratar nuestros fracasos apropiadamente es una parte necesaria en nuestra madurez. Todavía re­cuerdo de niño cuánto quería agradar a mi padre y cuántas veces fracasé en mi intento. Cada vez que me lo proponía, parecía que nada me salía bien por lo que me llenaba de vergüenza. Recuerdo que un día me subí a un árbol para podar una ra­ma que mi papá quería cortar. Él estaba debajo del árbol y se agachó para recoger algo del suelo justo en el momento en que yo cortaba la rama que creí que él quería podar. Pero no era esa. La enorme rama cayó en las espaldas de mi papá. No sólo estaba avergonzado, sino que también tenía miedo de bajarme del árbol.

De nuevo había fra­casado. Es frustrante comenzar con buenas intenciones y terminar en el fracaso. Sin embargo, la experiencia puede ser parte de nuestro crecimien­to espiritual. Si permitimos que la vergüenza por nuestros fracasos nos aparte de los propósitos de Dios y nos lleve a la desesperación, nos daremos por vencidos. Pero si logramos encarar nuestra vergüenza con una buena actitud, el Señor nos hará madurar. En vez de acobardarnos y darnos por ven­cidos, deberemos admitir que sí fracasamos. «Sí, papá, casi te quebré la espalda, pero en mi corazón quise agradarte. La próxima vez lo haré mejor».

         Escuchando la instrucción

¿Cómo evitar el fracaso para no tener que aver­gonzarnos? No hay ninguna manera infalible, pero sí hay algo que podemos hacer; y esto es «escuchar la instrucción». A los hombres nos cuesta más es­cuchar instrucciones porque hiere nuestro orgullo masculino tener que recibir directivas de alguien con más sabiduría que nosotros. Si no lo creemos, veamos a un típico padre armando la bicicleta nue­va de su hijo la noche antes de Navidad.

«Querido,» sugiere la esposa suavemente, «¿no crees que debes leer las instrucciones antes de seguir armando la bicicleta?»

«¿Lo dices en serio? ¿No sabes que conozco de bicicletas desde que tenía siete años?»

Horas después, a las cuatro de la mañana, toda­vía hay piezas regadas por todo el piso. El papá exclama, en medio de una profunda desesperación: » ¿Qué es lo que pasa, Señor, que me has abando­nado en medio de este lío?»

Cuando no atendemos a las instrucciones, repe­timos el mismo error de Adán y Eva en el huerto. Ellos no atendieron a las palabras de Dios.

Proverbios dice que «El necio menosprecia el consejo (15: 5) pero que el sabio lo recibe» (13: 1). Cualquiera que sea nuestra interpretación de necio, la Biblia dice sencillamente que es alguien que no recibe la instrucción. Las consecuencias de la necedad no se pueden evitar: «Los sabios heredarán honra, mas los necios llevarán ignominia» (vergüen­za)» (Prov. 3:35). Si queremos evitar la vergüenza tenemos que hacer a un lado nuestro orgullo y atender el consejo de los más sabios.

Más fuerte que las tinieblas

Otro aspecto que nos ayuda a vencer la vergüen­za es el reconocimiento que la luz es más fuerte que las tinieblas. Nosotros no somos los que tene­mos que avergonzarnos.

Hace poco estuve jugando al golf con dos pas­tores de nuestra congregación. Una persona extraña se nos acercó cuando estábamos por comenzar y nos pidió le permitiéramos jugar con nosotros. Lamentablemente, pudimos haber apuntado su marcador por el número de maldiciones que usaba cada vez que hacía un mal tiro. Cuando hubimos llegado al noveno hoyo, preguntó a uno de los pastores: «Dígame, ¿en qué trabajan sus amigos?» «Son pastores». Pareció como si algo lo hubiera golpeado en pleno rostro, al tiempo que se discul­paba por sus malas palabras.

Así sucede con las personas cuando se dan cuen­ta que somos cristianos. Se sienten avergonzadas. Esta es la razón por la que el diablo quiere hacer­nos a nosotros sentir vergüenza. Él sabe que la luz es más fuerte que las tinieblas e intenta cubrir nuestra luz con falsa vergüenza.

El pobre golfista se despidió pidiendo toda cla­se de disculpas por su manera de actuar. Me da mucho gusto decir que nuestro encuentro con él no terminó allí. Le hicimos saber que no lo estába­mos condenando, y tuvimos ocasión de seguir conversando con él abiertamente del Señor.

Esa tarde hubiera resultado diferente si noso­tros nos hubiéramos avergonzado de nuestra fe. También el día de Pentecostés hubiera terminado de otra manera si los discípulos se hubieran aver­gonzado cuando la multitud los llamó borrachos. El enemigo intentaba avergonzarlos para que es­condieran su fe, pero ellos rehusaron ser intimida­dos. Al contrario, Pedro les contó abiertamente lo que Dios había hecho en sus vidas y el resultado fueron tres mil personas convertidas y bautizadas ese mismo día.

No debemos avergonzarnos del tesoro que tene­mos. Más bien dejemos que el mundo se avergüence de sus caminos cuando nos vea caminando con el Señor. El apóstol Pedro exhorta a estar «siempre preparados para presentar defensa ante todo el que os demande razón de la esperanza que hay en vosotros» (1 Pedo 3: 15). Esto quiere decir que cuando alguien nos pregunte por qué hacemos lo que hacemos nosotros le respondamos confiada­mente. Si nos da vergüenza decirle, porque no sa­bemos qué pensará de nosotros, nunca llegaremos a saberlo. Podría ser que esté buscando la clase de fe que nosotros tenemos y perderemos la oportu­nidad de ayudarle a encontrarla. La luz que tene­mos adentro es más fuerte y valiosa que las tinie­blas en el mundo.

Una roca sólida

El enemigo intentará vencernos con vergüenza una y otra vez durante el curso de nuestra vida.

Pero damos gracias a Dios que el evangelio que te­nemos es más poderoso que las presiones de nues­tros congéneres para hacernos sentir avergonzados. Hemos sido salvados por la resurrección de Jesu­cristo quien se sienta a la diestra del Padre. El Es­píritu Santo está a nuestro lado para darnos las respuestas cuando las necesitamos para aquellos que retan nuestra manera de vivir. Estamos parados en la roca firme.

Cuando el mundo nos diga: «Hazlo», e intente avergonzarnos si no lo hacemos, podemos volver el curso de la conversación y sin vergüenza alguna decirles: «¡Jamás! Si crees que voy a hacer lo que estás haciendo, estás loco. Es un disparate.»

Esa resolución de caminar sin vergüenza en los caminos de Dios nos asienta sobre la roca sólida.

Jesús nunca se avergonzó de ser quien era, sino que abiertamente admitió ser el Hijo de Dios. Eso perturbó a muchas personas, pero abrió la puerta para que muchos vinieran al Padre. Tampoco no­sotros debemos avergonzarnos porque somos quie­nes somos; abiertamente debemos admitir que so­mos sus seguidores. Y aunque lo que hagamos ven­drá como una sorpresa para muchos, lo que diga­mos les puede abrir la puerta para llegar al Padre.

¡Yo no me avergüenzo! No me avergüenzo de la manera que Dios me ha llevado a vivir. No me avergüenzo de recibir instrucción, porque la ins­trucción de Dios y de otros ha salvado mi vida. Sobre todo, no me avergüenzo del evangelio, por­que es el poder de Dios. Es la clase de poder que nos guardará de la presión de la vergüenza para acomodarnos a un molde mundano. Dios quiere a un pueblo que camine con esa clase de poder. Dios está buscando a un pueblo que se enfrente al mundo con confianza y le diga: «¡Yo no me avergüenzo!»

Keith Curlee es el presidente del ministerio Triumphant Mercy desde 1992. Es padre de tres mujeres y un varón todos adultos.

Reside en Mobile, Alabama con su esposa Betsy.

Reproducido de la Revista Vino Nuevo vol. 5-nº 5 febrero 1984