Por Bob Munford

Rara vez alguien deja de caminar con el Señor como consecuencia de un solo suceso cataclísmico aislado. Más bien, hay un largo período de decli­nación, un «galanteo asiduo», por una razón u otra o por algún medio u otro, que resulta even­tualmente en la separación.

La mayoría hemos visto situaciones como las del joven brillante, y con gran potencial, que ha tenido un encuentro con Jesucristo que le ha cam­biado su vida. Durante meses o años vive de la inercia de su experiencia inicial. Luego vienen las inevitables presiones o el «galanteo asiduo.» Pu­diese ser una novia no convertida, o tal vez la atracción de una carrera o un logro educativo que no está de acuerdo con el máximo propósito de Dios para su vida. Un anhelo de volver a sus viejas amistades y a su vida pasada pudieran separarlo de Dios. No importa lo oculto o lento que esta atracción sea, el efecto es que se aparta de hacer la voluntad que Dios le ha revelado.

Este «galanteo» insidioso y continuo es muy común en nuestros días y se siente en todos los aspectos de la vida cristiana. La Biblia describe esta presión como «el misterio de la iniquidad»; como algo que no se puede entender pero que se puede describir en su intento de apartar a los cris­tianos de su ética bíblica y su moralidad básica.

Puntos en tensión

Pareciera ser mejor para nuestro crecimiento la persecución abierta, y no la marea sutil y continua del humanismo que erosiona la vida cristiana, por­que al menos así quedan claros los puntos en dis­puta. Desde el Renacimiento del Siglo XVIII, el mundo occidental ha sido inundado por confusas filosofías, teorías sicológicas y de comportamien­to; investigaciones científicas y seudo intelectuales que han multiplicado su ataque contra la autori­dad de las Escrituras. El resultado ha sido el nacimiento de una sociedad individualista, amoral y técnica. Nuestra sociedad es un conglomerado de personas desesperadas y solitarias que luchan co­mo un toro salvaje dentro de una red.

Mi propósito no es volver a enunciar los pro­blemas, ni repasar lo mal que están las cosas, más bien es el de detallar con sencillez cuáles son los puntos en tensión y sugerir un consejo práctico que nos ayude a mantener el curso.

Las palabras de Jesús acarrean problemas para quien las oye. Su declaración de que él es el Cami­no, la Verdad y la Vida son totalmente inacepta­bles para esta generación. Nuestra sociedad, que prefiere una filosofía pluralista, nos aceptaría más si acordáramos no repetir el reclamo del Señor. El pluralista que defiende la tesis de mas de una solu­ción viable para el dilema humano, se ha embar­cado en un curso de colisión con quienes sostene­mos que Jesucristo es la única y final solución que Dios ha provisto. Por supuesto, tenemos que evi­tar la sobre simplificación ingenua; porque la Igle­sia se enfrenta a una serie de problemas que son complejos e intrincados. Sin embargo, con cada problema hay una provisión dada por Dios que lo acompaña.

Desafortunadamente, en su búsqueda de la li­bertad, el progreso y la dignidad del hombre apar­tado de Dios, nuestra sociedad se ha desprendido de su fundamento. Los valores básicos y la mora­lidad esencial para preservar a nuestra civilización están siendo erosionados. Los puntos en tensión son determinantes. La sobrevivencia de nuestra civilización occidental y nuestra forma de vida es lo que está en juego. Tenemos que enfrentar la posibilidad de un genocidio espiritual; es decir, el creciente deseo en nuestra sociedad de deshacerse de personas como nosotros, porque insistimos en que la palabra de Dios, el Hijo de Dios y el plan de Dios son las respuestas que ellos buscan.

La influencia de la sociedad

A muy pocos les gusta oír hablar de moralidad básica. Nuestra sociedad nos ha lavado tanto el cerebro, que también los cristianos tienen la ten­dencia de poner un oído sordo a este tema. Sin embargo, no hay nada mejor para nosotros ahora que ser instruidos en lo que es bueno y lo que es malo. Debemos considerar cuidadosamente lo que es moral, inmoral y amoral. ¿Quién tiene la auto­ridad para definir lo que es malo? ¿Permitiremos que otros nos impongan sus normas de conducta? ¿De qué manera afecta la moralidad a mi indivi­dualidad y libertades personales?

La mayoría de nuestras respuestas a estas pre­guntas pudieran parecernos correctas al principio, pero no hemos tomado en cuenta la gran influencia corrosiva que la televisión y los otros medios de comunicación ejercen sobre el mundo y la Iglesia. La televisión en particular regula nuestro pensa­miento consciente e influye, más de lo que pensa­mos, en nuestra conducta. Cuando hablamos de individuos como John Dewey o Siegmund Freud, por ejemplo, que han causado un grave daño a la moralidad cristiana, tenemos que incluir también a los productos de la televisión con su influencia sobre millones.

En 1 Corintios 15: 33, el apóstol Pablo escribió estas palabras a una iglesia que había sido influenciada e infectada por las filosofías mundanas: «No se dejen llevar por los que dicen tales cosas. Si les hacen caso pronto estarán llevando una vida como la de ellos» (NTV énfasis del autor). La exhorta­ción del siguiente versículo 34 dice «Despierten y no pequen más». La Biblia de las Américas dice:

«Las malas compañías corrompen las buenas cos­tumbres.»

No debemos suponer que, porque amamos al Se­ñor, oramos y confiamos en Cristo, que no haya­mos sido influenciados por nuestra sociedad y por teólogos, pastores y maestros «tendenciosos» que enseñan lo que «está de moda». Sus innova­ciones antibíblicas tienen inevitablemente una in­fluencia negativa en la iglesia. Cuando ya «todos lo hacen» es muy fácil descuidarnos o hasta tran­sigir con la verdad.

Claridad Bíblica

El estándar de la Palabra de Dios, como una ca­dena segura que nos ancla, no puede ser quebrada. Esta verdad fue declarada por Jesús en Juan 10: 35:

«La Escritura no puede ser quebrantada». Jesús vio la Palabra de Dios como un estándar perma­nente y una influencia restringente para la huma­nidad.

Las ramificaciones de esta verdad debieran te­ner un gran impacto sobre nosotros. Si las Escritu­ras no pueden ser quebrantadas y nosotros lo ha­cemos, ¿cuáles serán las consecuencias en nuestras vidas? Si las Escrituras no se pueden quebrantar, entonces ellas nos quebrantarán a nosotros even­tualmente. La ley de la gravedad puede ser desafia­da, reemplazada o interrumpida, pero no quebrantada. Con el tiempo, la gravedad reclamará su pro­pio derecho igual que la ley de Dios.

La sociedad o el individuo puede burlarse, re­chazar o negar las Escrituras, pero la palabra de Dios no puede ser quebrantada. Es como un hom­bre que salte del piso número setenta y cinco de un edificio gritando: «Soy libre. Soy libre», con el tiempo tendrá que enfrentarse a la ley de la gravedad y con una parada estrepitosa, igual que la sociedad, tendrá que considerar la ley de Dios.

Todas las civilizaciones pasadas, presentes y fu­turas, tendrán que enfrentarse con la naturaleza eterna de Dios, su Palabra y su propósito inexora­ble. Los hombres pasan por sus revoluciones se­xuales, morales y éticas gritando, «Soy libre», pe­ro como el hombre que se atrevió a desafiar la ley de la gravedad, tendrá que habérselas con la palabra eterna de Dios. Su palabra no puede ser que­brantada. En el final esta nos quebrantará a nosotros.

Su palabra es como una cadena. Las Escrituras usan muchas metáforas semejantes, como el yugo, que contrasta con las así llamadas libertades perseguidas tan asiduamente en nuestros licenciosos días. En Romanos 6: 16 el apóstol Pablo deja bien claro que no existe tal cosa como una libertad personal total. Somos, dice el apóstol, «esclavos del pecado para muerte, o de la obediencia para justicia.» ¡De cualquier manera seguimos esclavos!

Individualidad vs. Individualismo

La verdadera libertad es un don del Creador.

Jesús vino para hacernos libres. La humanidad só­lo tiene dos opciones: esclavitud del pecado o es­clavitud de la obediencia.

El mundo y muchos en el pueblo de Dios están empecinados en «sentir» su vida, sin entender el lugar ni el propósito de la palabra de Dios. Muchos piensan que todo credo que establece normas o que saca a las personas de su individualismo tiene que ser desechado como «legalista». Pero sin la palabra de Dios y sus claros requisitos y prescripciones, todos nos estaríamos ahogando en un mar de subjetividad en el que las únicas guías son «yo siento», «yo pienso».

El individualismo es la anarquía con un vestido sicológico moderno. La individualidad es bíblica y debe ser cuidadosamente preservada. Y también  destruye a la verdadera libertad y felicidad. Este ismo es la raíz y causa de la disolución de agrupaciones esenciales que se basan en la lealtad y la mutualidad, como la familia y la iglesia. El in­dividualismo se encuentra con mayor facilidad en una sociedad opulenta. La descripción de «independientemente rico» es una alusión reveladora de la asociación del individualismo con la riqueza.

El apóstol Pablo en 1 Corintios 12: 12 presenta un mensaje profundo del lugar adecuado de la in­dividualidad en la Iglesia. Dios trata con individuos. El ama a cada uno personalmente y no nos absorbe en el colectivismo. Hay un cuerpo y una familia a la que tenemos que pertenecer, y si nos relaciona­mos debidamente, podremos distinguir entre el in­dividualismo y la individualidad.

El Reino de Dios está integrado por la justicia, la paz y el gozo. Estos son probablemente los artí­culos más escasos en el mundo de hoy. Dios los ha prometido a la humanidad con el entendimiento que detrás del concepto del Reino de Dios están los principios de vida y de conducta que conducen a la libertad y a la felicidad. La verdadera libertad radica en tener la madurez y la perspicacia que nos prohíbe hacer cualquier otra cosa que la volun­tad de Dios (1 In. 3:9; Rom. 6: 16).

En contraste, vemos en nuestra sociedad que no tiene la verdadera libertad, un aumento de an­gustia mental, ansiedad y depresión, todo en pro­porciones epidémicas. La razón es que se ha igno­rado, rechazado y suplantado los mandamientos de Dios. El ha enviado pacientemente a sus men­sajeros esperando que respondamos positivamente. Nos ha dado repetidas oportunidades para que nos arrepintamos y podamos ser rescatados de las consecuencias inevitables de nuestra conducta. Pe­ro nuestra sociedad continúa en su rebelión.

La pregunta que todos deben hacerse es si Dios requiere que obedezcamos o no. Si la respuesta es afirmativa, entonces la insistencia individualista de reclamar «su libertad» y su resistencia a la «es­clavitud» que esa obediencia demanda, tienen que desaparecer. Sucederá si logra ver que la verdadera felicidad, la prosperidad y el éxito, están inextri­cablemente relacionados con la obediencia a la voluntad de Dios (vea Jos. 1:8 y Sal. 1).

Control de Pesas y Medidas

Tenemos que decidir este asunto tan esencial: la verdadera libertad viene con la obediencia a la ley de Dios y esta afecta directamente el gozo y el fruto de nuestra vida cristiana. También afec­ta nuestra conducta ética y moral.

En Washington, Distrito de Columbia, hay una Oficina de Control de Pesas y Medidas y es una oficina «muy legalista», porque insiste en que un galón sea un galón; que una libra tenga que ser de dieciséis onzas; y que cien centímetros constitu­yan un metro, ni más ni menos.

Suponga que salgo de pesca y «siento» que a­trapé una enorme lobina de por lo menos medio metro de largo, con un peso «seguro» de diez li­bras según mis cálculos. Pero lo que «siento» es­tá por enfrentarse a la Oficina de Control de Pesas y Medidas, a quien no le importa realmente lo que yo sienta – la muy insensible y legalista, diría yo. Esta dice que el pescado es de veinticinco centímetros de largo y que pesa menos de una libra. Tal vez parecía más grande y se sentía más pesado. Yo quería que fuera más grande, pero no lo era. Así que cuando la verdad y la realidad me confron­tan, lo que sigue es la depresión. Pero, si acepto la realidad, después de la depresión viene la justicia, la paz y el gozo, porque Dios habita en la verdad. El pecado es una mentira mezclada con la depra­vación humana.

La tensión emocional, la ansiedad y la culpa son una plaga, para los salvos y los que no lo son, porque hemos cuestionado la palabra de Dios. Co­mo la serpiente en la tentación de Eva, hemos pre­guntado: «¿Conque Dios ha dicho?» para luego negar las consecuencias de nuestra desobediencia con un » ¡No moriré!»

Ninguno de los siguientes criterios que se usan para juzgar pasará la prueba:

Racionalidad:

«No veo ningún daño en ello.»

Emoción:

«Siento que es lo que debemos hacer.»

Estadísticas:

«Todos lo hacen.»

Egoísmo:

«Lo haré si yo quiero.»

Intuición:

«Presiento que está bien.»

Conciencia:

«Mi conciencia no me molesta.»

Inocencia:

«No sabía que era malo.»

Consecuencia:

«»No le hace daño a nadie, sólo a mí.»

Motivación:

«Dios conoce mi corazón.»

Sin embargo, lo malo no es malo porque nos entristezca, nos impida realizar nuestra volun­tad, o nos niegue un placer personal. ¡Lo malo es malo porque Dios dice que es malo! Eso es, precisamente lo que hace brillar con tanta claridad al mensaje cristiano en este asunto de la ética; sa­bemos la verdad de Dios y su palabra y hemos al­canzado esta posición moral y ética: Lo malo es malo porque Dios dice que es malo. Consecuente­mente, no tenemos por qué engañarnos con la ética de situación, ahogarnos en un mar de irreali­dad subjetiva, o continuar en nuestra terquedad, preguntándonos por qué no estamos experimen­tando la justicia, el gozo y la paz.

Niveles de Aspiraciones

En años recientes, hemos visto la intrusión de un cristianismo «creyensero fácil», o lo que otros llaman «el evangelio azucarado.» Uno de sus peligros es que hace que las personas pier­dan su motivación de llegar a ser maduras y san­tas. «Dios sabe que somos pecadores» y «Dios nos ama como somos,» no es toda la verdad si no se le suma que él no quiere dejarnos así. «Todo lo que tenemos que hacer es ‘creer’ e instantáneamente lo tenemos todo.» Pero los frutos de este «evangelio azucarado» (nuestra falta de influencia y pérdida de credulidad como cristianos, y nues­tra incapacidad de distinguir entre los «salvos» y los «no salvos») debiera de hacernos buscar una comprensión clara de la Palabra de Dios y de su estándar para una sociedad que se está destruyen­do a sí misma mientras nosotros ingenuamente la observamos citándole versículos de la Biblia. Una de las premisas del verdadero evangelio es que Dios quiere un pueblo distinguible ética y moral­mente.

Como en la mayoría de las cosas en nuestras vi­das, tenemos que buscar el equilibrio elusivo entre los extremos. Por una parte está el «creyenserisrno fácil» con su estándar demasiado bajo. Demanda tan poco de la persona que ésta no ve la necesidad de comprometerse de lleno con ello. «Si se puede ser un cristiano y continuar haciendo lo mismo de siempre, ¿para qué molestarse?» Por otra parte, los zelotes religiosos por lo general establecen es­tándares de conducta demasiado elevados. Las de­mandas humanas y el idealismo religioso siempre conducen al fariseísmo y finalmente a la desespe­ración. Nadie puede vivir continuamente con gozo en una situación rodeada de demandas «religiosas.»

Pero Dios tiene su estándar, su «Oficina de Con­trol de pesas y medidas» personificada en su Hijo. El estándar es la obediencia absoluta y la perfec­ción espiritual (DL 6:5) y aunque es imposible que el mortal lo alcance, Jesucristo lo ha logrado para nosotros. El nos imparte ahora esa «suminis­tración del Espíritu de Jesucristo» (Fil. 1: 19), la seguridad de nuestra justicia en él y la energía mo­ral necesaria para no caer en la desesperación. Así, Dios en su infinita sabiduría, provee el estándar perfecto (siendo conformados a la imagen de su Hijo) y los medios necesarios para alcanzar sus re­quisitos.

Cuando Jesucristo dijo claramente: «Si me amáis, guardaréis mis mandamientos», estaba ex­presando la motivación del Nuevo Testamento que nos llama a nuestra moralidad personal y pro­greso espiritual, dentro del contexto de la obedien­cia por amor. Nuestro nivel de aspiración está de­terminado por la medida de comprensión de lo que está en juego y por nuestra determinación de alcanzar esa aspiración. El saber y el hacer la vo­luntad de Dios depende de nosotros. La obedien­cia comienza con la decisión interna de actuar y de conducirnos de cierta manera. El deseo de obedecer es un fruto de la regeneración, pero también es una evidencia de que Dios está obrando en nosotros para querer y hacer su beneplácito (Fil. 2: 13).

El estándar de Dios

Las Escrituras deben ser siempre nuestro están­dar de vida, de amor y de conducta personal, no sólo cuando «sentimos» el Espíritu, sino siempre, pues su significado claro nunca deja de requerir nuestra obediencia. Muy rara vez nuestra sociedad usa la palabra de Dios para resolver algún asunto. Para algunos tiene sólo una autoridad limitada, pues la colocan en igualdad con otras fuentes de autoridad, pero para la mayoría, su pronunciamien­to significa el fin del asunto.

Para nuestro Señor, las Escrituras fueron siem­pre terminantes. Para él, debían ser reconocidas, comprendidas y obedecidas lo sintiera uno o no, y sin importar el costo de la inconveniencia perso­nal. Jesús dijo que él había venido para hacer la voluntad de su padre y cumplir con la ley y los profetas (Mt. 5: 17). Él era la verdad y sabía que las Escrituras eran el poder de Dios (Mt. 22:29; Rom. 1: 16) y no podía ser quebrantada (Jn. 10:35).

Para Jesús, la voluntad revelada de Dios estaba en las Escrituras y no en los impulsos subjetivos del hombre: «Yo creo» o «yo siento.» Las Escri­turas eran siempre su autoridad final y su norma de conducta (Mt. 3: 15). Reconoció públicamente su autoridad y nunca las sustituyó (Mt. 19:4,5). En su vida privada y en su vida pública se entregó al estándar de vida y de conducta de Dios. Aún sabiendo que sería el juez de todos los hombres, Jesús se limitó constantemente para ajustarse en conformidad con la ley de Dios. Cuando tuvo el conflicto mortal con Satanás, las palabras «escrito está» lo decidieron todo y evidentemente para el tentador también. Desafortunadamente, la mayo­ría no parece resolverlo tan fácilmente.

La Conclusión del Asunto

El salmista estuvo muy cerca de «deslizarse» cuando observó que los impíos se enriquecían y los mundanos prosperaban (Sal. 73: 2). Se quejó porque sus intentos de caminar en santidad y de seguir la palabra de Dios como su norma de mora­lidad resultaron en más castigo para él y eso le parecía injusto (vs. 13; 14).

La mayoría de nosotros nos hemos visto bajo presiones similares. Igual que Habacuc, yo también me sorprendo por la degeneración humana y la conducta bestial que Dios permite con paciencia.

El salmista estaba perturbado por la aparente prosperidad de los malos: «Cuando pensé para sa­ber esto, fue duro trabajo para mí» (v. 16). Pero cuando entró en el santuario del Señor, viendo co­mo Dios ve, su perspectiva cambió: entonces «comprendí el fin de ellos» (v. 17).

El énfasis en lo natural e inmediato parece os­curecer la visión de lo eterno. Sin embargo, nues­tra perspectiva de la eternidad es un contexto ne­cesario para lograr entender los asuntos morales. Tenemos que recordar que Dios «ha establecido un día en el cual juzgará a todo el mundo en justi­cia por medio de un Hombre a quien ha designa­do, habiendo presentado pruebas a todos los hom­bres al resucitarle de entre los muertos» (Hech. 17: 31). Este hombre es Jesucristo quien personifica la «Oficina de Control de Pesas y Medidas.»

La resurrección y el juicio son seguros. Daniel dice que «muchos de los que duermen en el polvo de la tierra serán despertados, unos para vida eter­na, y otros para vergüenza y confusión perpetua» (Dan. 12:2). El apóstol Pablo declara que «todos debemos comparecer ante el tribunal de Cristo, para que cada uno sea recompensado por sus he­chos en el cuerpo, de acuerdo a lo que haya hecho, ya sea bueno o malo» (2 Cor. 5: 10).

Este es un universo moral, a pesar de las apa­riencias presentes que sugieren lo contrario. Si aceptamos y nos regimos por la «Oficina de Con­trol de Pesas y Medidas», es decir por su Hijo, en vez de ceder a las presiones de nuestra sociedad para transigir con sus principios, sabremos la dife­rencia entre lo bueno y lo malo y estaremos prote­gidos para no desviamos de la voluntad de Dios.

Bob Mumford es Bachiller en Divinidad del Seminario Episcopal de Filadelfia. Bob ha ser­vido como decano del Instituto Bíblico Elim y también como pastor, evangelista y conferencis­ta. Ha escrito varios libros sobre diferentes aspec­tos de la vida cristiana. Es miembro de la Junta Editorial de New Wine Magazine, en Mobile, Alabama, donde reside con su esposa Judy y su familia.

Tomado de New Wine Magazine, Octubre 1981

Reproducido de la Revista Vino Nuevo -vol. 4 nº 9 octubre- 1982