Hombres de principios: una especie en peligro de extinción

       Por John Howard

Hay un libro ganador del Pre­mio Pulitzer, escrito hace casi cincuenta años, que he disfrutado mucho leyendo. Su título es Dentro de Este Presente, y en la introducción, su autora, Margaret Ayer Barnes, relata la conversación que sostuviera con ciertos amigos con respecto a los últimos veinte años de su época. Todos estaban de acuerdo que, mucho de lo que había ocurrido durante esos años, había sido tanto dispa­ratado como trágico. La novela es un esfuerzo que presenta su perspectiva de esa era.

La historia comienza en una mansión elegante, en un suburbio de Chicago. La familia está reuni­da para celebrar el setenta ani­versario del nacimiento de la abuela. Después del postre, la ho­menajeada se levanta y sorprende a todos con el anuncio de que tiene algunas palabras que decir. Su discurso que es largo, comien­za de la siguiente manera: «Doy gracias a Dios porque todavía me puedo sentir joven, incierta y perpleja, aunque impávida, igual que cuando tenía dieciséis años.

Por supuesto que veo muchas cosas en la vida que me dejan perpleja; específicamente porque no entiendo cómo llegaron allí: a mi vida, a las nuestras. Verán, hemos cambiado. La familia ha cambia­do. No somos en nada semejantes de como comenzamos. Lo he vis­to sucediendo por cincuenta años y todavía no lo puedo entender. Hemos ganado algunas cosas, pe­ro hemos perdido otras. En su to­talidad, creo que hemos perdido mucho más de lo que hemos ga­nado … Hemos perdido las cosas que yo hubiera creído más aptas en perdurar.»

              Ganancias y pérdidas

Ese libro fue escrito hace casi medio siglo, pero pienso que tie­ne algo que decirnos directamen­te a nosotros hoy. En los años desde 1933, nosotros también hemos ganado algunas cosas y perdido otras, y son esencialmente las mismas que la señora Barnes vio con tanta claridad en su épo­ca. Es más, creo que muchos pen­sadores estarían de acuerdo en que hemos perdido más de lo que hemos ganado.

Consideremos algunas de las cosas en ambas columnas y co­mencemos con las ganancias, por­que son las más obvias y las más fáciles de comprender. En su ma­yoría son científicas y técnicas.

Hemos aprendido más y más de las funciones del cuerpo humano, de la tierra en que vivimos y del universo que nos rodea. He­mos hecho inimaginables progre­sos en el desarrollo de nuestras herramientas y modos de trans­porte, de manera que podemos cumplir con mayor prontitud y exactitud los proyectos que elegimos hacer. La mayoría de las enfermedades y mal funciona­miento de los órganos humanos pueden ser ahora controlados o reparados. Los avances médicos son sorprendentes. La semana de trabajo se ha acortado.

En los Es­tados Unidos se puede comprar alimentos en la tienda de la esqui­na que vienen de las regiones más remotas de la tierra, como fruta kiwi, que nuestros padres nunca oyeron siquiera mencionar. Los investigadores continúan encon­trando mejores formas de contro­lar a los insectos y a las pestes que solían devastar nuestras cose­chas. Hemos construido más es­cuelas de las que podemos llenar con alumnos y tenemos equipo de enseñanza audiovisual y mecánico inconcebibles para los maestros del pasado. Tenemos comodida­des, ayudas caseras y oportuni­dades de entretenimiento, dispo­nibles ahora para la gente de menores recursos que no hubieran podido ser comprados por los monarcas más ricos de hace unas décadas.

¿Y qué diremos de la ejecución de las personas beneficiarias de tan maravillosos adelantos? ¿Qué diremos de esta generación de americanos que pueden comer mejor, viajar más velozmente y más lejos, vivir más tiempo, estu­diar con más intensidad y disfru­tar de más horas libres que sus padres? ¿Son ellos más sabios, más serenos, más cuidadosos en guardar las leyes, más cívicos o de mayor crédito para su nación y su Hacedor?

Tendríamos que hacer malabares para tratar de hacer una lista de avances mayo­res en el campo de la conducta humana en los años recientes. De acuerdo, hemos progresado significativamente al abrir puertas que habían estado cerradas para las minorías. Cada uno de nosotros podría agregar algunos cambios dignos de mención si lo medita­mos por largo rato; sin embargo, los grandes triunfos en la conduc­ta humana no son muy numero­sos ni muy obvios.

Por cierto, que es aquí donde la lista de nuestras pérdidas se vuel­ve impresionante. La evidencia de vidas perturbadas está por todos lados. Desórdenes emociona­les, dependencia del alcohol y de otras drogas perjudicantes, niños fugitivos, padres desertores, par­ticipación en religiones extrañas y programas inútiles y grotescos para inflar al ego. Todas estas demostraciones de confusión e inse­guridad atormentan a los ricos y a los pobres por igual con una in­tensidad que hubieran asombra­do a las generaciones pasadas. El porcentaje de nuestros ciudada­nos que están en paz consigo mis­mo es sin duda inferior de lo que era antes, y sigue disminuyendo.

Nuestra marca en el trato in­terpersonal es todavía peor que nuestra capacidad de vivir con nosotros mismos. La deshonesti­dad de los políticos y los hombres de negocios se anuncia diariamen­te en la prensa, pero hay eviden­cias palpables que también la hay en todas las carreras: doctores, abogados, presidentes de univer­sidades, trabajadores sociales, ga­nadores del Premio Pulitzer, co­mo legisladores y burócratas.

              Un encuentro con el crimen

El año pasado el incremento en nuestro país de crímenes gra­ves fue del trece por ciento, con­tinuando una espiral ascendente que ha prevalecido por muchos años. Alguien predijo reciente­mente que una de cada tres fami­lias será víctima del crimen este año. No sé de usted, pero yo ya tuve una experiencia este año, de manera que dos de ustedes ten­drán que preocuparse por lo que queda del año.

Quiero relatar este incidente porque sienta una base de lo que se puede hacer para recuperar algunas de las cosas tan valio­sas que hemos perdido. Sucedió en un viaje que hice a Fénix, Ari­zona, para dar una conferencia. No tenía mucho tiempo disponi­ble, así que decidí tomar un taxi desde el aeropuerto en vez de es­perar el colectivo. Le pregunté al taxista lo que cobraba para llevar­me a cierto hotel en la montaña. El respondió que serían veinticin­co dólares; que era una tarifa fija para todos esos «lugares lujosos de temporada». Yo le hice ver mi extrañeza pues el año anterior la tarifa había sido mucho menor, dudando que la inflación hubiese pegado tan duro al negocio de los taxis.

El me llevó al hotel, yo le pagué los veinticinco dólares, pero tan pronto estuve en mi habitación llamé por teléfono a la compañía de taxis y pregunté el costo de un viaje desde el aeropuerto hasta el hotel. «De once a trece dólares, según las condiciones del tráfico,» dijo la empleada. «Entonces, quiero poner una queja formal», repliqué yo y ella me comunicó con el gerente. Él me dijo conster­nado que no había tarifas fijas para esa carrera y que la compañía me devolvería el exceso cobrado y que me llamaría de nuevo. Así lo hizo y me dijo que estaba en­viando al chofer para que arregla­ra el asunto. Quince minutos más tarde el joven estaba en el hotel preguntando por mí.

Cuando bajé, él estaba muy in­cómodo con el dinero en la mano. Le pregunté por qué lo había he­cho. Me respondió que necesitaba dinero y que pensó que quien pu­diera hospedarse en ese hotel te­nía más dinero del que necesitaba y que le había parecido razonable cobrarme más.

               La tremenda importancia de las Reglas

Cuando pienso en lo que dijo el joven, creo que ofrece una cla­ve para entender el por qué de las muchas serias pérdidas que hemos sostenido. Ese chofer había recha­zado simplemente las reglas civili­zadas de la conducta y había de­cidido por sí mismo lo que era «razonable» según las circunstan­cias en que se encontraba. Así se comportan los salvajes. Si un sal­vaje quiere algo que no tiene, sen­cillamente se lo quita a otro más débil o más tonto que él. En mi caso, este joven corrió el riesgo de que yo fuese más tonto como para no darme cuenta del atraco.

La civilización no puede operar de esa manera. Tiene que haber reglas que las personas acepten para que puedan vivir y trabajar juntas en una armonía razonable. Esto es cierto en cualquiera acti­vidad de grupo. Si en un juego de béisbol el lanzador ataja al corredor que va camino a la primera base para darle tiempo a sus com­pañeros que tiren la pelota con tiempo para ponerlo fuera; y si el mejor bateador toma su turno cuando quiere; y si el equipo más fuerte insiste en salir veintidós veces antes que termine el inning; esto no es un juego de béisbol. Es un caos certificado.

Si en un negocio, los trabajado­res llegan y salen cuando quieren y se sienten en libertad de derra­mar la Coca Cola sobre la compu­tadora, y de llevarse la máquina de escribir para su casa, la compa­ñía no va a durar mucho tiempo. Lo mismo es cierto de una fami­lia, iglesia, escuela o nación. Si cada persona decidiera qué reglas obedecer, ese grupo se desintegra­ría. Y cuando un individuo co­mienza a romper las reglas, des­truirá la red de confianza que se requiere para que cualquier es­fuerzo unido tenga éxito.

Si usted sabe que la persona con la que usted trabaja roba y miente, su propia efectividad dis­minuye porque tiene que estar en una situación de alerta constante para no verse involucrado con la deshonestidad. Los dos no harían un buen equipo. Sólo cuando hay confianza entre las personas es que la vida puede ser agradable y se puede dar un buen rendimien­to en cualquier actividad unida.

Vayamos al corazón de este asunto. En nuestro país hemos perdido de vista la terrible importancia de las reglas. Y no es solamente el rompimiento de las leyes públicas formalizadas (a lo que que llamamos crimen), lo que está deteriorando nuestra sociedad. También lo es y, tan devastadoramente, el desprecio por las reglas informales que ha­cen posible y agradable que la gente se reúna como familia o co­munidad.

Todos esos preceptos tales como mandamientos religio­sos, modales, moralidad, ética profesional, espíritu de juego limpio, bondad, urbanidad, inte­gridad, civismo y caridad son tan esenciales como las leyes públicas, para que nuestra sociedad se de­senvuelva funcional y agradable­mente. Nos inquietamos cuando hablamos de un incremento del trece por ciento en el crimen, pe­ro debiéramos de estar tan preo­cupados por el aumento en el egoísmo, el encallecimiento y ca­so omiso que se manifiesta por el bienestar de otras personas. Yo supongo que el incremento es también de la misma proporción.

El daño causado por esta ten­dencia no sólo cobra sus víctimas en los procesos de grupo y su e­fectividad. El individuo mismo sufre también. Las reglas son un reconocimiento oficial de que ciertos tipos de conducta son buenos, apropiados y útiles; y los opuestos malos, equivocados y destructivos. Cuando la sociedad se niega a creer que ciertas cosas son intrínsecamente buenas y otras igualmente malas, deja el individuo al garete en un mar opresivo y desabrigado de neutra­lidad de valores.

La psiquis hu­mana no puede soportar esto. Si nada se considera como general­mente bueno, genuinamente de­seable y digno de esfuerzo, enton­ces ninguna dirección es hacia adelante. Así no puede haber ningún sentido de realización ni de progreso en la vida, ni base pa­ra desarrollar la estimación pro­pia. El plano para edificar una vida productiva y satisfactoria ha sido despedazado.

Durante el tiempo que serví en la Comisión Nacional sobre la Marihuana y el Abuso de las Dro­gas, se hizo patente que la mayo­ría de los estudiantes que tenían problemas con drogas eran los brillantes y sensibles, y no los de mentes limitadas. De la misma manera estaban sobre representa­dos los estudiantes brillantes en las actividades revolucionarias y destructivas de la década de los sesenta y son los mismos los que ahora están atrapados por extra­ñas y devastadoras sectas religio­sas.

Si el segmento mayoritario de la sociedad no ofrece a los jóvenes algunos ideales creativos, maravillosos y probados por el tiempo, con los que puedan com­prometer sus vidas; entonces aquellas personas que tienden a pensar y a preocuparse por la condición del mundo quedan ex­puestas a las zalamerías de cualquier maniático que insista en ha­ber encontrado la verdad y las in­vite a seguirlo a la gloria.

             Compromiso con Principios en el pasado

Hagamos un contraste de esta situación general con la situación de hace doscientos años. Consideremos, por ejemplo, el código de conducta que dice Patrick Henry que su tío le inculcó.

Ser veraz y justo en todo mi proceder,

No portar malicia ni odio en mi corazón,

Guardar mis manos de tomar o quitar lo ajeno,

No codiciar los bienes de otros hombres, sino aprender y trabajar verdaderamente para ganarme la vida, y cumplir con mi deber en el estado de vida al que Dios le agradase llamarme.

Esta declaración no sólo suena extraña a nuestros oídos, sino también fatua. Usted y yo nos sentiríamos incómodos si hicié­semos esta declaración en voz alta en nuestra cultura de hoy, o turbados si la hicieran nuestros hijos. Pero durante el tiempo en que fue fundado nuestro país, todavía dominaba una creencia pública en un compromiso abierto y orgulloso con los principios de un código de conducta.

Gouverneur Morris, un repre­sentante de Nueva York en el Segundo Congreso Continental es descrito en su biografía por Theo­dore Roosevelt, como un verda­dero tigre de principios morales. En la Asamblea del Estado de Nueva York, cuando se introdu­jo un proyecto de ley para emitir bonos con intereses para costear los gastos de las guerras contra los indios, él encabezó la oposi­ción, criticando a los promotores de la propuesta por su «desho­nestidad criminal y egoísta en tratar de procurar para sí mismos un beneficio momentáneo en detrimento duradero de la comu­nidad.»

El creía que cada genera­ción debía pagar lo suyo en este mundo y no cargar a sus hijos con los costos de sus beneficios y desatinos. Este modo de pensar también nos sorprende y pone en una perspectiva bien aguda a los gobiernos sin principios de hoy, que continúan comprando cosas por las que sólo pueden pagar comprometiendo la economía de las generaciones futuras.

Piense en el compromiso a los principios de los firmantes de la Declaración de Independencia. La última frase de ese documen­to dice: «Y en apoyo de esta De­claración, empeñamos nuestras Vidas, nuestras Fortunas y nues­tro Honor Sagrado.» Las cosas eran diferentes entonces. Había reglas para vivir honorablemente y la cultura las apoyaba.

Regresemos a la abuela y a su discurso. Después de expresar que había perdido lo que ella hu­biera pensado que hubiese perdu­rado, les contó cómo había lle­gado a Chicago en los años de la década de 1830, su padre y el pa­dre de su esposo. La narración sigue así:

Ellos fueron los verdaderos edificadores de imperios, y us­tedes nunca debieran olvidar­lo. Viajaron por agua, por di­ligencia, por carreta y por la luz de la fe. Su padre nació de camino en una lancha de canal. Ustedes ya lo saben, por supuesto, pero estoy segura que no tienen idea de la gran mujer que fue su madre. Ella crio cinco hijos en la granja que tenían allá en el brazo norte del río Chicago, y aun­que era la hija de un ministro y había sido gentilmente edu­cada, se fue al campo con un rastrillo y un azadón para ayudarle al abuelo de ustedes a hacer producir la granja.

«No tienen idea de la gran mu­jer que fue … » dijo la abuela, y la grandeza a la que se refería era que había vivido resuelta y alegre­mente por los ideales, las obliga­ciones y las reglas que ella mante­nía como las cosas mas importan­tes en la vida. Estaba preocupada porque los jóvenes de su familia no comprendían el verdadero sig­nificado de la grandeza: que pudieran suponer que la grandeza se medía por la riqueza, la posi­ción social, o la popularidad, en vez de por la devoción a los prin­cipios y por vivir alegre y fiel­mente por ellos.

Como alguien que ha estado involucrado profesionalmente durante treinta y cinco años en la educación, estoy convencido que en este país hemos defrauda­do a varias generaciones de estu­diantes. No les hemos ofrecido muchas oportunidades para aprender y comprender y llegar a admirar el mensaje que esta abuela estaba tratando de comunicar a su familia.

Estamos rodeados y somos bombardeados por revistas, obras de teatro, libros, películas, pro­gramas de televisión y periódicos que dramatizan las vidas de gente tonta y mezquina que no recono­cerían un principio, aunque los mordiera y les sacara sangre. Estamos revolcándonos en un basu­rero cultural y desafortunadamen­te somos influenciados por lo que leemos, oímos, vemos y ex­perimentamos. Hay un impacto corrosivo que se va acumulando de lo que es barato, sensacional y degenerado en nuestra cultura contemporánea. Como hemos di­cho antes con respecto a la decla­ración de Patrick Henry, suena torpe y simple, aunque secreta­mente creamos en la importancia de su mensaje.

               La reintroducción del honor

Esta circunstancia, como mu­chas otras, puede remediarse si la comprendemos y estamos dis­puestos a hacer el esfuerzo para remediarla. He tenido la suficien­te experiencia para saber que los jóvenes de hoy responden con tan buena o mejor disposición que los de cualquier generación a un reto digno.

Pero muy rara vez les damos una oportunidad. Me parece que una de las obligaciones de ma­yor peso sobre padres, abuelos, maestros y clérigos es la de labo­rar constantemente para volver a introducir en nuestra cultura las historias de gentes que nos hacen sentir orgullosos de pertenecer a la raza humana; gentes cuyas vi­das son guiadas por principios dignos; que se sacrifican por ellos; y que sirven como modelos admi­rables para ambas generaciones: la nueva y la vieja.

Necesitamos redescubrir, cir­cular y popularizar los cuentos de esperanza, dignidad y grandes logros. No se necesitaría mucho esfuerzo y sería una empresa in­teresante para una familia formar una biblioteca de libros inspira­dores con títulos sugeridos por sus amigos, o que una facultad lo haga para su escuela, o unos cuantos ciudadanos para la comunidad. Sería un recurso maravilloso si tuviésemos acceso a una colec­ción de libros que pudieran motivarnos o nos hicieran reír cuando tuviésemos la necesidad.

La televisión es por supuesto donde los americanos van a la es­cuela todos los días de la semana.

Existen ahora algunas organiza­ciones que trabajan de diversas maneras para disminuir la canti­dad de sexo y violencia que es introducido a nuestros hogares. Esa es una meta digna de encomio, pero yo creo que es mas im­portante, mucho más importante, incrementar aquellos programas que presentan a personas que vi­ven por reglas probadas por el tiempo y dignas de emular. Estos programas deben de protagonizar a personas que viven decidida y orgullosamente de acuerdo a las reglas, no sólo por temor de ser aprehendidos y castigados, sino porque tienen un convencimien­to profundo de que las reglas son las que hacen que una sociedad sobreviva.

El programa debe ser atractivo y deleitable, destacando la verdad de que sus personajes principales se han dado cuenta que esas reglas o principios son las que dan significado, dirección y cumplimiento a sus vidas como personas.

Voy a concluir contando una corta historia y un pequeño comentario. La historia es esta: Una vez un maestro pidió a los estudiantes de su clase que hicieran una lista de diez personas que ellos consideraban como los ame­ricanos más grandes. Uno de los niños se había quedado de último haciendo un obvio esfuerzo men­tal. El maestro finalmente le pregunta: «Alfredito, ¿tienes algún problema?» «Ya lo creo,» dijo él, «tengo la lista casi terminada, pe­ro no puedo decidir sobre el lan­zador de relevo.»

¿Cuántos de nosotros, me pre­gunto, de cualquiera edad, tene­mos, aunque sea una leve noción de quiénes eran los que firmaron la Declaración de la Independen­cia, de quienes alguien ha dicho que tenían «grandeza hasta para regalar»? De esta clase de grande­za era que la abuela estaba ha­blando. ¿Cuántos de nosotros podríamos hacer una lista de diez hombres que llenaran esas cuali­dades? Nos hemos empobrecido como nación y como sociedad con una cultura que parece haber perdido de vista hasta el signifi­cado de la grandeza. Mucho menos hace cómo multiplicar, perpetuar y regocijarse en la grandeza.

El acertijo: ¿Cuántos siquiatras se necesitan para cambiar un bombillo de luz? Respuesta: Sólo uno, pero el bombillo debe que­rer cambiar realmente. El proble­ma que he querido poner en pers­pectiva en este artículo es uno que yo creo tiene remedio; pero que sólo se logrará si hay suficien­tes personas que lo comprendan y deseen verdaderamente efectuar un cambio.

John H. Howard es graduado de las universidades de Princeton y Northwestern, de las que recibió su Bachillerato en Ciencias de la Educación, Maestría en el Arte de la Consejería y Doctorado en Litera­tura Francesa. Es co-autor de varios libros y el ac­tual presidente del Instituto Rockford. en Rockford Illinois.

Tomado de New Wine Magazine, octubre de 1981.

Reproducido de la Revista Vino Nuevo vol. 4 nº 9- octubre 1982