Por Don Basham

La mayoría de los cristianos tienen una idea distorsionada del ministro y del ministerio. No logran ver al ministro como hombre ni aprecian sus circunstancias como tal. La tendencia es espe­rar que el ministro sea un «superhombre espiri­tual» sin problemas propios y, para enfocar el punto de vista de este artículo, creer que él y su familia están misteriosamente eximidos de la ruda realidad económica que encaran otras familias; como si el billete del ministro pudiese comprar cinco veces más que el del diácono.

Mis años como pastor denominacional confir­man este triste cuadro. Después de haber cursado ocho años de universidad y seminario y con dos títulos profesionales, acepté un pastorado en Washington, D.C., con un salario que después de las deducciones me dejaba con $75.00 a la sema­na. Si bien la casa pastoral era muy cómoda, el estado económico de nuestra familia de cinco no era muy brillante.

Al término de mi primer año de ministerio, la iglesia había experimentado cierto crecimiento numérico y tenía un balance saludable en el ban­co, de manera que el comité de finanzas recomen­dó a la junta oficial de la iglesia que se me elevara el salario de $4,200.00 a $5,000.00 por año. Du­rante la discusión del asunto, se me pidió que me retirara a otra habitación. Llevaba puesto mi me­jor traje, el de predicar, el mismo que había usado hacía ocho años, para casarme. Ese y otro traje más eran todos los que tenía. Los zapatos (el úni­co par bueno que poseía) me habían sido obse­quiados hacía seis meses por un miembro de la iglesia que era policía en la Casa Blanca. Le ha­bían dado un par extra para una función especial y luego de usarlos, me los había regalado.

Estaba sentado allí con mi viejo traje y mi par de zapatos regalados, escuchando a través de la delgada pared, la acalorada discusión que se lleva­ba a cabo en el cuarto contiguo. Uno de los ancia­nos de la iglesia se oponía rotundamente a que se me aumentara el salario porque eso haría que yo estuviese ganando casi tanto como él (era un ven­dedor en una tienda de ropa). El aumento final­mente fue aprobado a pesar de sus objeciones, pero encontré que me era difícil mantener mi actitud pastoral hacia ese hombre en los años que siguieron. Doce años y dos pastorados más tarde, mi salario era de $5,900.00.

La actitud de ese desdichado anciano es más común entre los creyentes de lo que se quiere admitir por lo general. Cristianos buenos y cari­ñosos con deseos de obedecer al Señor en todas las cosas se aferran todavía a la idea que los mi­nistros realmente no requieren tanto dinero como la demás gente, y que un pastor verdaderamente dedicado no debiera esperar prosperar. Para ellos, el pasaje familiar que dice «Amado, ruego que seas prosperado en todo respecto y que tengas buena salud … » es para todos, menos para los ministros.

Así que, el tema de honrar a los ministros de Dios es, admitimos, muy sensitivo; tal vez espe­cialmente para mí que soy ministro. Pero ya que mi sostenimiento en estos días viene como escri­tor y editor, puedo reclamar objetividad parcial y con este artículo pensar como tal y no como ministro.

La pregunta básica a la que queremos respon­der es ésta: ¿Qué espera Dios de su pueblo en cuanto a honrar a sus ministros y de qué manera podemos nosotros cumplir esa expectativa? Nues­tra actuación es estorbada por una tradición anti­bíblica, por una complicada y falsa distinción en­tre las vocaciones sagradas y seculares y por añe­jos prejuicios religiosos que asumen que un mi­nistro no puede ser espiritual y prosperar al mismo tiempo. Para ser santo tiene que ser pobre. De qué otra forma podríamos aceptar tan fácil­mente que un hombre de negocios o un atleta profesional ganen $300,000.00 al año y reaccio­nar con sorpresa que un pastor pueda ganar una décima parte de eso? Y, ¿por qué admiramos a un joven ingeniero recién graduado que avance rápi­damente a un salario de $50,000.00, pero reaccio­namos críticamente si oímos que algún ministro en particular recibe una compensación compara­ble? Estas reacciones indican claramente que nuestros puntos de vista del ministro y del minis­terio se derivan de una perspectiva mundana y no de Dios. Pero hasta que no aprendamos que hon­rar al ministro es la forma bíblica que Dios ha or­denado para honrarle a él, nuestra relación con Dios o con Sus ministros no será tan enriquecedo­ra o fructífera como debiera.

Lo que dicen las Escrituras con respecto a honrar a los Ministros de Dios  

Las Escrituras revelan claramente la manera en que Dios ve este asunto de honrar al ministerio. La perspectiva bíblica se puede resumir en los si­guientes cinco puntos:

1) «Honrar» incluye el principio de la bendi­ción económica

Esta verdad debiera ser muy evidente, pero pa­ra satisfacer a aquellos que tienen la tendencia de «honrar» a su ministro en todas las formas menos en lo económico, citamos a 1 Timoteo 5: 17-18.

Que los ancianos que gobiernan bien sean con­siderados dignos de doble honor, particularmente los que trabajan con afán predicando y enseñando.

Porque la Escritura dice: No pondrás bozal al buey cuando está trillando, y El obrero es dig­no de su salario.»

Cuando leemos los versículos juntos, es obvio que el «honor» del que habla el versículo 17 es la recompensa material o «salario» mencionado en el 18. Cuando Dios espera que sus ministros sean honrados confía en que serán bendecidos material y económicamente.

2) Para dar honor a Dios tenemos que dar ho­nor a Sus ministros

Desde el día en que Abraham pagó sus diezmos al sacerdote Melquisedec (Gen. 14: 18-20), Dios ha ordenado que el sostenimiento del sacerdocio sea provisto de los diezmos y las ofrendas que el pueblo da para honrarlo a El. En sus instrucciones para Aarón, cabeza del sacerdocio levítico, Dios dice:

» … Todas las ofrendas sagradas que los israeli­tas me hacen, te las doy a ti y a tus hijos co­mo parte que les corresponde. También les doy los primeros frutos que los israelitas me traen cada año: lo mejor del vino y del trigo. Igualmente los primeros frutos de las cose­chas que ellos me ofrecen, serán para ti … » (Números 18:8,12,13 V.P.)

Ya que Dios mismo no cambia cheques ni usa dinero, los diezmos (primeros frutos) que le ofre­cemos para honrarlo a El pueden, en la realidad, ser dados únicamente a sus sacerdotes y minis­tros. (Las ofrendas además de los diezmos pueden ser designadas a muchas otras benevolencias dig­nas). Así que, para honrar a Dios con nuestros diezmos, tenemos que honrar a sus ministros. Dicho a la inversa, dejar de honrar a los ministros de Dios (es decir, dejar de diezmar) es deshonrar a Dios.

¿Robará el hombre a Dios? Pues vosotros me habéis robado. Y dijisteis: ¿En qué te hemos robado (deshonrado)? En vuestros diezmos y ofrendas.

Traed todos los diezmos al alfolí y haya alimento en mi casa (o provisión para los sacer­dotes de Dios) … (Mal. 3:8,10).

3) Los ministros que enseñan y predican la Pa­labra de Dios deben ser estimados y honrados do­blemente

La referencia al «doble honor» que se mencio­na en 1 Timoteo 5: 17 no es para discriminar, sino para indicar la suprema importancia del ministerio de la Palabra de Dios. Todos los ministerios deben ser honrados, pero el ministerio de enseñar y pre­dicar la Palabra de Dios merece un doble honor. Con un énfasis extraordinario las Escrituras reve­lan que el Señor da prioridad superior al ministe­rio de su Palabra. Los ministros deben notar con cuidado que con el aumento del honor viene tam­bién un aumento de la responsabilidad. «Mucho se demandará de todo aquel a quien mucho se ha dado … » (Lucas 12:48).

4) Ya que, ante Dios, se da al sacerdocio o al ministerio tan alta prioridad, quien recibe ministe­rio queda claramente en deuda con quien ministra. Esta gran prioridad que Dios da al sacerdocio se nota con claridad en el capítulo 7 de Hebreos donde el escritor describe quién era Melquisedec:

Fíjense qué importante era Melquisedec, que nuestro propio antepasado Abraham le dio la décima parte de lo que les había ganado a los reyes en la batalla … Melquisedec, aunque no era descendiente de Leví, le cobró la décima parte a Abraham, que había recibido las pro­mesas de Dios. Así Melquisedec bendijo a Abraham; y nadie puede negar que el que ben­dice es superior al bendecido (Heb. 7:4,6-7 V.P.).

El mismo punto es declarado por Pablo en su mandamiento a los Gálatas.

El que recibe instrucción en el mensaje del evangelio, debe compartir con su maestro to­da clase de bienes (Gál. 6:6 V.P.).

5) Honrar apropiadamente a aquellos a quienes Dios dice que debemos honrar, asegura bendicio­nes y prosperidad para el dador también

Dad, y os será dado; medida buena, apretada, remecida y rebosante, vaciarán en vuestro re­gazo. Porque la misma medida que midáis para otros, se os medirá también a vosotros Luc.6:38).

Honra a tu padre y a tu madre (que es el primer mandamiento con promesa), para que te vaya bien, y para que tengas larga vida sobre la tierra (Ef. 6:2-3).

Estos dos conocidos versículos resaltan la ley espiritual de sembrar para cosechar y que Dios recompensa la fidelidad.

Para resumir la perspectiva bíblica de honrar a los hombres de Dios; Dios ha puesto una alta prioridad en el sacerdocio; quiere que sus mi­nistros sean fieles y generosamente sostenidos (honrados) por los diezmos de su pueblo y los que así honren a sus ministros serán ellos mismos grandemente bendecidos.

Examinemos ahora algunas razones del por qué el pueblo de Dios no lo hace.

Dónde nos Quedamos Cortos

No es muy difícil señalar algunos de los facto­res más obvios que contribuyen a nuestro pro­blema. Mencionaré cuatro de ellos:

  1. La poca estima en que se tiene por lo general al ministerio cristiano

Una encuesta nacional que se llevó a cabo para catalogar diversos negocios y ocupaciones profe­sionales en términos de su influencia sobre sus co­munidades situó a los clérigos casi al final de la lista. Doctores, abogados, maestros, banqueros, policías, propietarios de negocios, actores, clasi­ficaron más alto que los ministros. Podemos en­tender cómo la sociedad secular puede desechar la influencia de un ministro cristiano como insignifi­cante, pero nos concierne seriamente que los cris­tianos mismos a menudo parecen ver la tarea del pastor como pequeña. Mis propios años como pas­tor de una denominación son prueba de que sólo un pequeño porcentaje de la gente que serví jamás esperaron que tuviera un aporte vital y permanen­te en sus vidas. Servía para matrimonios, funera­les, visitar a los ancianos, dirigir los servicios do­minicales y para hacer «lo común en una iglesia», llenando así un papel aceptable pero inocuo en las mentes de la mayoría de los miembros. Carga­dos con una imagen melíflua del ministerio, no es de extrañar que muchos cristianos sientan tan poca   inspiración de «honrar» a sus ministros.

  1. Ministerios inefectivos y faltos de espíritu

Parte del problema que discutimos tiene que ser puesto a los pies del ministerio profesional. Mientras que la mayoría de los ministros son hombres devotos y trabajadores que realmente sa­ben que han sido llamados por Dios para predicar el evangelio de Jesucristo, como en cualquier otra profesión hay unos pocos mal adaptados. Indisciplinados e incompetentes, no tienen ni la habili­dad ni la motivación de pastorear las almas de las personas. Tanto ellos como la iglesia estarían me­jor si hubiese una manera de purgarlos de las filas del ministerio.

Más crucial aún al problema que discutimos, es­tá el hecho que por décadas nuestros seminarios liberales han graduado y nuestras denominaciones liberales han ordenado a hombres que de ninguna forma alcanzan la calificación bíblica para el mi­nisterio. Algunos de ellos niegan rutinariamente la inspiración divina de las Escrituras; desprecian a menudo a la autoridad legítima respaldando pro­testas radicales y la revolución violenta; aprueban la homosexualidad y el libertinaje sexual bajo el disfraz de «relaciones significativas» y repetida­mente se identifican con causas profanas aborre­cidas por la mayoría de los cristianos que creen en la Biblia. Afortunadamente son pocos en número; desafortunadamente tienen un poder y una in­fluencia demasiado grande por lo pocos que son.

  1. El prejuicio contra la prosperidad de los mi­nistros

Cuando el evangelista Oral Roberts habla de los tiempos difíciles que su padre pasó como pastor observa que la oración favorita de la congregación para su pastor era: «Señor, nosotros lo manten­dremos pobre; tú, mantenlo humilde».

El efecto de esta antigua actitud en muchos miembros de la iglesia se refleja en las estadísticas. En el número de Julio 18, 1980, Christianity To­day, en un editorial titulado «La Paga Apropiada para Ministros» ofrece la siguiente triste informa­ción:

  1. 14 por ciento de los pastores en los Estados Unidos ganan menos de $6,000.00 por año.
  2. El salario promedio de los pastores en los Estados Unidos es de $10,348.00 por año.
  3. Menos del 5 por ciento de los pastores en los Estados Unidos ganan más de $15,000. 00 por año. (El promedio para los camione­ros es de $18,300.00).

Aunque estas cantidades no incluyen alquiler de casa pastoral, el cuadro es todavía deprimente. Mucho más si se considera que un gran porcenta­je de esos pastores son hombres que tienen una educación y una calificación profesional equiva­lente a la de la mayoría de los doctores y aboga­dos.

Sin embargo, como continúa diciendo el edito­rial en mención «cientos de pastores de 46 años, graduados de un seminario, tienen iglesias con un presupuesto anual de menos de $40,000.00 (lo que ganan la mayoría de los abogados y los mé­dicos es eso o más).

  1. Egoísmo humano

Profundizando más en las motivaciones que impiden honrar a los ministros de Dios está la debilidad fundamental contra la que luchamos todos: el egoísmo. Las personas espirituales tienden a caer en la religiosidad; la tendencia de los religiosos es caer en hipocresía y la hipo­cresía es mezquina. Jesús puso el dedo en el problema cuando confrontó a los fariseos por su egoísmo en relación a sus padres.

Astutamente hacéis a un lado el mandamiento de Dios para cumplir con vuestra tradición. Porque Moisés dijo: Honra a tu padre y a tu madre; y el que hable mal de su padre o ma­dre, que sea ejecutado; pero vosotros decís: «Si un hombre dice a su padre o a su madre: ‘Cualquiera cosa mía con que pudiera ayudarte es corbán (es decir, ya ha sido dada a Dios)’; ya no le permitís que haga nada en favor de su padre o de su madre; invalidando así la pala­bra de Dios por vuestra tradición que habéis transmitido; y hacéis muchas cosas como ésta (Marcos 7:9-13).

A pesar de la gracia de Dios obrando en nues­tras vidas, todavía tenemos tendencia a ser egoístas.  

La tentación de aparentar ser mejores o más ge­nerosos de lo que somos en realidad es recurrente. Deseamos la prosperidad para nosotros mismos, para nuestras familias y nuestros proyectos, pero a la vez queremos aparecer como sacrifica­dores de lo propio y generosos. Hasta los líderes cristianos caen en la trampa de tomar ventaja de otros «para la obra del Señor».

Recuerdo un incidente en una iglesia grande del medio oeste donde recién terminábamos un semi­nario de enseñanza. Yo había dado siete conferen­cias en tres días y en cada uno de los servicios el ministro había recogido una «ofrenda de amor para el pastor invitado». Aparentemente la con­gregación había sido muy generosa porque el mi­nistro estaba sentado detrás de su escritorio jugan­do con un grueso rollo de billetes, mirándome to­do el tiempo.

«Este es el dinero que colectamos en las reunio­nes», dijo él, en un tono astuto como un vende­dor de caballos. «¿Cuánto de esto quieres para ti?» Avergonzado y enojado porque se me pedía que pusiera un precio a mi ministerio, tuve ganas de decirle que todo. De todas maneras, él había dicho cada noche a la congregación que las ofren­das eran para mí. Pero en lugar de eso, dije con toda docilidad: «Apreciaría por lo menos $100. 00 por día además del pasaje en avión».

Con una sonrisa pagada de sí mismo, el mi­nistro sacó suficientes billetes para cumplir con mi petición y luego dejó caer el grueso rollo casi del mismo tamaño, en la gaveta de su escritorio y la cerró con llave.

«Has sido de gran bendición para nuestra igle­sia, hermano», vociferó, levantándose de su silla y empujándome hacia la puerta. «Debemos dar­nos prisa o perderás tu vuelo».

También recuerdo otra ocasión en Pennsylvania donde di cinco conferencias en dos días y recibí un total de $95.00 por mis esfuerzos, de los cua­les $50.00 vinieron de una «ofrenda de amor» que se recogió en un servicio donde entraron más de $500.00.  

«Reverendo Basham, le vamos a dar $50.00 de la ofrenda», dijo el tesorero entusiasmado, mien­tras me llevaba de regreso al motel. «El resto del dinero lo usaremos para comprar parlantes nuevos para el equipo de sonido. Dios es fiel ¿no es cier­to?»

Afortunadamente, estos incidentes han sido su­perados en número por las veces en las que he si­do compensado más que adecuadamente. Pero es­tas tristes ocasiones ilustran la manera en que el egoísmo nos afecta a todos, ministros y laicos en general. Que Dios nos ayude a confesarlo y a en­contrar gracia para vencerlo. Veamos ahora algu­nas maneras de hacer precisamente eso.

¿Qué Podemos Hacer?

Tanto en los males físicos como en los espiri­tuales, el diagnóstico es por lo general más fácil que la cura. El problema que enfocamos no es ninguna excepción. ¿De qué manera podemos honrar a Dios adecuadamente honrando a sus mi­nistros? He aquí cuatro sugerencias concretas:

  1. Podemos hacer un esfuerzo deliberado para cambiar nuestra perspectiva

Dios, por medio del profeta Isaías, señala un hecho muy obvio pero de gran ayuda:

Porque mis ideas no son como las de ustedes, y mi manera de actuar no es como la suya. Así como el cielo está por encima de la tierra, así también mis ideas y mi manera de actuar están por encima de las de ustedes. El Señor lo afirma (Is. 55:8-9 V.P.).

Ya que la manera que Dios ha escogido para re­cibir honra es haciendo que Su pueblo honre a sus ministros, debemos dedicarnos a cambiar nuestras ideas con respecto a los ministros que Dios ha puesto en nuestro medio. Ellos tienen una impor­tancia mucho mayor delante de Dios de la que le hemos dado nosotros, y ya que el Señor no va a cambiar su manera de pensar, ¡nosotros tendre­mos que cambiar la nuestra! Esta es otra área donde necesitamos pensar como Dios piensa. Cada vez que oigamos la palabra de Dios siendo proclamada con fidelidad, debiéramos detenernos pa­ra dar gracias, no solo por la palabra misma, sino también por el hombre de Dios que la trae. Y debiéramos decir en nosotros mismos al Señor:

«Que hermoso es ver llegar por las colinas al que trae buenas noticias … » (ls. 52:7 V.P.).

  1. Podemos tener la determinación de recono­cer y sujetarnos a la autoridad delegada por Dios

No es ningún secreto que el problema básico del hombre es su rebelión contra Dios. Aún des­pués de haber nacido de nuevo y de haber vivido por años como cristiano, encontramos en noso­tros tendencias sutiles de hacer nuestra propia vo­luntad y de rebelarnos contra Dios. Muchos de nosotros nos hemos convencido de que ésta es una de las razones por la cual el Espíritu Santo está enfatizando en estos días la necesidad de su­jetarnos a la autoridad espiritual que Dios ha de­legado. Creemos que Dios quiere que su pueblo esté sujeto tanto a El como a sus ministros.

Pero os rogamos hermanos, que reconozcáis a los que con diligencia trabajan entre vosotros, y os dirigen en el Señor, y os instruyen, y que les tengáis en muy alta estima en amor, por causa de su trabajo. Vivid en paz los unos con los otros (1 Tes. 5:12-13).

Quienes se sujetan genuinamente a sus pastores se gozan en mostrar su compromiso honrándole con sus diezmos. (Por supuesto, que los diezmos son pagados a la iglesia que a su vez paga el sala­rio del ministro). Mientras más profundo sea el compromiso, más grande la alegría de dar.

  1. Podemos practicar la generosidad sintamos hacerlo o no

La rebelión y el egoísmo caminan de la mano. Una de las formas prácticas de probarle a nuestra naturaleza carnal y rebelde que estamos determi­nados a «andar por el Espíritu y no saciar el deseo de la carne», es practicar la generosidad aun cuan­do tengamos que hacerlo a regañadientes. Para romper el hábito del egoísmo tenemos que resis­tir nuestros deseos egoístas. Si no podemos con­trolar nuestros sentimientos, bien podemos hacer­lo con nuestras decisiones. Podemos decidir qué es lo correcto y luego hacerlo, aunque nuestras emociones chillen y se quejen.

  1. Finalmente, podemos ser comprensivos y perdonadores hacia los ministros de Dios y seguir honrándoles

Muchas veces los cristianos rehúsan honrar a un ministro que lo merece porque han visto en él al­guna debilidad o imperfección humana que les sirve de excusa para su mezquindad.

«Yo no voy a sostener el ministerio del Rev. Tal porque dicen que cuando se golpeó con un martillo dejó salir una palabrota».

Los ministros trabajan en sus tareas con las mismas imperfecciones que tienen los demás cristianos. Se cansan y se desalientan. A veces dicen y hacen cosas poco amables. Bajo tirantez y presión exhiben las mismas tendencias al enojo y a la impaciencia que cualquier otro cristiano. (Dios no tiene ministros perfectos a través de los que pueda trabajar). El ministro más espiritual­mente maduro lucha todavía contra áreas de debilidad personal. En realidad, es una marca de madurez el que pueda continuar ministrando efec­tivamente a pesar de su debilidad humana. Así que tenemos una elección que hacer cuando con­sideramos nuestra responsabilidad hacia ellos. Podemos aceptar su ministerio y honrarlos, o con­vertirnos en jueces y apuntar el dedo acusador a las fallas que vemos; fallas que lo único que prue­ban es que son humanos.

Conclusión

Todo pastor sincero, no importa cuáles sean sus limitaciones, es motivado por el deseo de ayudar a su congregación a encontrar su lugar de paz y se­guridad en Dios. Su trabajo y oración se dirigen en esa dirección y «vela por las almas, como quien ha de dar cuentas» (Heb. 13: 17). Casi todo minis­tro que conozco podría hacer un mejor trabajo si su carga económica no fuera tan pesada, pero hay otra razón más profunda por la que desearía que su gente honrara a los ministros de Dios.

Como ya he dicho, ha habido veces en mi mi­nisterio que se me ha tratado tan mezquinamente que me ha hecho llorar por el abuso. No solo por el dolor del desgarre económico, sino porque ese trato a los ministros indica una relación mezquina también con Dios.

Otras veces he recibido tanto honor por parte de aquellos a quienes he ministrado que las pala­bras no podrían expresar todo mi agradecimien­to. Aun recuerdo con gran emoción la ocasión en que estuve con un pequeño grupo de creyentes comprometidos. Me trataron a mí y a mi esposa con tanto afecto y generosidad que nos sentíamos muy conmovidos. Su ministerio para nosotros durante los días que estuve con ellos, sobrepasó grandemente a lo que pudimos hacer nosotros por ellos. Ministré a la congregación solo dos veces, sin embargo, la ofrenda de amor que recibí fue incomparablemente más de lo que generalmente recibo por una semana de ministerio. Cuando quise protestar ante tanta generosidad, el ministro se sonrió y dijo: «Es que no entiendes, Don. Nuestra gente ha sabido por semanas que vendrías y ha estado ahorrando para bendecirte de esta ma­nera. ¡A ellos les encanta honrar a un hombre de Dios!»

Sin embargo, el gran gozo que un ministro ex­perimenta en estas ocasiones viene no solo por lo que recibe, sino por la realización de que aquellos que le honran han demostrado bellamente su amor y su deseo de honrar a Dios mismo. Es en esta verdad que el ministro encuentra su satisfac­ción más grande.

Don Basham es graduado de la Universidad de Phillips y del Seminario de Enid, Oklahoma. Es ministro ordenado de la Iglesia Cristiana (Discí­pulos de Cristo). Es el editor de New Wine y uno de los ancianos de Gulf Coast Covenant Church en Mobile, Alabama.

Reproducido de la Revista Vino Nuevo Vol 3 nº 11 febrero