Por Bruce Longstreth

Normas irrazonables pueden frustrar una buena atmósfera en el hogar

Era día de los enamorados y se me ocurrió una idea tremenda para pasar un buen rato con la familia. «Vengan, damitas, vamos a hacer galletas para el día de los enamorados», dije yo, invitando a mis dos hijas, de seis y cuatro años de edad, mientras me encaminaba a la cocina.» ¡Sí, sí!», exclamaron ellas con emoción, dejando lo que estaban haciendo en la sala de estar.

«¿Estás seguro de lo que estás haciendo?», me preguntó mi esposa sospechando algo.

«Por supuesto. Será fácil», respondí yo.

Ordenadamente, comencé a dar direcciones de lo que íbamos a hacer, asignando a Mami para que preparara la masa de harina, a una de mis hijas para que cortara las galletas y a la otra para que las escarchara con azúcar después de hornearse. «Mami, enséñanos a cortar las galletas», pedí yo.

Mi esposa, todavía con esa mirada dudosa, tomó el molde con forma de corazón y nos demostró la técnica. Siguiendo su ejemplo, hice el intento de continuar con este proyecto «fácil».

«Vean bien», dije yo, es bien sencillo. No, niñas, no las toquen con los dedos. ¿Ven lo que les digo? Ya las deformaron otra vez; ahora están todas arrugadas y feas. ¡Que no las hagan así! Tienen que hacerlo como Mami nos mostró. ¡Caray! ya arruinaron otra por no prestar atención. «¡Si no lo hacen bien, no hacemos nada!»

De repente me di cuenta. ¿Qué estaba tratando de hacer yo? ¿Cuál era mi meta? ¿Crear una galleta perfecta o disfrutar de un buen momento con mis hijas? La verdad es que el tremendo ambiente de alegría con el que empezamos se había convertido en frustración porque no podíamos producir una galleta perfectamente formada como un corazón.

Me pregunto, cuántas de las aventuras más grandes de la vida hemos perdido por una actitud de «O lo hacen bien o no lo hacemos del todo». Una fijación irrazonable en alguna norma nos impide disfrutar de un buen rato con nuestra familia, con los amigos, en el trabajo o en la iglesia o con nosotros mismos.

El otro día leí un lema que se parecía mucho a mi aventura con las galletas: «La manera de resolver el problema es más importante que la solución». Aplicándolo a las galletas y a los niños, pudiera decir lo siguiente:

«Un buen momento y la comunión que se disfruta es más importante que la galleta». En otras palabras, los ingredientes usados en el proceso, suavidad, paciencia, alabanza, humor, risas, comunión, son más importantes que producir una galleta perfecta.

Este proceso se aplica en todo lo que hagamos como familia. «¡Llegamos a tiempo!» suena como a la galleta perfecta. Pero veamos el proceso: Perdí los estribos. Le grité a los niños. Violé el límite de velocidad, me brinqué dos luces rojas, y le hice nudo en el estómago a mi esposa cuando casi le doy al camión de la basura. Pero llegamos a tiempo.

El proceso es, por lo menos, tan importante, si no lo es más, como el producto terminado. Pienso que, si aplicamos este principio a nuestra vida cristiana, nos encontramos disfrutándola más.

¿Qué pasó con la galleta perfecta en el día de los enamorados? En vez de galletas perfectas, tuvimos a dos mujercitas cuyas risas contagiosas serán recordadas por mucho tiempo, a un padre que supo enmendarse, a una madre aliviada, y seis docenas de galletas con forma de corazón un tanto deformadas, con marcas de dedos, que fueron rápidamente devoradas por dos maestras agradecidas, una abuela inválida, un vigilante escolar sobrecogido y un montón de amigos y vecinos.

Pero más importante que todo, la lección aprendida por este padre, demasiado ansioso a veces: ¡la dicha más grande para Dios y para los padres, no es una galleta perfecta, sino los ingredientes de amor, mezclados en un proceso que tiene posibilidades!

Bruce es graduado de una universidad cristiana y egresado del Seminario Golden Gate, en Mill Valey, California.

Reproducido de la Revista Vino Nuevo, vol. 5-nº 11- febrero 1985.