Por Orville Swindoll

Segunda y última parte

En el primer estudio contem­plamos la necesidad, señalada en la palabra de Dios, de una restauración de la familia. En el presen­te quiero tocar varios asuntos prácticos en esta obra de restau­ración. Leamos Salmo 68: 5 y 6:

«Padre de huérfanos y defen­sor de viudas es Dios en su san­ta morada. Dios hace habitar eh familia a los desamparados; saca a los cautivos a prosperi­dad; mas los rebeldes habitan en tierra seca».

Note lo que este texto nos re­vela del carácter de Dios: es Pa­dre de Huérfanos y defensor de viudas». En el versículo 6 encon­tramos que Dios «hace habitar en familia a los desamparados». Evi­dentemente, uno de los propósi­tos más claros de la familia es que nadie esté desamparado, que todos tengan amparo.

Esa es la razón central del ho­gar: dar amparo. El amparo es más que techo. Implica orienta­ción, estar cobijado, cubierto, protegido, amado, comprendido. El propósito divino del hogar es que todo ser que nazca, tenga un refugio, un punto de orientación y de amor. Que se inicie en este mundo hostil y difícil con un claro sentido de identidad y de orientación. Si el hogar no da a todos sus componentes identi­dad y orientación, fracasa como hogar:

Cuando mis hijos lleguen a la edad de casarse y de formar sus propios hogares, deberían tener sin sombra de duda un claro con­cepto de quienes son. Aunque tiemblen en su interior cuando piensen en las grandes responsa­bilidades que tendrán que enfren­tar como esposo, esposa, padre o madre, no deben dudar de la orientación que han recibido.

Sin embargo, hemos visto mu­chas veces a jóvenes casarse que no tienen la menor idea de cómo se conduce un hogar, cómo ma­nejar las finanzas, cómo arreglar una cocina, cómo se prepara una comida, cómo se limpia la ropa, cómo arreglar disputas, cómo orientar a los hijos, darles un sentido de identidad, de mo­do que cuando salgan al mundo, por más hostil que sea, no duden de quienes son, y lo que podrán hacer. Al restaurar la familia, evi­dentemente el propósito de Dios es restablecer estos puntos claves en nuestras vidas.

Hemos observado a través de los años, en matrimonios mal orientados, en familias convulsionadas, que cuando comienzan a oír el evangelio de Dios, todo el mensaje del gobierno de Dios, y las verdades que asientan vidas y orientan hogares, surge en ellos un testimonio espontáneo: «Mi­re, pastor, ¡tenemos un nuevo matrimonio, un nuevo hogar!»

Han experimentado una res­tauración. Es el efecto del evan­gelio. Algunos me dicen después de años de peleas en el matrimo­nio, «Pastor, recién ahora esta­mos en la luna de miel».

He visto a niños frustrados, conflictivos, perplejos, que no sa­ben quienes son, una bola de ner­vios. Cuando los padres se con­vierten, los niños están acostum­brados a gritar, pelear y molestar. Pero, después de seis meses, los mismos niños están orientados, tranquilizados; no son más una bola de nervios. ¿Qué produjo eso? La orientación de Dios para la familia. Los padres aprendie­ron a disciplinar y a educar, los hijos sienten una tranquilidad, un amparo, una protección, una orientación. Aún cuando ellos no pueden filosofar, ni pueden razo­nar de lo que ha pasado, están viviendo en carne propia las verda­des que sus padres, están com­prendiendo y poniendo en práctica en sus vidas. Eso es restaura­ción de la familia.

Principios claves 

El primer principio clave que quisiera mencionar es el principio de la Paternidad. No puede haber una familia bien orientada sin una legítima paternidad. Ge­neralmente, hemos limitado el uso de esta palabra para referir­nos meramente al acto de ser progenitor o reproductor de una familia. El sentido bíblico de la paternidad es más amplio. El hombre que es cabeza de su ho­gar da a toda su familia más que palabras, da una vida de ejemplo que orienta a todos. Si cuando se casó, su flamante esposa era ner­viosa, con una sana orientación de parte de su marido, la mujer comienza a relajarse. Se siente protegida, cuidada, amada, orien­tada.

Si uno quiere saber cómo anda el matrimonio, no es nece­sario preguntar al marido; más bien, hay que observar a su mu­jer. Si la mujer está tranquila, se siente realizada en el hogar como madre, como esposa, orientada por su esposo, pues evidentemen­te el hombre está cumpliendo su rol de marido, y de cabeza de su hogar, y de padre, si es que tie­nen hijos. Una paternidad santa y responsable marca el camino para toda la familia.

Es un error de graves conse­cuencias pensar que sus hijos tie­nen que encontrar su propio ca­mino. No es así. El padre tiene que mostrarles el camino en todo sentido, y el padre que rehusa esa santa responsabilidad que Dios le ha encomendado, sufrirá en car­ne propia la rebelión, la desorien­tación y frustración de sus hijos cuando son grandes. Padre, no deje a los hijos elegir su propio camino; oriéntelos usted mismo. Es su responsabilidad. Como pa­dre, y como marido es su respon­sabilidad dar orientación a su mujer.

Una de las palabras claves en la Biblia sobre las responsabi­lidades del varón, indica que el varón debe santificar a su mujer. Mi mujer por vivir conmigo, debe ser cada vez más santa, y no por­que yo le predico, ni porque le requiero que sea santa, ni porque le impongo leyes y requisitos, si­no porque yo abro el camino de­lante de ella, porque llevo una vi­da temerosa delante de Dios, por­que en mi propio andar marco el camino que ella debe seguir. He visto muchas veces que si mi vida agrada a Dios. El corrige los erro­res de mi esposa y de mis hijos.

Vale decir, que es un punto clave la orientación del padre en un hogar. Cuando en un hogar la cosa anda mal, hay que comenzar con papá, siempre que el esté dis­puesto a recibir orientación. No quiero decir que ninguna otra persona puede ser instrumento de Dios. Cualquier miembro de la familia que se ponga en las ma­nos del Señor, comienza a abrir camino para que Dios obre en su familia. Sin embargo, la restaura­ción de la familia se concreta realmente cuando papá recibe consejos sanos y ordena su vida según la palabra de Dios.

Si una familia entera se entre­ga al Señor, yo voy a empezar a trabajar con el padre. Si la mujer me apura, o si los hijos me dicen que papá está malo que el hogar está mal, o que mamá está mal, yo les digo, «Paciencia, déjenme tranquilo; yo sé lo que estoy ha­ciendo». No pretendo arreglar los problemas de mamá y de los hi­jos todos a la vez, porque sé muy bien que arreglando a papá, los demás van a arreglarse. El primer punto clave, entonces, es una pa­ternidad santa.

Dentro de este punto de la pa­ternidad, hay una gran necesidad de orientación con respecto a la maternidad, pero tengo la pro­funda convicción de que mamá no puede ser todo lo mamá que quisiera ser si papá no es el pa­dre. Una maternidad bien enten­dida, complementa a la paterni­dad, y si no hay paternidad para complementar, la maternidad no puede menos que frustrarse.

Roles definidos y amor que sostiene

Paso al segundo punto clave: Relaciones claras, o sea, roles de­finidos en el hogar. Tiene que haber relaciones claras y precisas. Yo tengo que saber lo que me to­ca a mi hacer, y cómo tengo que relacionarme con mi esposa, y con mis hijos. Eso dará orienta­ción a los demás miembros de mi familia. No puedo requerir que ella dependa de mi, si yo no soy claro. No puedo requerir que mis hijos sean obedientes, si no les doy orientación precisa. Tiene que haber relaciones claras en el hogar. Es muy común ver los ro­les invertidos en los hogares que andan mal: mamá es mandona, los hijos reclaman una actuación democrática, etc., pero está mal. El hogar no es una democracia. Llevado como una democracia, nos frustra, fracasa, cae, no nos sirve.

El hogar no es una institución democrática. Una nación puede tener un gobierno democrático, pero ni eso andará si los hogares no andan bien. El país no anda bien porque haya buenas leyes o buen presidente, o un excelente gabinete que lo acompaña, sino porque los hogares son sanos. Si los hogares de una nación andan bien, cualquier gobierno puede funcionar bien.

Las relaciones tienen que ser claras; tienen que ser de sostén. Mamá tiene que saber que papá le apoya. Papá tiene que saber que toda la familia le respalda. Los hijos tienen que sentir que mamá y papá les comprenden, y padre y madre tienen que estar seguros que los hijos les acompa­ñan. Entonces, hay relaciones claras. Cuando hay relaciones claras, firmes, leales, de sostén, y roles definidos, comprendidos y cumplidos, el hogar andará bien.

El tercer principio clave en la restauración de las familias es lo que podríamos llamar Amor Sacrificial, desinteresado. Entre to­dos los miembros del núcleo fa­miliar, eso significa llevar la carga los unos de los otros, soportarse, tener fe y paciencia los unos por los otros, velar todos por el bienestar de la familia. Cada miem­bro de la familia tiene que enten­der la importancia del conjunto. Si no ama a la familia y sólo cui­da sus propios intereses, está sembrando la destrucción en su propio hogar. El hombre, no pue­de decir simplemente a su esposa, ¡Sujétate! La mujer no puede decir cada rato a su esposo, ¡Tienes que amarme como Dios manda!

No es cuestión de citar textos bíblicos los unos a los otros. Es cuestión de amar y estar dispues­to a sacrificarse. Por ejemplo, cuando uno grita, la mejor res­puesta es callarse. Cuando el ma­rido o la mujer reclama al otro, ¡Mira! ¡Tienes que explicarme esto!, es mejor decir, «Vamos a calmarnos primero, y después vamos a conversar». No se puede conversar con los «cables pelados», o cuando uno tiene los ner­vios alterados.

Debe haber amor sacrificial, amor que entienda que vivir en familia no es carga pesada, sino una bendición celestial. Muchas veces he pensado en esa historia que resuena en mi mente de una niña de 7 u 8 años que salió a ca­minar con su hermanito de unos 4 años. Después de un rato el muchachito se cansó. Entonces ella, un poquito más grande que él, lo alzó en brazos, y lo llevaba de vuelta al hogar, cuando un hombre que le pasó en la vereda, le preguntó al pasar, «¿Pero, no es pesado ese muchacho?»

Ella respondió sencillamente, «No, no es pesado; es mi herma­no».

El marido tiene que recordar eso cuando tiene que sufrir y lle­var la carga de la mujer que por ratos no le comprende. Debe te­ner en cuenta que su mujer no es pesada, es su esposa. Y la mujer tiene que recordar, cuando el hombre es difícil: no es pesado, es su marido.

Cuando el hombre ve a su mu­jer muy atareada, debería tener una predisposición de ayudarla con las cargas. Cuando ve que con dos o tres hijos se pone de­masiado nerviosa, él se ofrecerá voluntariamente a sacarlos a pa­sear, o traer una niñera por la tar­de, y llevar a la esposa a pasear. El debe esmerarse en velar por la salud de ella.

Una mujer atareada por 5, 6 u 8 años con chiquitos, llega a vivir en un mundo muy re­ducido de pañales y ropa sucia, de pisos sin limpiar, de cocina de­sarreglada, y si el hombre no cui­da de su propia mujer, ella co­mienza a reflejar en su propio ser, en su actitud, en el descuido de sí misma, todo lo que está vi­viendo con los chicos. Luego el hombre, habiendo descuidado su propio hogar, echa el ojo sobre una mujer bien arregladita, her­mosa, que no tiene chicos, y co­mienza a pensar en la diferencia.

Marido, si eso ocurre contigo, la culpa la tienes tú. Has descui­dado a tu mujer, la mujer de tu juventud. Recuerda que cuando te casaste con ella, fue linda, arregladita, limpia, atenta, amo­rosa. Tú le diste los hijos que tie­ne. Tú descuidaste el hogar, es tu responsabilidad también. Lleva la carga junto a ella y llévala a pasear y a gozar juntos de la vida.

Cambios en el hogar

El cuarto principio clave está implicado en lo que acabo de de­cir. Me refiero a una orientación sana, precisa, responsable. Tengo la experiencia de haber tratado íntimamente con muchas familias, de haberlas visto al princi­pio desordenadas y con falta de orientación. Muchas veces me he sentado a la mesa con un matri­monio en su cocina. Comienzo a darles orientación sobre cómo criar a sus hijos, cómo tratarse entre sí. El deseo está, pero ha faltado orientación. Una de las cosas más gratas del pastorado es ver cuán rápido se producen cam­bios en una familia dispuesta cuando hay orientación sana. Uno no tiene que esperar cinco años; ya en cuestión de días se empieza a ver cambios. En vez de llegar a la reunión, caminando el marido tres metros delante de ella, llegan tomados de la mano.

¡Ah! ¡Algo pasa ahí! 0, en lu­gar de entrar él primero, dejándo­le a ella con los tres chicos, él entra con dos chicos en los bra­zos, y ella trae el número tres. Cuando llegan a la puerta él dice, «Pase, por favor». ¡Hay cam­bios! ¡Porque hay orientación!

Muchas veces las familias lle­gan a ser verdaderos desastres simplemente por la ignorancia. La ignorancia es una maldición que tenemos que eliminar de en­tre nosotros, Hay orientación precisa en la palabra de Dios. Más de un papá me ha dicho: «Pastor, deme orientación precisa, man­datos claros, órdenes específicas, y voy a cumplir». ¡Qué alegría ver que efectivamente es lo que sucede!

Finalmente, diría que toda la familia necesita un marco mayor de coherencia, o lo que podría­mos llamar un sentido comunita­rio. Tú no estás solo con tu fami­lia; estás integrado a un conjunto de familias. Como dije antes, el pueblo de Dios es un conjunto de familias, pues tu familia está al lado de otra familia, y otra, y otra.

¡Qué hermoso es ver cómo podemos ayudarnos los unos a los otros! Trae gran alegría ver como un padre conversa con otro padre, una madre conversa con otra, y los jóvenes intercambian comentarios sobre los cambios que se producen en sus propios hogares. Familia con familia se encuentran, para almorzar jun­tos, para salir juntos, para pasar una tarde juntos. Hay comuni­dad. ¡Aleluya!

Me siento tan in­volucrado, tan comprendido, tan bendecido en medio de tantas fa­milias que andan en la voluntad de Dios, que me da una gran se­guridad de que esto va a seguir, esto progresa, porque hay fami­lias sólidas, íntegras que nos ro­dean a todos. Así nos sentimos fortalecidos y bendecidos por la comunidad, el conjunto de fami­lias que andan en la voluntad de Dios, y comprenden los propósi­tos de Dios. De esta manera Dios está preparando un pueblo bien dispuesto, familias que irradian luz en la oscuridad. «Dios hace habitar en familia a los desamparados y saca a los cautivos a pros­peridad». ¡Aleluya! 

Reproducido de la Revista Vino Nuevo Vol. 3 nº12- abril 1981