Por Derek Prince

Primeramente quiero establecer una verdad que es básica para todo lo que sigue. Efesios 3:14-15 declara la siguiente verdad:

Por esta causa, doblo mis rodillas ante el Padre de nuestro Señor Jesucristo, de quien toma nombre toda familia en los cielos y en la tierra.

Una de las cosas de mayor significado que encontramos en Efesios, es que habla de Dios como Padre de nuestro Señor Jesucristo. Entre sus énfasis la epístola nos revela que Dios es un padre. Hay una relación entre las palabras «padre» y «familia» que no es aparente en la traducción. En el griego, la palabra traducida familia (patria) se deriva directamente de padre (pater) y podría traducirse paternidad. Las implicaciones no tienen límite. Dice que dondequiera que haya paternidad, ésta deriva su nombre de la gran fuente de la vida del universo, de Dios el Padre. Esa es la razón por la cual la familia es tan sagrada: lleva en sí misma la impresión del nombre de Dios.

El pueblo judío ya conocía el nombre de Jehová o Yavé cuando Jesús vino, pero el nuevo nombre que él usó y reveló fue el de «Padre». Jesús dice en Juan 17:6: «He dado a conocer tu nombre a los hombres que me diste». El nombre que menciona seis veces en este capítulo es el de «Padre». Es el clímax y la meta de la revelación del Nuevo Testamento: Dios el Padre. Jesús es el Camino, pero un camino no significa nada si no conduce a alguna parte. Jesús es el Camino al Padre. Si nos detenemos en Jesucristo únicamente habremos perdido el punto principal del evangelio. Jesús dijo: «Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre sino por mí» (In. 14:6).

Paternidad

De manera que cuando estamos hablando de una familia, el primer requisito es que haya un padre. Sin padre no hay familia. Dondequiera que se busque a una familia tiene que haber un padre. Dondequiera que Dios introduzca vida tiene que proveer una fuente.

La llamada «opinión científica» de la vida dice que esta sucedió por accidente. Eso es inaceptable desde todo punto de vista de la lógica y, lo que significa para las personas es horrible. Si la vida es una serie de accidentes, nadie sabe qué sucederá después. Uno de los problemas más grandes que enfrenta el ser humano es la inseguridad que pro­viene de su perspectiva de la creación. Si el univer­so y yo llegamos a existir como resultado de algún acontecimiento casual, en algún lugar del tiempo y del fango, entonces mis prospectos de alcanzar el éxito, la seguridad y la felicidad son ínfimos y tendré que pasar por la vida básicamente como una persona insegura.

Pero cuando la fuente de vida del universo es Dios, nuestro Padre y todo lo que sucede es con su consentimiento y conocimiento; si como al­guien ha dicho: «Dios saca tiempo hasta para asistir al funeral de un gorrión» y, no hay nada que carezca de importancia para él; cuando él es­tá detrás de todo y en todo y en control de todo; cuando la vida es de esa manera, entonces se pue­de caminar con entera seguridad y paz. Gran parte de los problemas personales de la gente provienen de la inseguridad que produce su conocimiento in­completo y distorsionado de Dios y del universo.

En su libro Hungry for Cod (Hambre de Dios), Ralph Martin relata su experiencia en una zona marginada de una gran ciudad norteamericana. Obscurecía, hacía frío y se encontraba solo. De pie en una esquina, inundado por la soledad y la inseguridad, comenzó a decir: «Padre … Padre … Padre … Padre», dirigiéndose a Dios y repitiendo su nombre una y otra vez. Después de un rato, su inseguridad se desvaneció y su condición cambió. El conocimiento de su relación con el Padre había sido suficiente.

Muchos dirán: «Por supuesto, si somos hijos de Dios, todos le tenemos como Padre». Gracias a Dios que es cierto, pero quien estudia su naturale­za descubrirá que a él le gusta delegar y que pre­fiere no hacerlo todo él mismo. Por eso es que en toda familia humana tiene que haber además de Dios, el Padre, un padre humano, con todas sus imperfecciones y debilidades. Sin padre no hay familia.

Lo mismo es aplicable en el aspecto espiritual. Sin padre no hay familia. (Tampoco me refiero aquí a Dios el Padre). Hay muchos creyentes que no tienen familia. Son unidades aisladas dentro del Reino de Dios. Casi se podría decir de ellos que son accidentes buscando un lugar donde ocu­rrir. La razón es que no están relacionados con ningún padre; un padre con toda su debilidad e imperfección humana. No se puede prescindir de él si se quiere tener una familia.

Quiero sugerir, por lo tanto, que por cada fami­lia espiritual aquí en la tierra, Dios ha puesto una fuente de vida: un hombre a quien él ha escogido para ese propósito y para que esté bajo su control soberano. También, que cuando se reconoce y se honra esa fuente de vida, la familia entera se bene­ficia. Cuando un padre no ocupa su debido lugar en la familia natural, ni funciona como es debido, todos sus miembros sufren. Este hecho es invaria­ble se considere justo o no. Es parte de la gran responsabilidad que Dios ha delegado en los seres humanos. Dicho de otra manera, cuando el padre ocupa su lugar debido y funciona dentro de su pa­pel, la familia completa es bendecida, espiritual, física, económica y materialmente. Cuando un pa­dre acepta la responsabilidad que Dios le ha dado, se convierte en una sombrilla de protección para toda la familia. Cuando no lo hace, no hay som­brilla o está llena de agujeros.

El paralelo es semejante en lo espiritual. Mu­chas cosas dependen de la condición del padre de la obra, del grupo o de la familia. Cuando este ocupa su debido lugar, cumple con su función, es reconocido, honrado y respetado, toda la comuni­dad prosperará espiritual, física y económica­mente.

He visto la demostración de este principio en varias ocasiones. Dios usa a un hombre para ini­ciar la vida en determinados grupos y en cada uno de ellos algo sucede que desplaza y deshonra a su fuente de vida dada por Dios y todos, sin excep­ción, sufren las consecuencias y, muchos de sus miembros enferman. Recuerdo un caso en parti­cular en el que me encontraba orando por un hombre que tenía una enfermedad incurable y Dios me mostró que no sólo él necesitaba sanidad, sino toda la congregación. Cuando la comunión entre el padre fundador y la iglesia fue restableci­da, el hombre sanó sin necesidad de oración. Es una de las lecciones más vívidas que Dios me haya enseñado. Muchas veces oramos por la sani­dad de un individuo y la oración queda sin respuesta porque es la iglesia la que necesita sanidad.

Una fuente de vida no significa necesariamente que un solo hombre tenga que convertir a todos para que estén dentro de la familia, sino que Dios lo haya elegido para impartir, a través de él, su vida a toda la comunidad.

Autoridad

El siguiente aspecto esencial para la familia es la autoridad. Con ella va la disciplina. Hebreos 12: 6-9 dice que Dios disciplina a sus hijos a quie­nes ama; quien no esté bajo disciplina no es un hijo verdadero y que si nos sujetamos al Padre de nuestros espíritus viviremos.

No que la sujeción al Padre es vida. Es un prin­cipio fundamental. Si nos rebelamos contra el Pa­dre perdemos la vida. Aplicándolo a la familia, significa que todo miembro tiene que estar bajo la autoridad del padre, dispuesto a aceptar su dis­ciplina, aunque esta… sea dolorosa. Quien rehúse aceptarla se convierte en un bastardo, un hijo ile­gítimo. ¿Cuántos hijos bastardos habrá en las igle­sias cristianas?

Aceptación

El tercer aspecto básico para una familia es la aceptación o el «pertenecer». No hay necesidad más profunda en el ser humano que la de sentirse aceptado y que pertenece en algún lugar. Los ni­ños, especialmente durante la pubertad, hacen co­sas verdaderamente extraordinarias e ilógicas mo­tivados por una sola cosa: ser aceptados por sus contemporáneos. Es una de las fuerzas motoras en todos nosotros. 

Una de las características de una familia es que provee esta aceptación. Efesios 1: 3-6 termina di­ciendo que por su gracia «nos hizo aceptos en el Amado». Esta traducción es un poco libre, pues la misma palabra es usada en Lucas 1: 28 por el ángel en su visitación a María donde se traduce muy favorecida. En los dos casos es una palabra fuerte y positiva. Es digno de enfatizar que cuan­do venimos a Dios por medio de Jesucristo, nunca debemos sentirnos como ciudadanos de segunda categoría, como si Dios nos estuviese tolerando meramente. Somos muy favorecidos y objetos de su amor y cuidado especial. El cambiaría el curso de los acontecimientos del universo por amor a nosotros. Hay multitudes de cristianos que desco­nocen esta verdad. Dios nos ha aceptado. No le molestamos cuando venimos a él. Nunca está demasiado ocupado para nosotros. Siempre nos recibe con alegría. No tenemos que entrar como esclavos tocando a la puerta para llamar la aten­ción. Somos sus hijos.

Hay aceptación en la familia. Dios no nos co­rrige primero y después nos acepta. Primero nos recibe y luego trata con nosotros. Este hecho es el que nos predispone a recibir su disciplina. Es Bob Mumford quien ha dicho: «Corrígeme, pero no me rechaces». Son dos las alternativas: si no estoy dispuesto a ser corregido, seré rechazado. La deci­sión es nuestra; una u otra será nuestra porción. En la familia somos corregidos sin ser rechazados.

Efesios 2: 19 recalca nuestra aceptación dicien­do: «Así que ya no sois extranjeros ni advenedi­zos, sino conciudadanos de los santos, y miem­bros de la familia de Dios». Este es el cumplimien­to del propósito final de Dios.

Recursos compartidos

Este aspecto de la familia es obvio. En una fa­milia de escasos recursos no se da de comer a uno de los hijos mientras los demás se sientan para ver­lo. Si hace falta el dinero, no se le compra ropa a uno de los miembros de la familia, dejando que los otros queden desnudos. Se comparte lo que hay de acuerdo con la decisión de los padres. Nin­guna familia con dignidad propia permitirá que uno de sus hijos sufra hambre y vaya desnudo mientras que los otros tengan todo y más de lo que necesiten.

Estoy absolutamente convencido que tenemos que aceptar este principio en la familia de Dios también. Es una desgracia que uno de los miem­bros sufra privaciones mientras que los demás ten­gan más que suficiente; sin embargo, no son los hijos los que comparten, sino los padres. Quien no esté bajo la autoridad de un padre, no tiene quien le comparta sus recursos. Estaría totalmente fuera de orden que los hijos mismos determinaran lo que cada uno debe comer y vestir.

Ahora les mostraré el principio bíblico en He­chos 4:32-35. Tradicionalmente, los pentecostales hemos enfatizado el versículo 33 que dice: «Y con gran poder los apóstoles daban testimonio de la resurrección del Señor Jesús, y abundante gra­cia era sobre todos ellos». La interpretación que le hemos dado es que el Espíritu Santo nos hace testigos y que por lo tanto debemos salir a testifi­car. Eso está bien, pero quiero sugerir que el testimonio de los apóstoles dependía grandemente de la operación visible de su mensaje en las personas que ellos pastoreaban.

Una cosa es testificar de la verdad que se está viviendo y otra muy diferente cuando no hay demostración viva de esa verdad. El testimonio de los apóstoles obtuvo por lo menos la mitad de su validez, porque lo que hablaban estaba operando también entre las personas que dirigían. Nos con­tradecimos a nosotros mismos si testificamos que Jesús es el Señor y que él suple todas nuestras ne­cesidades y que nos bendice, cuando hay una mul­titud de cristianos a quienes obviamente les falta y viven descontentos y en discordia.

El versículo 32 dice que «ninguno decía ser su­yo propio nada de lo que poseía, sino que tenían todas las cosas en común». Esto no significa que hubiera propiedad colectiva. Cada uno poseía lo suyo, pero no lo reclamaba exclusivamente para sí. Personalmente creo que las Escrituras endosan la propiedad privada. El último de los diez manda­mientos dice: «No codiciarás la casa de tu próji­mo … ni su buey, ni su asno, ni cosa alguna de tu prójimo» (Ex. 20: 17), La implicación es clara: es de esperar que su vecino posea cosas.

Tampoco estoy predicando en contra de las co­munas, ni siquiera hablo de ellas. Me refiero a una situación donde hay posesión privada de las cosas, pero donde no hay egoísmo ni avaricia, ni indife­rencia, y cuando alguien tiene una necesidad, los demás no reclaman derecho sobre sus posesiones, sino que los ponen a disposición del grupo.

El versículo 34 dice: «No había entre ellos nin­gún necesitado». Las necesidades primordiales su­geridas aquí son de tipo económico y material; sin embargo, una familia que esté funcionando bien debe proveer más que eso. Ya he mencionado la aceptación y el sentido de pertenecer. También hay necesidades espirituales, emocionales y cultu­rales que debe satisfacer. Hemos llegado a un pun­to en nuestra sociedad que demanda la creación de nuestra propia cultura. La del mundo es tan torcida, tan corrupta y tan sucia que no pode­mos identificamos con ella.

Si le pedimos a la gente que abandone su estilo de vida, tenemos que ofrecerles una alternativa. Muchas veces la única opción que les hemos dado es lo que no deben hacer: «No hagas; no vayas; no toques». Las personas no pueden vivir sólo de ne­gativas, porque si no encuentran satisfacción en Dios y en su pueblo, la buscarán en el mundo. No podemos eludir nuestra responsabilidad. Estamos obligados a proveerles un estilo de vida, una cultura y una comunión que llene sus necesidades.

Veamos ahora los versículos 34 y 35, y las implicaciones de poner el dinero de las propiedades a los pies de los apóstoles. ¿Por qué lo hicieron, y qué significado tenía aquello? Era un reconocimiento del liderazgo de los apóstoles y de la confianza que se les confería de hacer uso y distribución correcta del dinero. El pueblo no lo repartió entre sí.

La aplicación de este principio es que una oveja no debe ir a otra a pedirle que le supla su necesi­dad; porque si así fuere, por desgracia algunas ha­rían de tal práctica su modo de vivir. 2 Tesaloni­censes 3: 10 dice que «si alguno no quiere tra­bajar, tampoco coma». Pero si la oveja va donde su pastor y le presenta su necesidad, él podrá in­vestigar la situación y si es real, podrá llamar a las otras ovejas para que la ayuden. El lideraz­go debe ser involucrado.

Responsabilidad compartida

Ser responsable significa estar obligado a res­ponder por sus actos. Esto se aplica en relación a las cosas y a las personas.

Quien se sienta a la mesa a comer no se levan­ta cuando termina sin haber hecho su aporte a la familia. Alguien tiene que lavar los platos, barrer debajo de la mesa y sacar basura. A muchos no les gusta hacerlo, pero es necesario. Con los bene­ficios y las bendiciones de la familia vienen apare­jadas ciertas responsabilidades.

No sólo se es responsable por las cosas, sino que también se es por las personas. Si su hermani­ta se porta mal en la escuela y se mete en proble­mas, usted no puede decir que ella no es nada su­yo. Usted es responsable por ella y está obligado a responder por ella. Alguien ha dicho que se puede escoger a los amigos, pero que con la fami­lia ya está decidido. Dios tiene algunos hijos que son bien extraños, pero siguen siendo sus hijos.

En la familia, todos somos responsables por las tareas que deben hacerse. No es suficiente poner dinero y decir que eso es todo lo que hará. Tam­bién somos responsables uno por el otro. Gálatas 5: 13 dice: «Servíos por amor los unos a los otros». Servir es un privilegio. No es algo que se hace de mala gana o como una carga. Tampoco creo que el privilegio sea algo barato. Es para la familia. No podemos pedirle a alguien que está de visita en nuestra casa que saque la basura, pero sí podemos decirle a un miembro de la familia: «Hoy es tu turno de ayudar con la basura».

Hay algo más. Muchas veces estamos dispues­tos a servir, pero no a ser siervos. Queremos es­coger cuándo, a quién y bajo qué condiciones habremos de servir. Un siervo ha renunciado al de­recho de elegir; otro le ordena lo que debe hacer.

¿Y nuestros derechos? Eso es algo que todos sacamos a relucir en algún momento u otro. La respuesta es que todos tenemos derechos, pero si no renunciamos a ellos y preferimos hacerlos va­ler, quedamos fuera del espíritu de la familia.

Dependencia de Dios

Con este aspecto final, regresamos a nuestro punto de partida. La familia depende de Dios pa­ra su existencia. Dios es la fuente de la vida y la dispensa según su voluntad y a través del canal que a él le agrade.

Esto es particularmente cierto con respecto a la iglesia. Las iglesias nacen; no se organizan simple­mente. Si Dios no les da vida sobrenatural, tendre­mos un grupo organizado, pero no una familia con vida. 1 Corintios 3:7 dice: «Así que ni el que planta es algo, ni el que riega, sino Dios, que da el crecimiento».

Si Dios no hace germinar la semilla, no hay vi­da. La vida depende de su fuente en todas las áreas y esa fuente es Dios el Padre. Cuando la iglesia nace de Dios tiene vida y es preciosa para él. ¡Ay de la persona que le haga daño! «Si algu­no destruyese el templo de Dios (la iglesia), Dios le destruirá a él» (1 Co. 3: 17). Y no creo que se refiera a cualquier grupo de cristianos reunidos en alguna parte por accidente.

Sujeción y Compromiso

Para concluir mencionaré dos condiciones bási­cas que se requieren para pertenecer a una familia: sujeción y compromiso.

En el Salmo 68: 6 leemos que «Dios hace habitar en familia a los desamparados; saca a los cautivos a prosperidad; mas los rebeldes habitan en tierra seca».

¿Cuál es la implicación? Renunciar a la rebe­lión si se quiere pertenecer a una familia. En una palabra, tiene que sujetarse. Tiene que abandonar su individualismo y entrar bajo autoridad. Si no lo hace pierde el privilegio de ser un hijo verdade­ro, y se convierte en un bastardo.

La familia es la alternativa para la soledad, pero sobre la entrada está esa palabra tan controversial: sujeción. La elección es bien clara: por un lado está la familia y la prosperidad con la sujeción y por el otro la rebelión con sequedad.

Mi consejo para las solteras, las viudas y las di­vorciadas es que, si quieren pertenecer a una fami­lia espiritual, deben sujetarse al liderazgo estable­cido por Dios, no importa cuántas experiencias amargas hayan tenido con la autoridad masculina. Dios no ofrece ninguna otra alternativa.

La segunda condición es el compromiso. Estas dos palabras son inseparables: sujeción y compro­miso. «El puso su vida por nosotros; también no­sotros debemos poner nuestras vidas por los hermanos» (1 Juan. 3: 16).

Eso significa algo más que la muerte física. El versículo siguiente lo demuestra, pues nos exhorta a compartir lo que tenemos con el hermano en necesidad. Compromiso es poner la vida por los hermanos, es ceder nuestros derechos.

Mateo 16: 25 dice que «todo el que quiera sal­var su vida, la perderá; y todo el que pierda su vi­da por causa de mí, la hallará». Se pierde una vida para ganar otra. Cada uno posee su propia vida y por derecho. Si lo desea, puede aferrarse a ella, pero no encontrará la que Dios tiene si no está dispuesto a perder la suya.

Si quiere encontrar la vida que Dios tiene para usted en la familia, usted tiene que perder la suya. Ese es el precio. «Si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, queda solo; pero si muere lleva mucho fruto».

El grano de trigo está en su mano; en su vida, su talento, su futuro, sus recursos, encerrados en esa dura semilla que es su independencia. Es suya legalmente, pero entretanto la siga sosteniendo en su mano, nada será de ella. Permanecerá sola. (Esa es la causa de la soledad de muchas personas.) Je­sús dice: «Suéltala. Déjala que caiga al suelo y penetre en la tierra, y aunque la gente le pase por encima, no le hará daño. Allí adentro de la tierra húmeda y oscura morirá la dura cáscara y el ver­dadero potencial de vida que Dios ha puesto dentro quedará libre.

¡Ese es el compromiso! Renunciar a todos los derechos de hacer lo que uno quiere. Nadie se los va a quitar. Usted tiene que poner su vida volun­tariamente por los hermanos. Sujétese y compro­métase y permita que Dios saque ese potencial de vida que ha puesto dentro suyo. Hágalo dentro del contexto de la familia de Dios.

Tomado de New Wine Magazine, Mayo 1978

Citas: Reina Valera, Revisión 1960

Reproducido de la Revista Vino Nuevo vol. 4-nº 4 diciembre 1981