Por Charles V. Simpson

Charles V. Simpson recibió su educación en la Universidad de William Carey en Hattiesburg, Mississippi y en el Seminario Teológico Bautista de Nueva Orleans, Louisiana. Además de sus responsabilidades pastorales y ministerio interna­cional, es presidente de la Junta Editorial de New Wine. El, su esposa Carolyn y tres hijos viven en Mobile, Alabama.

La vida es un misterio; quizás sea el misterio de todos los misterios. Pero el más grande de todos es que la vida misma se pueda comprimir y reducir una semilla.

Toda la creación virtualmente, plantas y animales, se perpetúa en la semilla. Dentro de cada se­milla hay un código, como un banco de informa­ción en una computadora diminuta, que ha sido programada desde su creación, infinidad de años atrás cuando Dios habló la vida en existencia. Ese pequeño banco de conocimiento controla todo lo que sucederá en la semilla, hasta el tiempo en que se liberará en su crecimiento. Dentro de este alma­cén tan pequeño está guardada toda la identidad y las características de la planta o del animal en que se convertirá. Que una semilla pueda contener todo esto es un gran misterio, pero sabemos que la vida está en la semilla.

Leemos en Génesis 1: 11 del proceso original que Dios estableció en la creación: «Produzca la tierra hierba verde, hierba que de semilla; árbol de fruto que dé fruto según su género, que su semilla esté en él, sobre la tierra … » Dios propuso que su fruto tuviera semilla. Ya fuese en la vida de las plan­tas, de los animales o en la vida cristiana, su fruto tendría semilla. En otras palabras, nuestro fruto debe contener el modo de reproducirse a sí mismo. La semilla es el remanente del fruto y por conse­cuencia de la cosecha, y sabemos que Dios siempre tendrá un remanente cuando todas las edades sean cosechadas. Debiera ser nuestro deseo, por la gra­cia de Dios, ser un remanente, parte de la semilla de Dios para la siembra de una nueva generación.

Otro de los misterios en la semilla es que puede permanecer inactiva por muchos años y luego, bajo las condiciones correctas, germinar con vida. La semilla se queda semilla cuando está en un ambien­te hostil o estéril. Pero cuando es depositada en un lugar que la alimenta, el propósito en ella es li­berado. Ella se disolverá; su código comen­zará a enviar señales a todas sus partes genéticas y éstas comenzarán en su acción ordenada por Dios hasta que produzca después una planta.

La simiente de la humanidad

La simiente de la humanidad comenzó con Adán. Él fue el primer hombre y padre de nuestra raza. El Señor Dios lo puso en el huerto y le dio la responsabilidad de ser su administrador sobre toda la creación. Pero Adán fue irresponsable en la ta­rea que Dios le encomendó. Debido a su desobe­diencia, Dios sentenció a Adán y a su simiente, y ésta se volvió defectuosa. Dios le dijo que su si­miente moriría y que él y sus descendientes volve­rían al polvo de donde habían sido tomados.

Nosotros somos la simiente de Adán y tenemos una falla básica. Se ha debatido por largo tiempo si todos los hombres nacen en pecado, pero eso es solo un cuestionamiento académico porque todos los nombres pecan. Si sólo nueve en diez pecaran, podríamos decir que la falla está sólo en parte de la raza. Pero si todos pecamos, eso indica que la falla está en nuestro origen, en la semilla. Somos sembrados con una falla, con un defecto y somos defectuosos desde el momento de la concepción. Adán no fue creado así. Se volvió defectuoso por su irresponsabilidad.

Dios, en su misericordia, no dejó a Adán sin esperanza. Lo sentenció porque es justo, pero también es un Dios misericordioso y dijo a la serpiente: Y pondré enemistad entre ti y la mujer, y entre tu simiente y la simiente suya; ésta te herirá en la cabeza, y tú le herirás en el calcañar (Gn. 3: 15).

En otras palabras, Dios le estaba haciendo una promesa a Adán: «Te daré victoria sobre el enemigo; aunque hiera a la simiente de la mujer, esta aplastará la cabeza de la serpiente.» Así hizo Dios pacto con Adán y Eva en el huerto.

Ninguna simiente de Adán pudo habernos redimido, porque se volvió defectuosa con la desobediencia y ese defecto está inherente en todos los que hemos nacido del primer Adán. Se requiere otro nacimiento y otra semilla para anular el daño y el defecto que causó la desobediencia en nosotros. El humanismo nunca podrá redimir al hombre, no por falta de visión, sino porque no tiene la simiente adecuada. Cuando se comienza con la semilla de Adán, se termina con el problema suyo: siempre habrá una serpiente en su huerto. Es necesario una simiente mejor.

La historia de la simiente

La desobediencia de Adán soltó el pecado en la tierra; siendo el administrador sobre la creación, su irresponsabilidad abrió la puerta para que el enemigo desatara su actividad en la tierra. También permitió la obra del enemigo en su propia simiente, y su primer hijo fue llamado Caín, que significa «lamentar o llorar». Este primer hijo, su primera semilla, fue un mentiroso y un asesino.

Su segundo hijo se llamó Abel que significa «prado o lugar con hierba». Abel fue un pastor sensible que sabía como agradar a Dios y le ofreció un sacrificio aceptable. El favor de Dios hacia Abel hizo enojarse a Caín, y un día, en el campo, tomó un arma y mató a su hermano, La sangre de Abel clamó desde la tierra por causa de la simiente defectuosa, la naturaleza caída, la creación corrompida.

Pero Dios le dio otro hijo a Adán, cuyo nombre, Set, significa «compensación». Dios compensó a Adán y a Eva la pérdida de su hijo, dándoles una simiente bendita. Sin embargo, a pesar de esa compensación, comenzó una guerra de generaciones entre la simiente santa y la maldita, entre el hijo de la fe y el hijo de pecado. Adán vivió para ver el caos que resultó de su irresponsabilidad y de su desobediencia. Con el tiempo los descendientes de Adán produjeron una sociedad tan detestable para Dios que lo hizo arrepentirse de haberlos hecho.

No obstante, la Escritura dice que Dios cuida de su palabra y la protege hasta mil generaciones, pues su palabra vive y permanece para siempre. Dios buscó en toda la tierra hasta encontrar una semilla justa, un hombre que enseñara a su familia los caminos de rectitud y le dio a Noé la visión para construir el arca. Noé y su familia fueron fieles a la visión y en el arca Dios salvó a su remanente y preservó su simiente para una nueva siembra, una generación nueva.

Pero pronto el defecto en la simiente de Adán se volvió a manifestar. La raza humana se contaminó y se diluyó en su adoración a Dios y se unieron en un acto de auto-deificación para edificar una torre que glorificara sus propios logros. Dios se enojó de nuevo, pero estaba determinado a proteger la semilla de su pacto en medio de cada cataclismo. El había prometido a Adán y a Eva que aplastaría la cabeza del enemigo con la simiente de la mujer. De entre esa sociedad escogió a un hombre llamado Abram y cambió su nombre a Abraham que quiere decir «padre de una multitud» porque deseaba una nación que le sirviera como matriz para su simiente.

Dios, en su sabiduría infinita, sabía que la semilla necesita de un lugar acogedor para desencadenar su secreto y comenzó a cultivar una nación con un ambiente propicio para que la Simiente Santa creciera y se desarrollara. Dios escogió a Abraham, un áspero, viejo y seco tronco en el desierto y llovió sobre él por el Espíritu Santo y le dio el pacto. Dios sopló su aliento en Abraham, de manera que ese tronco comenzó a florecer en su vejez y por fe se convirtió en el procreador de una nación.

En el cuido de su nación escogida, Dios se hizo más electivo y buscó una familia que manifestara las cualidades en particular que él quería. Cientos de años después de que Abraham hubo sido éscogido y cuando su santa nación crecía en medio de las otras paganas, el ojo de Dios cayó sobre un hombre llamado David que quiere decir «amado». Dios vio en él cosas que estaban en su propio corazón y determinó que sería el padre de la familia que engendraría a la Simiente Santa. Dios le prometió a David que uno de su linaje ocuparía el trono para siempre.

La vid es podada

Entonces, como todo buen labrador, Dios comenzó a podar su viña, pues el propósito de Dios no era que Israel se convirtiera en una vid escabrosa y descuidada que llenase la tierra a la ventura. Quería que de Israel saliera la simiente que llenara toda la tierra, la simiente nueva, de la nueva raza, de la nueva era. Dios comenzó a cortar la vid hasta reducir su tamaño tanto, que el mismo pueblo de Dios clamó temiendo desaparecer. Pero todo labrador sabe que cuando se cortan las ramas de la vid, la calidad de vida se intensifica en el tronco que queda. Dios estaba buscando cierta calidad de vida y no era una cierta cantidad de ramas.

Así, la vida que estaba en Israel se hizo más dulce a través de las dificultades. Nunca se llegará a comprender completamente la persecución, la agonía y el lamento de esa nación, hasta la eternidad. Sólo Dios se da cuenta que todos ellos han sufrido por su propósito para podernos dar una Simiente Santa.

La mujer elegida por Dios

Vino el día cuando los ojos de Dios recorrieron las ciudades y finalmente se detuvieron en una pequeña aldea escasamente conocida fuera de su círculo inmediato. En medio de un juicio severo en el que grandes ciudades eran arrasadas, Dios había dicho: «Y tú, Belén, tierra de Judá, no eres la más pequeña entre los príncipes de Judá ; porque de ti saldrá un gobernante, que pastoreará a mi pueblo Israel.»

Dios había escogido a una nación. Entre esta nación había escogido a la tribu de Judá que significa «alabanza.» De esa tribu había escogido a la familia de David, cuyo nombre significa «amado» y de esa tribu había escogido a una aldea. Ahora quedaba una mujer por escoger. La Escritura dice que Dios esperó hasta «el cumplimiento de los tiempos,» el momento genético perfecto para la gestación de su simiente. En ese momento cuando las naciones desconocían los propósitos de Dios y los hombres se sumían en la desesperación del fatalismo y la insuficiencia, Dios el Señor actuó. En el preciso momento que había estado esperando toda la eternidad, Dios se vuelve a Gabriel, el arcángel asignado a velar por los asuntos de Dios concernientes a Israel, y le dice:

«He encontrado a otra Eva, una doncella, una virgen humilde. Es una verdadera hija de Abraham, con una fe como la suya, porque cuando le hables, ella te responderá: ‘Hágase conmigo conforme a tu palabra.’ Es una verdadera hija de Judá porque cuando mi Espíritu se mueva en ella, exclamará: ‘Mi alma engrandece al Señor, y mi espíritu se regocija en Dios mi Salvador.’ Es una verdadera hija de Dios porque ella es amada de Dios, muy favorecida entre las mujeres. Ella es la elegida.

«Ve pues a ella ahora. No te detengas con las reinas de Roma y Siria, de Grecia y de Egipto. Pásale a Jerusalén; no te detengas en ninguno de esos lugares hasta que llegues a un insignificante lugar fuera del camino llamado Nazaret. Allí la verás y la reconocerás.»

El fiel ángel de Dios encontró a la doncella ocupada en su quehacer diario, deleitándose en las cosas sencillas de Dios, ignorante de los grandes acontecimientos que estaban por suceder. Gabriel se detuvo frente a ella, un mensajero más imponente que el sol en su ocaso, y le dijo que Dios la había escogido para llevar la Simiente Santa. Ella respondió:

«Hágase conmigo conforme a tu palabra.» A diferencia de Eva, de Sara, de Rebeca y de cualquiera otra, ella obedeció sin titubear. El resultado fue que tuvo un Hijo como ningún otro hombre. Un nuevo Adán fue concebido y comenzó una nueva era.

Otra oportunidad

La semilla del pacto había sido plantada. Dios había cumplido su palabra a Adán y a Eva. El había guardado su simiente en el diluvio, en el éxodo de Egipto; a través del reinado de hom bres corruptos; a través de la conquista, la dispersión y la gran tribulación de Israel. El la había cuidado fielmente y ese día vino a descansar en María. Dios había cumplido su pacto con Adán y Eva; el Niño había sido concebido.

Cuando llegó el tiempo para dar a luz, María vino a Belén en una noche en que los pastores cuidaban de sus rebaños. Y los santos pastores de generaciones pasadas, hombres como Abel, Abraham y David, seguramente observaban también a los ángeles viniendo de todo el universo. Mientras vigilaban en la quietud de la noche, sin sospechar nada, los ángeles comenzaron a cantar: «Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra, paz y buena voluntad para con los hombres.» A los asustados pastores los ángeles dicen: «No teman; vayan a Belén, la ciudad de David y allí encontrarán a un Salvador.»

En ese momento toda la historia fue recogida y enfocada en el Salvador del mundo. «Porque un niño nos es nacido,» no cualquier niño, sino otra oportunidad. Era sólo un niño, pero Dios dijo: «Es suficiente. Él es la Simiente Eterna.»

Un nuevo Adán

El tiempo pasó y los propósitos de Dios se revelaron. Treinta y tres años más tarde, María, cansada, dolida y llorando, salió por las puertas de la ciudad, más allá de los muros. Los años habían transcurrido tan rápidamente. Su hijo, su simiente y la simiente de Dios, había resucitado a los muertos, sanado a los enfermos y amado a los pobres.

Todavía no comprendía lo que había sucedido, pero recordó las palabras del anciano Simeón:

«Una espada traspasará aun tu misma alma.» Viendo la sangre de su hijo y la vida de la Simiente derramarse en el suelo, recordó también las palabras de Jesús: «Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda solo; pero si muere, produce mucho fruto.»

Los tres días que siguieron fueron duros y terribles. Pero en la mañana del tercer día «las primicias de los que duermen» se levantó, un nuevo Adán, un nuevo Hombre. Uno que no había titubeado en su responsabilidad o en su obediencia. Uno que había sido preparado para tomar a la nueva Eva creada por Dios, su Iglesia, hasta los mismos portales de la eternidad como su esposa.

Cincuenta días después, durante la fiesta de los Primeros Frutos, el horizonte se llenó de miles de pequeños brotes verdes germinando en los campos; un nuevo plantío que en fe había participado de la simiente de Dios para convertirse en el comienzo de una nueva raza. Por fe en la Simiente Santa, somos injertados en la fe de Abraham, en la elección de Judá y en la naturaleza amada de David. Por fe en él somos injertados en la verdadera vid; por fe en él, la naturaleza defectuosa de irresponsabilidad y desobediencia de Adán es purgada de nuestras vidas. Por fe en él nos convertimos en los herederos responsables de una nueva creación, cuya gloria será conocida en los cielos y en la tierra.

El misterio de todos los tiempos

Hoy no debemos devorar toda nuestra semilla, sino sembrarla abundantemente, porque la simiente que producimos en Cristo es la úniea que puede aplastar la cabeza de la serpiente. El infierno tiene que ser derrotado y sólo la Simiente Santa puede conquistarlo.

Aun hoy, Dios cuida de su palabra. Los ojos del Señor todavía recorren toda la tierra buscando en quienes pueda revelar su palabra y su gloria. Pidamos al Padre que nos revele el misterio de la simiente, para que encuentre en nosotros un lugar fértil donde pueda ser alimentado. Allí morirá para que pueda vivir y liberar el depósito que el Espíritu Santo ha puesto en nosotros, esa semilla de la verdad, la palabra de Jesucristo.

Pidamos a Dios que nos ayude a quitar todas las cosas que velan la luz y oscurecen la verdad y que son estorbos en nosotros para su propósito. Tenemos que dejar de resistir su palabra para que él pueda liberar en nosotros la incorruptible, eterna y Santa Simiente, el misterio de todos los tiempos.

El hermano Simpson  pasó a la presencia del Señor el 14 de febrero de 2024.  Además de sus responsabilidades pastorales y ministerio interna­cional, fue presidente de la Junta Editorial de New Wine. Dos de sus tres hijos viven en Mobile, Alabama. Una vive en Costa Rica

Reproducido de la Revista Vino Nuevo vol. 5-nº 4 -diciembre 1983