Por  Rouss J. Rushdoony

¿Quiénes eran los «hombres sabios» que visitaron a Jesús en su nacimiento? Algunos traductores y comentaristas modernistas los han interpretado como «astró­logos» o dedicados a las artes má­gicas, distorsionando el texto. Los «Magos» eran, literalmente, hom­bres sabios.

Sus orígenes datan del mundo antiguo, hasta la antigüedad de Babilonia, por lo menos hasta los días del rey Nabucodonosor.

Era costumbre en Babilonia buscar muchachos muy jóvenes, generalmente entrando a la pubertad, que demostraran gran inteligencia y tuvieran apti­tudes prometedoras. Entonces eran entrenados en la universidad del palacio para que fuesen los «ce­rebros» de Babilonia. Algunos llegarían a ser as­trónomos, otros oficiales administrativos, exper­tos en agricultura, comercio o asuntos militares.

Los Magos constituían un «depósito intelectual» de Babilonia, altamente entrenado.

El sueño babilónico era crear un sistema mun­dial único, un paraíso sin Dios; por eso los babilo­nios dispersaban a las poblaciones de los países que conquistaban, tratando de destruir todas las viejas lealtades y alianzas y hacer de ellos un solo pueblo bajo el dominio de Babilonia. Este concep­to no murió con Babilonia. Los hombres «sabios» se convirtieron más y más en un aspecto de los di­ferentes imperios que siguieron: Medo-Persia; el Imperio Macedonio de Alejandro Magno, de quien Aristóteles era uno de sus «hombres sabios», y Roma.

La vida en un callejón sin salida

El mundo había llegado a un callejón sin salida cuando Cristo nació en Belén. Los estrategas habían hecho sus planes. Los hombres «sabios» de Babilonia habían fracasado; igualmente los «sa­bios» de Medo-Persia, Macedonia y ahora Roma. Todo sentido de significado se estaba yendo de la vida.

Dentro del Imperio Romano, la vida se reducía cada vez más a una dimensión única; la misma no­ta familiar de hoy: los hombres no encontraban ningún significado en la vida excepto en el placer, y la esencia del placer para ellos era sexual. El sexo era visto por ellos no como el amor y la comunión de un hombre con su esposa conforme a Dios, si­no como poder, como la explotación del senti­miento, de la emoción y de otra gente. El cinismo era extenso. Quedaba muy poco de lo que el hom­bre pudiese enorgullecerse. Ese era el mundo de los «sabios» del día, un mundo de expertos que sistemáticamente destruían a la humanidad y a la civilización. Y de todos los «sabios», muy pocos eran realmente sabios.

Había hombres aquí y allá movidos por el Espí­ritu de Dios, que reconocían que la humanidad había llegado a un callejón sin salida, que no había esperanza para el hombre, que el hombre estaba reduciéndolo todo a ruinas y el futuro de la civilización se presentaba yermo y oscuro, que volvieron su atención a las Escrituras del Antiguo Testamento. Sabemos que los había en la región de la Babilonia antigua, unos pocos diseminados por el mundo asiático, aún hasta en la China. A algunos de estos hombres Dios les habló y les dio una señal, y recompensó sus prolongadas oracio­nes y búsqueda: les reveló que el niño Cristo había nacido.

Dejaron sus hogares. No sabemos cuántos eran.

Un canto familiar menciona a «tres reyes de orien­te», pero la Escritura no especifica realmente su número; simplemente dice en el plural: «unos ma­gos». Pudieron ser tres o diez. El número tres vie­ne de las tres clases de regalos que trajeron. Estos hombres eran verdaderamente sabios. Vinieron de alguna parte del oriente, probablemente de la re­gión de Babilonia, un tiempo después del naci­miento de nuestro Señor. Sabemos que Cristo ya no estaba en el pesebre. Estaban ahora en un hogar.

Cuando Herodes interrogó a los «hombres sa­bios», ellos indicaron que el niño había nacido ya, y Herodes mandó a matar a todos los niños en la región de Belén en un intento por matar a Cristo el Rey; niños menores de dos años, para asegurar­se que Jesús moriría entre ellos.

El significado de los obsequios.

Los «hombres sabios» vinieron a la casa donde estaban José, María y el niño. Se postraron y le adoraron y le presentaron sus obsequios de oro, incienso y mirra. Las dádivas en tiempos antiguos eran simbólicas: un regalo se daba en términos del puesto y estación de la persona; el regalo tenía que compararse con la persona a quien era dado. Según sus regalos, estos «sabios» indicaron que conocían bien el significado del niño Cristo.

Oro … el regalo para un rey. Así declararon que el mundo tenía ahora un rey, quien había sido ordenado Rey de reyes y Señor de señores. Rey de la creación, Rey del mundo, Rey de los hom­bres y de las naciones. Con su regalo de oro reco­nocían que Dios lo había hecho Rey de su reino.

El incienso … pertenece al templo. Se usa para adorar. Con su regalo de incienso ellos reconocie­ron que Jesucristo era el Sumo Sacerdote que ha­bía venido para interceder entre Dios y su pueblo, para ofrecer el sacrificio aceptable y para hacer expiación por el pecado de su pueblo. Con su re­galo reconocieron que, al fin, el gran Sumo Sacer­dote había venido, el Sacerdote ordenado por Dios, de quien todos los sacerdotes del pasado en el An­tiguo Testamento habían sido sólo sustitutos y las contrafiguras. El niño, por lo tanto, era el gran Sacerdote, «según el orden de Melquisedec» (Heb. 5: 6), sin genealogía ni parentesco con respecto a su sacerdocio, pero habiéndolo recibido como Mel­quisedec, directamente del Dios Todopoderoso.

La mirra … se usaba en la antigüedad para em­balsamar. Con este regalo reconocieron y acepta­ron que Jesucristo no era solamente el gran Rey y Sacerdote, sino también el gran Sacrificio. Había venido para ofrecer su vida en rescate por su pueblo.

Sus regalos indicaron que realmente eran hom­bres sabios, en las Escrituras y en el Espíritu Santo.

El mundo alrededor de nosotros no es muy di­ferente al mundo de los «hombres sabios». Es mundo donde de nuevo los expertos están destru­yendo a la civilización, en el que los auto-nombra­dos sabios, los seudosabios, hacen de nuevo planes para un orden mundial único sin Cristo; un mundo dentro del que tienen sueños inmundos de una humanidad reordenada en términos de humanis­mo. Pero los hombres que son verdaderamente sabios, todavía le adoran. Nosotros, que durante es­te tiempo damos gracias al Dios Todopoderoso por el nacimiento de Jesucristo, su único Hijo, nuestro Señor, somos, por lo tanto, en los ojos de Dios y por su gracia los «hombres sabios» de esta generación. Sabemos que el mundo alrededor de nosotros se desintegrará y caerá tan seguro como cayó Roma. «Si Jehová no edificare la casa, en va­no trabajan los que la edifican.»

Libertad, no esclavitud

El remedio básico que los sabios de los césares recetaban era la esclavitud. La respuesta para to­dos los problemas del hombre en ese día se suma­ban a la esclavitud. Entonces la llamaban igual que hoy, seguridad desde la cuna hasta la tumba, pero esa «perfecta» vida de seguridad era la escla­vitud. Fue en el Imperio Romano que la servitud comenzó: a cambio de su libertad la gente ganó seguridad desde la cuna hasta la tumba de mano de los césares y se convirtieron en miembros de su servidumbre, laborando en sus propiedades y talle­res. Hoy, los hombres que están sin Cristo están cambiando de nuevo su libertad por la servitud y la esclavitud en mano de los césares de nuestros días. De nuevo el mundo está en un callejón sin salida que ha sido creado por los falsos hombres sabios.

Hombres sabios vinieron y le ofrecieron su ado­ración como su gran Rey, su Sacerdote y su Salva-

dar. Regresaron a sus lugares de origen llenos de confianza, porque conocían las Escrituras que de­claraban que él era el Admirable consejero, el Dios fuerte, el Príncipe de paz y que el gobierno estaría sobre sus hombros y que lo dilatado de su imperio y la paz no tendrían limite.

Mientras venimos hoy, los «hombres sabios» de esta generación por la gracia de Dios, y le ado­ramos, también podemos regresar a nuestros hoga­res con la confianza serena que el gobierno está sobre sus hombros, y que lo dilatado de su go­bierno y su paz no tendrán fin. Porque hemos nacido no en la esclavitud de César, sino en la glo­riosa libertad de los hijos de Dios y tenemos pues­ta nuestra confianza en él que terminará lo que ha comenzado en nosotros, y «si Dios está por noso­tros, ¿quién estará contra nosotros?»

Reproducido en New Wine de The Chalcedon Report, 1979

Reproducido de la Revista Vino Nuevo vol. 5-nº 4- diciembre 1983

Rousas John Rushdoony recibió su B.A., M.A. y B.D. de la Universidad del Pacífico en California, Escuela de Religión. Ha servido como pastor, mi­sionero y vicepresidente de la Fundación de Liber­tad Cristiana. Es autor de numerosos libros.