Por Ern Baxter

En este artículo quiero presentar lo que Dios dice con respecto a discipular a las naciones. Gran parte de lo que voy a compartir, aunque está basado en las Escrituras, no es posible creer que llegue a suceder si se recibe únicamente dentro del contexto humano. Por lo tanto, tendré que dirigir­me por revelación, no a su intelecto primordial­mente, sino a su fe. Por necesidad debe involucrar su intelecto, pero si usted no tiene una facultad de fe, no podrá responder a la revelación, porque «el hombre natural no acepta las cosas del Espí­ritu de Dios, porque para él son necedad; y no las puede entender, porque se disciernen espiritual­mente» (1 Co. 2: 14). Quien no tenga un factor de fe en su constitución espiritual, no puede per­cibir la revelación de Dios.

Nuestro propósito es develar la realidad máxima de lo que Dios dice con respecto a las naciones y cómo propone ocuparse de ellas. Para comprender el trato de Dios con las naciones, tenemos que sa­ber algo primero de la función de los profetas. Los profetas son la voz divina que proclama a las na­ciones de la tierra, la máxima autoridad de Dios. Jeremías expresa esta voz y en sus escritos encon­tramos este pasaje que define la función profética:

Vino, pues, palabra de Jehová a mí, dicien­do: Antes que te formase en el vientre te cono­cí, y antes que nacieses te santifiqué, te di por profeta a las naciones.

Mira que te he puesto en este día sobre na­ciones y sobre reinos, para arrancar y para destruir, para arruinar y para derribar, para edificar y para plantar (Jer. 1 :4-5,10).

Jeremías tenía una comisión de Dios y eso ha­cía que sus palabras fueran asunto de suma im­portancia. En esencia Dios le había dicho: «Te he escogido para velar sobre las naciones. Voy a ca­nalizar mi palabra a través tuyo y lo que digas co­mo mi voz llegará a afectar su destino.»

Las naciones están entonces sujetas en último término, a la palabra redentiva y judicial de los profetas, los vice regentes delegados por Dios, de quienes Jesús es el jefe. La autoridad final en la tierra no reside en las Naciones Unidas, ni el Vati­cano, ni en Washington, ni en ninguna sede de go­bierno terrenal. La fuente de la autoridad suprema es la Palabra de Dios que él canaliza a través de hombres de su elección y, usted y yo tenemos que recibir esa revelación por fe.

Dios se propone crear, por su palabra transmi­tida por medio de estos hombres escogidos, una comunidad que tenga autoridad profética para representar a Dios en la tierra. Esta comunidad pro­fética deberá hablar a las naciones, ministrarlas, sanarlas y llevarlas bajo el gobierno de Jesucristo. Como parte responsable de ella somos informados, instruidos e inspirados por la Palabra.

La Palabra de Dios es final. La Palabra es el tribunal más alto en todos los asuntos relacionados a la doctrina y la conducta; es la autoridad final que define la semejanza de Dios, del hombre, de las naciones y el curso de la historia. Por lo tanto, en este artículo quiero tomar de la Palabra, datos bíblicos que nos ayudarán a comprender la mane­ra en que Dios ve a las naciones.

La obra providencial de Dios

Primeramente, debemos entender la obra provi­dencial de Dios, su derecho soberano de gobernar a toda su creación. «De Jehová es la tierra y su plenitud; el mundo, y los que en él habitan» (Sal. 24: 1). El mundo pertenece a Dios. Dios es el crea­dor de las naciones; estas no surgen de la nada. El Salmo 86:9 dice: «Todas las naciones que hiciste vendrán y adorarán delante de ti, Señor, y glorifi­carán tu nombre.» Dios es dueño de las naciones por derecho de creación. Son el producto del pro­pósito providencial y creativo de Dios y no de la ocurrencia fortuita de los átomos.

Job 12 :23 dice: «El multiplica las naciones, y él las destruye; esparce a las naciones y las vuelve a reunir.» Dicho en otras palabras, Dios es quien determina la historia. Esta no es el resultado de la casualidad. La historia para el cristiano está li­gada con el Alfa y el Omega. Detrás de toda ella está su propósito inerrante.

La filosofía de la historia que nosotros los cris­tianos debemos aceptar es aquella que ve a Dios como Dios de la historia quien «hace todas las cosas conforme al consejo de su voluntad.» No existen causas secundarias. Cuando todo llegue a su conclusión, el universo entero se unirá al canto de júbilo y alabanza, resonando en los pasillos del infinito, declarando que Dios es Dios, que después de él no hay ninguno otro y que ha hecho todas las cosas de acuerdo con su voluntad.

Cuando la historia llegue al final de todas sus elaboradas per­plejidades, los historiadores verán hacia atrás con asombro al infinito e intrincado patrón que Dios ha tejido a través de los siglos. «De Jehová es el reino, y él regirá las naciones» (Sal. 22:28).

Quien no crea que Dios regirá los pueblos de la tierra, no puede hacer ni el intento siquiera de res­ponder a la gran comisión de discipular a todas las naciones. Tenemos que saber, sin ninguna sombra de duda, que somos parte de la comunidad profética y que compartimos la unción de Jeremías de pastorear a las naciones. No somos una banda de esclavos y subordinados vagando sin rumbo por la vida; tenemos la dignidad y el aplomo de los hijos de Dios y somos los delegados del cielo supremo. Somos el pueblo de Dios, destinados para gobernar juntamente con el Rey Jesús. Somos hombres y mujeres bajo la soberanía de Dios, por medio de los cuales la historia habrá de hacerse.

Usted no se eligió cuando se convirtió a Jesu­cristo, sino que fue llamado como Lázaro de la tumba. Dwight L. Moody dijo que si Jesús hubie­se dicho solamente: «¡Ven fuera!» en vez de «¡Lázaro! Ven fuera», todo el cementerio hubie­ra salido. Todo cristiano, hombre y mujer, es el resultado de una orden directa, soberana y rege­neradora de Dios, dicha frente a la tumba de su muerte espiritual. Y cuando usted oyó su nombre, salió tambaleándose, envuelto en sus vestiduras fúnebres, balbuceando detrás del paño que cubría su cara, hasta que hombres piadosos vinieron y lo desataron y usted pudo ver la luz.

El propósito de este artículo es liberarlo para que tenga un sentido de su destino, para que vea que somos más que una pequeña manada que es­pera morir para ir al cielo. Estamos aquí para dar luz al mundo, para salar la tierra y, bajo la so­beranía de Dios, hacer historia. Somos una parte vital y activa de una comunidad profética que re­conoce que Dios está ejerciendo su gobierno sobre las naciones. El Dios del tiempo, del espacio y de la historia es quien gobierna providencialmente a las naciones.

La función redentiva de Dios

Ahora que hemos visto la función providencial de Dios en la tierra, nos toca examinar su papel redentivo en las naciones. Leemos en el Salmo 67: 1-2:

Dios tenga misericordia de nosotros, y nos bendiga; haga resplandecer su rostro sobre nosotros; para que sea conocido en la tierra tu camino, en todas las naciones tu salvación.

La salvación de Dios tiene que venir de las bendiciones que descansan sobre la comu­nidad redimida. La comunidad profética es el instrumento de Dios para llevar la salvación a las naciones. Esto se basa en la promesa hecha por Dios en Génesis 18: 17-18:

Y Jehová dijo: ¿Encubriré yo a Abraham lo que voy a hacer, habiendo de ser Abraham una nación grande y fuerte, y habiendo de ser benditas en él todas las naciones de la tierra?

La promesa que Dios le hizo a Abraham es que en él serían benditas todas las naciones de la tierra y esto se llevará a cabo con el testimo­nio de la comunidad profética. Usted y yo somos parte de esa comunidad que ha de llevar a las naciones a los pies del Rey Jesús; el Jeremías corporativo; la comunidad de la palabra profética. Como comunidad somos hoy lo que Jeremías y los otros profetas fueron para Dios en sus días. Un profeta de Dios está en su consejo y habla por Dios. Una comunidad profética es la continuidad de la palabra profética, hablando y viviendo esa palabra de parte de Dios.  

Dios habla hoy a toda la tierra por medio de la Iglesia de Jesucristo, como una comunidad profética. El propósito de Dios es salvar a las naciones. Es difícil aceptar el exclusivismo y la estrechez de muchos cristianos, porque sus acti­tudes contradicen la misma esencia del evange­lio: «De tal manera amó Dios al mundo, que dio a su Hijo unigénito … » «Id por tanto, y ha­ced discípulos de todas las naciones … » «Jesús … probó la muerte por todos … » Cuando Jesús en el Calvario dejó que su vida se escapara en su sangre derramada, ascendió hasta la pre­sencia de Dios, se sentó a su diestra como Prín­cipe y Salvador y se inclinó para escribir su nombre en letras gigantes sobre toda la tierra, diciendo: «Es mía. Yo la he redimido y me per­tenece toda nación. No descansaré hasta que toda la tierra cante a una sola voz el himno que declare que Jesucristo es el Señor.»

Isaías 2: 1-2 declara el resultado final de esta redención:

Lo que vio Isaías hijo de Amós acerca de Judá y de Jerusalén. Acontecerá en lo pos­trero de los tiempos, que será confirmado el monte de la casa de Jehová como cabeza de los montes, y será exaltado sobre los co­llados, y correrán a él todas las naciones.

Este pasaje habla también a nuestra fe por revelación, para que recibamos lo que Dios, quien hace la historia y cuya firma es el Alfa y el Omega, ha hablado infaliblemente a través de los profetas. Su declaración dice que él pon­drá su gobierno sobre todos los otros y que las naciones se inclinarán ante éste. Tan seguro como la visita de la reina de Saba quien vino desde muy lejos para ver el templo de Salo­món, así hará Dios que vengan las naciones y se arrodillen delante del Rey Jesús al oír la voz de la comunidad profética como una trompeta. Esto lo hará, porque él es Dios y él dijo que lo haría.

Cuando aquel grande, imponente e impresio­nante ángel se paró delante de María, una frá­gil virgencita campesina, y le dijo que iba a te­ner un hijo, ella respondió de una manera hu­mana muy normal. «¿Cómo será esto, puesto que no conozco hombre?» El ángel le dijo: «El poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso lo santo que nacerá será llamado el Hijo de Dios.» María todavía no entendía el mecanismo del asunto – no podía recordar un solo caso en el que alguien hubiese tenido un hijo sin haber cohabitado con un hombre. Pero aún así, ella respondió por fe a esa revelación:

«Hágase conmigo conforme a tu palabra.»

De la misma manera, si Dios dice que ven­drá el tiempo cuando el poder del Espíritu San­to vendrá sobre las naciones haciendo que estas vengan corriendo ante el gobierno de Dios, entonces debemos creerlo. No sabemos cómo su­cederá, pero debemos de responder a esa revela­ción por fe y decir como María: «Hágase, Señor, conforme a tu palabra.»

Una nación de pacto

Tenemos que entender nuestra función corporativa como nación de Dios para que su reino sea establecido entre todas las naciones.

Leemos en Éxodo 19:5-6:

Ahora, pues, si diereis oído a mi voz, y guardareis mi pacto, vosotros seréis mi es­pecial tesoro sobre todos los pueblos; porque mía es toda la tierra. Y vosotros me seréis un reino de sacerdotes, y gente santa. Estas son las palabras que dirás a los hijos de Israel.

El propósito de Dios para Israel era que ellos fueran, corporativamente, la voz profética para el mundo, pero ellos fracasaron. Israel era la na­ción de su pacto. Caminó con ellos y los prote­gió. Sin embargo, ellos continuamente se apar­taban de él.

Las Escrituras dicen que Jesús se lamentó sobre Jerusalén:» ¡Jerusalén, Jerusalén! ¡Cuántas veces quise juntar a tus hijos…!» En esas dos palabritas, «cuántas veces», están escritas páginas y páginas de desgarradora histo­ria, en las que Dios vio a Israel, la amada de su corazón, apartarse y volverle sus espaldas, le­vantando ídolos de piedra y monstruosidades para adorarlos en su lugar. «Cuántas veces quise juntarte. Una y otra vez os hubiese traído de nuevo a mí, pero tu obstinación ha extenuado mi paciencia y mi obligación moral demanda que te juzgue.» En Mateo 21:43 leemos estas palabras terribles de su juicio:

Por eso os digo, el reino de Dios os será quitado y será dado a una nación que produzca los frutos de él.

Quiero dejar absolutamente claro que Dios no ha hecho a un lado el pacto que hizo con Israel étnico. Sin embargo, el cumplimiento de ese pacto pudiera ser diferente a lo que hemos propuesto. Cuando Jesús dijo a los representan­tes de Israel que el reino que se les había dado como comunidad profética en la tierra les sería quitado, y sería dado a una nación que produje­ra los frutos de él, esa nación de la que hablaba se define claramente como el pueblo redimido de Dios, los creyentes en el evangelio de Cristo.

Jesucristo es el regalo máximo de Dios, su palabra final, su redentor esencial, y todo judío o gentil que venga a Dios lo hará por medio de Jesucristo. Dios ha formado a la nueva nación de judíos y gentiles por igual, derribando la pa­red intermedia de separación, haciendo un nue­vo hombre cuya cabeza es Jesucristo.

Esa es la nación con la que Dios está obran­do redentiva y proféticamente, y es a esa na­ción que el Israel étnico vendrá en la hora de su destino para recibir salvación. Israel se sal­vará con la misma clase de salvación que usted y yo somos salvos. Ellos se arrepentirán, serán bautizados, recibirán el don del Espíritu Santo y vendrán a integrarse en el predominantemen­te gentil pueblo de Dios y el mundo se enrique­cerá con la combinación de estas dos entidades, unidos en la sangre de Jesús y en su Espíritu.

La victoria final

Toda la historia es parte del desarrollo majes­tuoso de la victoria final de Dios. Veamos cuáles son sus implicaciones para nosotros hoy. El Pa­dre habla a Jesús y dice:

Pídeme, y te daré por herencia las nacio­nes (Sal. 2:8).

Que Jesús pidió y recibió esa herencia queda bien claro en su declaración de Mateo 28: 18:

«Toda autoridad me ha sido dada en los cielos y sobre la tierra.» Con base en esta autoridad es que nos hace este mandato: «Id por tanto, y haced discípulos de todas las naciones … » (V. 19). Pienso que eso es exactamente lo que qui­so decir. Es una vergüenza que algunos cristia­nos hayan mal interpretado este sublime man­damiento, haciéndolo asunto de pasar algunos tratados para aliviar sus conciencias. No obstan­te, el mandato de ir a discipular a las naciones de la tierra continúa vigente para nosotros, la nación profética.

Debemos responder por fe, pero de una ma­nera práctica, al mandamiento que Jesús nos ha dado de ir a discipular las naciones. Las siguientes son algunas sugerencias de cómo responder por fe a esa revelación.

  1. Piense bíblicamente en las naciones. No políticamente, ni económicamente, ni cultural­mente, ni sociológicamente, sino bíblicamente. Vea las naciones como su herencia y su respon­sabilidad, porque Dios las gobierna y las ama.
  2. Contribuya a la unidad de la comunidad pro­fética testificante. Jeremías 4: 1-2 es un pasaje re­lativo:

Si te volvieres, oh Israel, dice Jehová, vuél­vete a mí. Y si quitares de delante de mí tus abominaciones, y no anduvieres de acá para allá, y jurares: Vive Jehová, en verdad, en jui­cio y en justicia, entonces las naciones serán benditas en él, y en él se gloriarán.

Hagamos todo lo que está en nuestro poder para llevar restauración a la comunidad redimida. Tra­bajemos ávida y diligentemente para derribar toda causa de desunión, porque únicamente cuando funcione en la pureza de su llamamiento oirán las naciones el sonido de la trompeta del evangelio.

  1. Considere cómo hablar a las naciones. Tene­mos que darnos cuenta que no somos un grupito de don nadies. Nos paramos en la tradición de Jeremías, Isaías, Ezequiel, Amós, Sofonías, Mala­quías y todos los otros profetas. Somos miembros de una comunidad profética que ha sido destinada para hablarle a los líderes del mundo y tenemos que buscar las maneras de instruir a las naciones. Ore por sus líderes para que Dios les dé palabra que afecte la totalidad de la vida nacional e inter­nacional.
  2. Proclame la verdad de Dios relacionada en todas las áreas de la vida. De hecho, ya se da que los cristianos están haciendo sentir sus convicciones en la economía, la educación, la cultura y la política de sus países. El señorío de Cristo com­prende mucho más que sólo las almas de los hom­bres. Alcanza a la creación entera que necesita funcionar bajo el gobierno de Dios aquí y ahora. Proclamemos su verdad en todas las áreas de la vida.
  3. Recuerde a las naciones lo que han olvidado.

El Salmo 9: 17 dice: «Los malos serán trasladados al Seol, todas las gentes (naciones) que se olvidan de Dios.» Somos responsables de recordarles a las naciones de lo que se han olvidado. Necesitamos hombres de valor moral que se levanten bajo el fuego de los sucios dardos de la crítica y procla­men a las naciones que se han olvidado de santifi­car el cuerpo humano; que Dios tiene el derecho de declarar sus propias leyes.

  1. Ore con regularidad por todos los hombres y por todos los líderes. Pudiese haber la inclina­ción de rechazar mucho de lo que hemos dicho, pero no se puede quedar insensible al mandamien­to apostólico de 1Timoteo 2:1-3:

Primeramente, pues, exhorto que se hagan rogativas, oraciones, peticiones y acciones de gracia por todos los hombres; por los reyes y por todos los que están en autoridad, para que podamos vivir una vida tranquila y sosegada en toda piedad y dignidad. Porque esto es bueno y agradable delante de Dios nuestro Salvador.

La Palabra de Dios declara que todas las naciones vendrán a El, y nosotros somos su instrumento profético para anunciarlo.

 Si no respondemos a este mandamiento apostó­lico, no tenemos ningún derecho de criticar a nuestra nación. Tampoco podemos menospreciar a los políticos corruptos. No tenemos ningún de­recho de quejarnos por la conducta impía de los oficiales en el gobierno si no los hemos levantado en oración como comunidad profética. Si no he­mos importunado a Dios corporativamente para que él derrame su justicia en los lugares de autoridad, no tenemos ningún derecho de levantar nues­tras voces para proferir ni una sola sílaba de crítica.

Ha llegado el tiempo de ser más que una fuerza que se interese sólo por la salvación de las almas. Es tiempo de convertirnos en una fuerza que salve a las naciones y al mundo entero. Hemos de con­vertirnos en una comunidad profética que repre­sente al Dios de los profetas, declarando y decre­tando su palabra eterna y discipulando a las nacio­nes. La Palabra de Dios declara que todas las nacio­nes vendrán a El y nosotros somos el instrumento profético que lo anunciará.

Tomado de New Wine Magazine, febrero 1981

Reproducido de la Revista Vino Nuevo vol. 4 nº 5 febrero 1982