Autor J. Himitian

El problema del pecado

Para comprender el alcance pleno de la salvación que Jesús vino a traer al hombre, es necesario que primeramente enfoquemos el problema de su caída; descubramos en qué consiste la misma médula de su pecado y toda la forma de vida derivado de ella. Sobre este fondo negro, luego podemos captar mejor la claridad y la fuerza del evangelio que Jesús vino a predicar: el evangelio del Reino de Dios.

Bajo autoridad   

Cuando Dios creó al hombre a su imagen y semejanza, lo puso sobre esta tierra por encima de todo lo que había creado, dándole la facultad de señorear sobre todo lo que existía. Dios dio al hombre autoridad. Todo lo puso debajo de sus pies: «las bestias del campo, las aves de los cielos, y los peces del mar» (Salmos 8:6-8). Todo estaba bajo él, pero había Uno que estaba por encima de él. ¿Quién era? Dios mismo. Dios rigiendo sobre el hombre y éste, a su vez en forma consciente respondiendo al gobierno, a la autoridad de Dios. El hombre vivía bajo autoridad. Mientras no hubiera otros seres creados iguales a él, el planteo era sencillo: Dios sobre el hombre, el hombre sobre todo lo demás.

Cuando crea a la mujer, ya son dos los seres que habitan la tierra. Ahora bien, el hombre obedece a Dios, pero, ¿qué de la relación del hombre con este otro ser? Dios, un Dios de orden y justo, establece todas las cosas en su debido lugar, de tal modo que, cuando aparece la segunda creación humana, la mujer, ayuda idónea del hombre, Dios constituye a este cabeza de la mujer (1 Corintios 11 :3). Ahora vemos, entonces, la autoridad de Dios sobre el hombre y la autoridad del hombre sobre la mujer. El hombre está sujeto a Dios y la mujer sujeta al hombre y a Dios. Más adelante nacerían los hijos, y surgiría nuevamente la pregunta -¿y ahora? ¿Qué? Pues bien, hay un orden de autoridad que es este: Dios, el hombre, la mujer, los hijos. Los hijos obedecen a la madre, al padre y a Dios; la mujer obedece al marido, y a Dios, y el marido se sujeta a Dios. Este era el orden jerárquico de autoridad.

En esta relación el hombre vivía bajo la autoridad de Dios; del reino de Dios, del gobierno de Dios; su ser estaba lleno de luz, su espíritu irradiaba gloria y se reflejaba en él la imagen del Creador. «Dios es luz y no hay ningunas tinieblas en él» (1 Juan 1 :5). Y Dios creó al hombre a esta imagen y semejanza; en él no había ningunas tinieblas; andaba y hablaba con Dios cara a cara; nada interfería la relación mutua. Dios se paseaba a la luz del día, y tal era la intimidad y contacto, tal la pureza de sus vidas, que aun andando desnudos, no se avergonzaban; no había ningún rincón de tinieblas. Todo reflejaba la gloria de Dios, la belleza, la hermosura del Señor. Mientras permanecían sumisos al Señor, sus vidas estaban llenas de luz.

Lucifer

Pero había otro ser por allí, que también en un tiempo fue luz; el Ángel de Luz (aun su nombre, Lucifer, derivado de la palabra luz, indica su condición). Era el ángel más alto. El también estaba bajo autoridad; Dios estaba encima de él. Un día, sin embargo, entró en este ser la más terrible pretensión:

– ¿Por qué tengo que ser segundo, y no primero?

Lucifer, quiso subir un peldaño más; quiso ser igual a Dios. Allí vino su ruina irreparable. El que era luz se hizo tinieblas, el príncipe de las tinieblas, teniendo ahora en sí mismo la esencia de su rebelión, que consiste en no reconocer la autoridad de Dios. La rebelión le transformó en un ser lleno de tinieblas que es el símbolo de la completa rebelión contra Dios.

La semilla de la rebelión  

Este Lucifer aparece en escena en el Edén; pero no como «luz», sino como tinieblas; lleno de mentira y de espíritu de rebelión; quien además, desea arrastrar en su caída al ser humano.

Así es como lo hallamos acercándose a la mujer y susurrándole la propuesta de la rebelión:

– ¿Conque Dios os ha dicho que no comáis? ¡No le hagas caso! Haz lo contrario de lo que te dice, ya «que el día que comáis … seréis como dioses» (Génesis 3: 1- 5).

Les presentó la posibilidad de escalar, de ascender, de «levantar cabeza» -«Seréis como dioses; por lo cual no tendréis que estar más bajo la autoridad de nadie».

La mujer tomó del fruto y comió. . . y tragó la semilla de la rebelión. Algo trágico sucedió en ella, aquel ser que Dios había creado lleno de luz y de gloria, ahora se entenebreció por completo. Se volvió en tinieblas. El hombre también comió … tragando, de igual manera, «la semilla de la rebelión» … y allí está, precisamente, la esencia del pecado: Cuando el hombre, dejando de lado la autoridad de Dios, hizo lo que él quiso, su propia voluntad, por la insinuación e incitación de Satanás. Desde entonces, hay en el hombre una semilla de rebelión que se manifiesta en todos los órdenes de la vida: Por un lado, el hombre no se sujeta a Dios: por otro, la mujer no se sujeta al hombre y los hijos no se sujetan a los padres.

Al poco tiempo tuvieron un hijo: Abel. Imaginemos una escena en aquel hogar primero: – Abel, ven acá – dice Eva.

– No tengo ganas -responde el hijo.

– Pero ¿de dónde aprendió eso este chico, Adán?… ¡Te digo que vengas!

– No quiero, ¡Y no quiero!

– ¡Pero Abel… ! -gime la madre.

Allí está otra vez manifestándose la semilla de la rebelión. Y en todos los órdenes de la vida, tanto en sus relaciones con Dios como con los hombres, el ser humano manifiesta un espíritu de rebelión tal que no se resigna a estar sujeto a nada. Es semejante al potro salvaje, que no acepta que nadie se le suba encima, y cuando lo hacen: ¡al suelo con el jinete!, y si otra vez lo intentan, pues ¡abajo de nuevo! No toleran sujeción alguna; es su naturaleza. Son quisquillosos; se encabritan y enfurecen con facilidad. No admiten que se les controle o domine. y si alguien lo intenta, ¡abajo! en seguida. Ni Dios, ni Jesucristo, ni las autoridades por El constituidas.

«Yo hago lo que se me da la gana»

Precisamente, el pecado más grande del ser humano es esta reacción contra toda autoridad. Y es, en esencia, lo que el criollo ha podido describir muy bien con una expresión lunfarda: «Yo hago lo que se me da la gana». Esta expresión pinta, de una sola pincelada, la característica más peculiar del espíritu humano. Este mismo sentir del corazón del hombre se advierte en una vieja copla colombiana:

“Sobre la llanura, las palmas y sobre las palmas el cielo; sobre mi caballo yo, y sobre yo … mi sombrero.”

Así somos, y así estamos viviendo, en una sociedad regida por este principio donde cada uno hace lo que quiere.

– No reconozco autoridad es el íntimo sentir de cada uno-. Eso sí, creo en Dios, y creo en Cristo, y a veces oro -pertenezco a esta religión, o a aquella otra, o a la de más allá- sin embargo, en esencia, sigo haciendo: lo que a mí me parece.

¡Esa es la semilla de la rebelión!

En el hogar, ¿qué es lo que más se destaca? Dios dice:

«El varón es la cabeza de la mujer» (1 Corintios 11: 3). «Casadas, estad sujetas a vuestros maridos» (Colosenses 3: 20). «Honra a tu padre ya tu madre» (Efesios 6:2). En el hogar, hay autoridades que Dios ha establecido, y su palabra dice: «Sométase toda persona a las autoridades superiores; porque no hay autoridad sino de parte de Dios, y las que hay, por Dios han sido establecidas. De modo que quien se opone a la autoridad, a lo establecido por Dios resiste; y los que resisten, acarrean condenación para sí mismos» (Romanos 13-1-2).

Hay autoridades en todos los órdenes de la vida. ¿Cuál es la esencia del pecado en el hogar? La desobediencia. Los hijos no se sujetan a sus padres. Discuten, contradicen, se niegan, desobedecen. Hay rebelión. ¿Quién los enseñó? Nadie. Es que, simplemente, tienen dentro la semilla de rebelión heredada de Adán. No hay un verdadero reconocimiento de autoridad. El obrero en el trabajo no reconoce la autoridad del patrón. En el orden social, los ciudadanos no obedecen fielmente a las autoridades, ni a la policía, ni a las leyes, ni al gobierno de su país. Hay una reacción hacia todo lo que es autoridad. Por ejemplo: manejando el automóvil me enfrento con un cartel que dice: «Prohibido girar a la izquierda». Si el vigilante no está, giro a la izquierda lo mismo ¿total? Y si está, no lo hago, no por causa de la conciencia, sino por causa del castigo (por la multa) (¡!). Es la «semilla de rebelión» que se manifiesta en los distintos órdenes de la vida. La descripción que se hace en los últimos capítulos del libro de Jueces es perfectamente aplicable para nuestros días.

«En aquellos días no había rey sobre Israel; cada uno hacía lo que bien le parecía» (Jueces 17:6 y 21 :25).

Cada uno hacía lo que le parecía, y todavía, lo que hacía, le parecía que estaba bien. He aquí un viejo texto capaz de definir también la situación actual de la humanidad. No hay rey, no hay autoridad, cada uno obrando a su antojo, con un total desconocimiento de toda autoridad.

Cada uno vive para sí 

Esto ha dado lugar a una vida donde el único exaltado soy yo. Yo mando, yo dispongo. Nadie me va a dominar: y no sólo vivo como yo quiero, sino que, también vivo para mi mismo. Cada uno vive para sí, se preocupa por sí, trabaja para sí, se esfuerza para sí.

– ¿Mi prójimo? ¿Qué me importa? Con tal de que yo suba, me tiene sin cuidado pasarlo por encima, ¡adelante!

Y este «vivir para sí» ha sido la actitud más propicia para que se encarnara un espíritu materialista en el individuo. Arraigado en un egoísmo creciente, pues, lo que más caracteriza a nuestra sociedad moderna es esta carrera materialista, donde la vida consiste, fundamentalmente, «en la abundancia de los bienes que se posee».

La carrera materialista 

Toda la vida se orienta según esta escala de valores totalmente invertida, donde lo más importante es lo material. Esa es la razón por la cual todo tiende hacia esa dirección. Tanto en el comerciante como en el profesional, en el patrón como en el obrero se evidencia la misma orientación. Muchas veces, hay sanos arranques al comienzo, pero poco a poco la corriente humana se encarga de forzar a uno hacia el objetivo común: la codicia, el tener más y cada vez más. Así, muy pronto quedamos envueltos y enredados en lo que Cristo compara en sus parábolas con las espinas y los abrojos: el engaño de las riquezas, el afán de la vida y la codicia de otras cosas.

El materialismo es encarnado, principalmente, bajo dos diferentes ideologías: Por un lado, los que piensan que la mejor forma de vida se establece bajo el capitalismo; por otro, los que en el comunismo. Pero lo evidente es que tanto el uno como el otro no dejan de ser sistemas materialistas, en los cuales el aspecto fundamental de la vida está relacionado con los bienes materiales que poseemos, o que no poseemos. La filosofía del mundo proclama a grandes voces, parafraseando lo que en las Escrituras encontramos con sentido opuesto, que: «La vida consiste en la abundancia de los bienes que poseemos; ya sea en forma comunitaria, ya en forma privada; la vida consiste en eso», y el que no lo tiene es un desorientado y el que no lo procura, un fracasado.

La viveza

Con el correr del tiempo, este afán materialista va desarrollando en el hombre, un espíritu de viveza y ventajismo. Ya que éste es el fin, y que la vida consiste en esto, la habilidad de cada uno se va proyectando cada vez más para sacar la mayor tajada con el menor esfuerzo. En esta estructura, donde se cultiva y desarrolla la viveza del hombre, el vivo es el que triunfa y el que prospera. El que tiene más. Todos desean ser vivos y ventajistas, aun cuando esto implique injusticia en sus actos.

Si soy un obrero:

– ¿Cómo puedo ganar más trabajando menos?

Si soy Patrón:

– ¿Cómo puedo lograr que trabaje más con menor jornal?

Cuando compro:

– ¿Cómo adquirir más por menos dinero?

Cuando vendo:

– ¿Cómo venderlo a mayor precio?

No importa si es justo o no, porque en nuestra mentalidad es lícito ser vivo. La viveza es justamente la expresión de este pecado que va tomando forma y dando fisonomía a nuestra sociedad. ¿De dónde viene todo esto? De la semilla de rebelión; del «Yo hago lo que quiero, no reconozco autoridad. Vivo mi vida, vivo para mí mismo; me vuelco al materialismo para alcanzar prosperidad y para él o nada mejor que la viveza.» En el aspecto mundano y secular, es bienaventurado aquel que tiene éxito en todas estas cosas.

  1. El deficiente evangelio de los “evangélicos”

¿Responde «nuestro» evangelio a la necesidad fundamental del ser humano de ser salvado? Si el hombre cayó, y lo analizado anteriormente es la estructura resultante de esa caída, el ser salvado del pecado tendría que significar el ser liberado de todo ese infortunado sistema de vida. Pedro escribe: » … fuisteis rescatados de vuestra VANA MANERA DE VIVIR, la cual recibisteis de vuestros padres. . .» (1 Pedro 1: 18).

Pero «nuestro» evangelio, el de los evangélicos, lejos de responder y transformar al hombre en su necesidad básica y fundamental, ha respondido a una sola necesidad: la eternidad.

«Vas a morir, te vas a ir al infierno. Si aceptas a Cristo, en lugar del infierno, vas a ir al cielo.» Todo lo demás, la estructura de vida y sus objetivos, siguen la misma orientación. «Pero, por haber aceptado a Cristo, cuando mueras, tienes la vida eterna asegurada en el cielo.»

El evangelio que hemos predicado en este estilo, no ha respondido pertinentemente, al problema fundamental y total del ser humano; sino que responde al problema de la eternidad, y no sé hasta qué punto.

Las cosas, entonces, nos han ido presentadas con el drama del pecador que va al infierno, y de  Dios que es amor y que quiere salvarlo. Pero salvarlo ¿de qué?

¿Cuándo? La respuesta no implicaba el salvarle en su vida integral, aquí y ahora; le brindaba alguna garantía, para que cuando llegara al final del camino, en vez de caer al abismo, fuera al cielo. De manera que lo único que tenemos es un concepto de la salvación referido preferentemente a la eternidad, y no a la del ser que Dios ha creado y ha puesto aquí en la tierra. De ahí que, con un evangelio que ha apelado más bien al drama de la eternidad, los «convertidos» han aceptado a Cristo, son miembros de nuestras congregaciones, muchos de ellos pagan sus diezmos, algunos ganan almas, otros hasta tienen dones espirituales -hablan en lenguas y profetizan- y sin embargo, no han sido salvados de la misma esencia del pecado. De tal modo que es común observar creyentes que leen la Biblia, creen en Dios, «hacen todo lo que pueden», pero que en el fondo siguen viviendo «como les da la gana». Es cierto que en algunas cosas hacen la voluntad de Dios, pero también es cierto, que en muchas, otras, hacen lo que ellos quieren.

En el hogar

¿Qué del reconocimiento de la autoridad? ¿Hay una diferencia fundamental entre los hogares «creyentes» y los hogares «no creyentes»? Quizá, la diferencia sea que en algunos de estos «no creyentes», se cometan excesos o se viva en inmoralidad; pero hay muchos otros, donde esto no ocurre. En un hogar cristiano, ¿existe marcada diferencia con otro que no lo es? Veo en algunos hogares «inconversos» más respeto de los hijos a los padres que en otros donde todos son creyentes.

El enfoque de nuestra predicación, no ha respondido a la necesidad fundamental del ser humano, de manera que es muy común ver en hogares de creyentes serios conflictos conyugales donde la mujer no respeta ni obedece a su marido, y donde el marido no trata a su esposa con amor y cariño, considerándola como vaso frágil, dándole especial honor. Hay hogares «no creyentes» donde los cónyuges se insultan mutuamente; y hay hogares «creyentes que se creen mejores porque no se oyen en ellos estas expresiones. Aunque quizás, haya allí actitudes de desprecio y palabras ofensivas; claro, no son palabrotas, pero el espíritu de menoscabo que hay detrás de ellos ¿no es acaso el mismo que el de las otras, de grueso calibre? «Y nosotros … ¡ah, nosotros no blasfemamos, porque somos creyentes!» No obstante, en nuestros hogares, se oyen palabras de desprecio y ofensas. ¿Son tanto las palabras o el espíritu que está detrás de ellas lo que cuenta? Hay palabras que no son de tan grueso calibre, pero cuyo espíritu de desprecio y menoscabo que las motiva es el mismo.

Por otra parte, en hogares como estos, los hijos suelen no respetar a sus padres. No hay en ellos actitudes que puedan llamarse de honra y obediencia, y que hagan una diferencia con los hijos de hogares inconversos.

En el trabajo 

Los obreros que son creyentes ¿qué tal se conducen en las fábricas? ¿Existe un reconocimiento de la autoridad del patrón, del capataz? ¿Hay un rendimiento pleno durante las ocho horas de trabajo? ¿Y los patrones creyentes? ¿Recompensan mejor que otros a sus obreros? ¿Hay una diferencia básica en su manera de vivir? ¿Qué de nuestra obediencia a las leyes del país? ¿Pagamos al gobierno los impuestos como corresponden? ¿Obedecemos honradamente en esto a Dios, o defraudamos al fisco como lo hace el resto de los comerciantes e industriales? ¿Podemos testificar que hemos sido «salvados» de esta perversa generación? .. Dios dice que no hay autoridad sino de Dios; y que el que resiste a la autoridad, a lo establecido por Dios resiste.

¿Cómo es nuestro trato con la policía de tránsito, por ejemplo? Hasta hace tres meses, cada vez que un policía de tránsito me daba órdenes, había una reacción en mí … ¡Ahora que entiendo que son «servidores de Dios para nuestro bien» mi actitud hacia ellos ha cambiado completamente! ¡Doy gracias a Dios de que los tenemos!

En la iglesia 

Hermanos, este mismo sentimiento de rebelión se percibe aun en las congregaciones. Los pastores, ministros de Dios, son autoridad; leemos en la Palabra: «Obedeced a vuestros pastores» (Hebreos 13: 1 7). Cuando esta autoridad, que nace en Dios y sigue en Cristo, llega, a través de los ministros, hasta el último creyente, la estructura de la iglesia no presenta fisuras. De este modo funciona como debe. Cuando Pablo, pasando por una ciudad, encontró en una ocasión a un muchacho llamado Timoteo, «quiso que fuera con él» (Hechos: 16: 13), y Timoteo le siguió. No se concebía otra cosa porque había obediencia, sujeción. Si hoy viene uno y le dice a usted:

– Sígueme.

¿Y para qué? ¿Dónde me lleva? ¿Cuánto me paga? ¿Por cuánto tiempo? Y, ¿qué voy a hacer? ¿Me va a dejar predicar? Y ¿hasta dónde?

La iglesia funciona con la estructura de la autoridad, pero el espíritu de rebelión que está en el mundo, en el ser humano, es el mismo que opera en nuestras congregaciones. No hay reconocimiento de esa autoridad.

En los objetivos de la vida

El espíritu superficial de nuestro mensaje ha creado una comunidad muy poco distinta del mundo. Diferimos apenas en algunas cosas; el creyente es alguien que no va a los bailes, no se emborracha, no roba, no mata … Pero ¿qué hay de positivo? ¿Qué hace, que los otros no hacen? ¿No seguimos, aun como creyentes, la misma carrera del mundo? Un comerciante creyente, ¿tiene acaso fines diferentes al de uno que no es creyente? ¿No está engranado en la misma maquinaria persiguiendo la misma meta? ¿La conformación socio-económica de los creyentes, no tiende a orientarlo hacia un objetivo materialista, de tal manera que llega a decir:

«Bueno, sí soy creyente, pero eso ¿qué tiene que ver? Cuanto más tengo, mejor.» Es decir: Se ve -tanto en los que son creyentes como en los que no lo son- el mismo empeño por alcanzar lo material. El mismo ritmo … y la misma viveza. .. ¡Claro, que un poco más disimulado! No hay una transformación básica, una salvación integral del hombre, creado a la imagen y semejanza de Dios.

III. La respuesta de Dios: El evangelio del reino 

El mundo vivía en tinieblas «asentado en región de sombra de muerte» (Mateo 4: 16). El ser humano vive en el reino de las tinieblas, no en un sentido geográfico, sino en el sentido que el reino de tinieblas vive dentro suyo. Hay tinieblas en su interior, toda clase de rebeldía; un espíritu de insubordinación que provoca en él amargura, desconcierto, complejos, vergüenza, inhibiciones y ruina, afeándolo por completo. Fue entonces que una luz comenzó a brillar en Galilea. Es la luz de alguien que se declara como «la Luz»; que no tiene tinieblas en su vida, que no anda en oscuridad. Alguien que, lejos de asemejarse a un potro indómito, es manso y humilde de corazón. Que, viniendo a esta tierra, y sujeto a la voluntad del Padre, comienza a predicar a los que están en tinieblas: » … Arrepentíos, que el reino de los cielos se ha acercado «. «.. . Yo soy la luz del mundo; el que me sigue, no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida» (Mateo 4:17; Juan 8:12). Y esta luz no es una iluminación intelectual: tampoco una aclaración teológica referida a la salvación o a la persona de Jesucristo. Esta es una luz vital, plena, que se manifiesta en la vida de sus seguidores: «Vosotros sois la luz del mundo» (Mateo 5: 14).

Pero ¿lo somos realmente?  Si fuese posible hacer una radiografía espiritual a cada creyente de nuestras congregaciones, veríamos que la zona de tinieblas que hay en sus vidas es mucho mayor que la zona de luz. Sí, hay algunos rayos de luz, pero ¡cuántas áreas de la vida permanecen en tinieblas! La mente, el espíritu, las intenciones, los motivos, la manera de vivir, el propósito de la vida, etc. ¿Ha fallado Jesucristo? ¿No es Jesucristo el Salvador del hombre? ¿El único que puede salvar al hombre de este estado? ¿O es que, en realidad, habiendo Dios creado al hombre a su imagen, después de su caída, pensó: «Bueno, enviaré un Salvador para que a lo menos salve su alma»? ¿No tiene el mensaje y la vida de Jesucristo, fuerza suficiente para transformar al hombre que está lleno de tinieblas, que tiene la semilla de la rebelión, que se subleva contra todo y que no acepta que nadie domine su vida? ¿No puede Cristo transformar a los que le siguen, hacerles mansos, como Él es? ¡Evidentemente que sí! Queridos hermanos, esta es la obra hacia la que Dios está apuntando desde la eternidad y que estamos redescubriendo en estos días. No es un concepto escatológico de la salvación, sino un concepto pleno: con visión, sí, del futuro pero con un sentido real de actualidad.

Mas, si queremos encontrar y entender, vivir y proclamar este concepto de la salvación plena del hombre, es menester que con sencillez y humildad volvamos nuestros ojos al mensaje de los Evangelios, al mensaje de Jesucristo. Y lejos de subrayar un texto por aquí y otro por allá, debemos comenzar a enfatizar cada texto, cada palabra pronunciada por el Señor, y redescubrir la forma adecuada.

¿Cómo evangelizaba Jesús? 

Hermanos, si en esta hora queremos entender lo que Dios quiere hacer en Argentina y en el mundo, sencillamente debemos restaurar el mensaje de Jesucristo que vemos en los Evangelios con toda su fuerza, pureza, claridad y sencillez. En una sociedad, como la nuestra, Jesucristo irrumpe con luz en medio de las tinieblas y comienza a proclamar: «Arrepentíos. El reino de Dios se ha acercado». Y el enfoque de su proclama ataca el problema medular del hombre. ¿Cuál es?

«Yo hago lo que quiero. Nadie me manda.» El primer acto de rebeldía del ser humano, es contra la autoridad de Dios, no permitiendo que El maneje o gobierne su vida. Cuando Cristo se enfrenta al hombre, no le presenta un cuerpo sistematizado de doctrinas. El hombre no necesita creer y aceptar cierto dogma teológico más o menos acertado en cuanto a Dios; lo que el hombre precisa es, sencillamente inclinar su frente, doblegar su voluntad, ante la autoridad de Dios.

En la orilla del mar de Galilea, Pedro y Andrés estaban arrojando sus redes al mar; como los demás, están envueltos en la misma vida que todos; por eso hacen lo que quieren: no reconocen autoridad. No quieren que otro los dirija. Viven para sí mismos. Están en la misma carrera materialista que todos … y a esos hombres, tan semejantes a nosotros, se acerca Cristo; y al detenerse frente a ellos -observemos cómo evangeliza Jesús, como les predica- les dice: «Venid en pos de m i, y os haré pescadores de hombres» (Mateo 4: 19).

¿Qué entendieron Simón y Andrés en cuanto a ser «pescadores de hombres»? Seguramente que nada. Es lo mismo que si nos dijeran a nosotros: «Os voy a hacer sastres de almas».

– ¿Sastres de almas? ¿Qué es eso?

Con el correr del tiempo las cosas se aclararon. Por eso es que nosotros, ya familiarizados con las expresiones del Señor, podemos captarlo cabalmente. Pero ellos, lo único que entendían era que había una persona delante de sí que les lanza una orden y que sin explicación previa les exige que le obedezcan, que su sujeten y que le sigan. La reacción natural de todos a esto es: «Y éste, ¿Quién es? .. ¿Qué me viene a dar órdenes a mí? ¿Qué quiere? .. ¿Dirigir mi vida? ¿Qué pretende? ¿Que me sujete a él? ¡Un momento! ¡Yo hago lo que quiero!. . .» Esta sería la reacción natural.

Pero aquí hay alguien que habla con autoridad. Y Pedro y Andrés dejan sus redes e inclinan sus cabezas. Permiten que este yugo de Jesús sea puesto sobre ellos, y comienzan a seguir a Jesucristo con sujeción.

 «¡Sígueme!»

Mateo está sentado trabajando y oye una voz: «¡Sígueme!» Él no sabe nada de nada. Hay alguien que está sanando, y dando que hablar, y de repente aparece frente a él y todo lo que le dice es: «Sígueme».

«Un momento: ¿quién es éste? ¿Seguirle? .. Y ¿para qué? ¿Hasta cuándo? ¿Y cómo? ¡Ah, No!»

Pero el que dio la orden es uno que habla con autoridad. Y Mateo deja todo y lo sigue … Otro más que entra en el reino de Dios.

Cristo predicó: «El reino de Dios se ha acercado. Arrepentíos … « ¿De qué modo se acercaba el reino? Se acercaba en la Persona del Rey, el Señor Jesús. Cristo colocaba a cada individuo ante la puerta del reino, esa puerta era El. Abría la puerta, dándoles una orden. «¿Me reconoces como Rey y Señor de tu vida? ¿Te sujetas? ¿Me obedeces, o no?» … El reino se acercaba a hombres y mujeres. En el reino de Dios se hacía fuerza, los valientes lo arrebataban y entraban en él. ¿Cómo? Reconociendo a Jesucristo como Señor, como Aquél que mandaba y gobernaba sus vidas.

Si este primer paso era dado con corrección, era posible salvar al hombre integralmente, en todos los aspectos de su vida, porque Este, que es Señor, es también Maestro; por tanto, él establece las leyes, los mandamientos sobre sus discípulos. El que cree en El inevitablemente le sigue, y el que le sigue inevitablemente obedece; cumple con los mandatos y las leyes introducidos por El en la vida de los que le siguen. Esta autoridad era enfrentada a uno y a otro. Noten lo siguiente: Cristo no enfrentaba a los individuos con un credo correcto sobre su Persona; los enfrentaba con su propia Persona, con lo que El era; luego no esperaba una declaración de fe sino la sujeción completa del hombre a El.

Aquí está Cristo enfrentando a Mateo, le da una orden. No para que éste dijera «amén» a la nueva doctrina que Jesús predica, sino para ver si Mateo se rinde o no a su autoridad. Si cree o no en este Jesús de Nazaret que dice ser el Hijo de Dios. La fe hacia El debía ser expresada en un acto concreto de obediencia. Cuando Cristo llamaba a los hombres al seguimiento, los llamaba y les exigía un acto visible de fe, o un acto visible de obediencia. Como dice Dietrich Bonhoeffer: «Sólo el creyente es obediente y sólo el obediente cree» («El Precio de la Gracia «, pág. 46). Si alguien dice: «Sí, yo creo en El», pero sigue en el mismo ritmo de vida anterior, no está creyendo. Sólo el obediente es creyente y el que cree, inevitablemente obedece. La fe y la obediencia van unidas. ¡,Cuándo se produjo la fe en Mateo? En el mismo acto de obediencia. «¡Sígueme!» Mateo se levanta, y en ese instante, la fe palpitó en su corazón hacia esa persona. Ahora su fe en Jesús se manifiesta en obediencia, sujeción.

Las demandas del Reino de Dios

Cristo predicó el reino de Dios y su autoridad; y cuando alguien quería seguirlo sin dejar todo el viejo sistema de vida ajeno al aspecto fundamental del mensaje de Jesucristo, automáticamente quedaba excluido del reino de Dios. Cristo nunca rebajó las demandas ni ensanchó la estrecha puerta de este Reino. ¿Recuerda al joven rico? Joven, y rico, con toda una vida por delante. Cree en Dios. Procura desde su niñez cumplir con los mandamientos, hacer lo  mejor en ese sentido. Tiene riquezas, tiene bienes, pero vive envuelto bajo la misma estructura de la sociedad. Vive para sí mismo. No reconoce autoridad; vive una vida materialista como la de todos. Pero cree en Dios y, relativamente, guarda sus mandamientos.

– Maestro bueno, ¡al fin te encuentro! ¿Qué haré para heredar la vida eterna? (Lucas 18: 18). Es decir, su posición es similar a la de muchos «cristianos» de esta época. «Aquí en la tierra, déjame tranquilo, pero la vida que viene después de la muerte -la vida eterna- ¿qué debo hacer para obtenerla?»

– Bueno -dice Cristo- vamos a comenzar. Guarda los mandamientos.

– ¡Eso ya está!. .. ¿Algo más?

– Sí. (Y ahora llega al enfrentamiento.) Una cosa te falta. – ¿Cuál?

– Vende todo lo que tienes, y dalo a los pobres … y … sígueme … (Lucas 18:22).

– ¿Cómo? ¿Vender todo para entrar al cielo? ¿Qué nueva doctrina es esta? ¡Pero Señor: esta vez te equivocaste! ¡Esto no es bíblico! ¿Dónde se dice tal cosa en las Escrituras? ..

Es que Jesús no 10 enfrenta con credos o doctrinas, lo enfrenta con la autoridad de su propia Persona, y lanza la orden. Este joven hasta ese día vivía como él quería, lo que originaba esa modalidad de vida egoísta. La orden de Jesús ataca a la misma médula del pecado de este joven que vive como quiere; esta orden derrumbaría la estructura total de su existencia egocéntrica.

Por momentos, parecía que iba a entrar, pero no. No entra: rechaza la luz, sus tinieblas se hacen más densas y dándose vuelta se aleja tristemente. Lindo muchacho, tan cerca del reino … ¡Y tan lejos de él! Es que no había términos medios; era cuestión de entrar o no entrar … ¿Cuál fue el problema fundamental de este joven? Pues, el pecado en esencia: gobernar su vida. Nunca falta alguien que pregunta: ¿Para entrar al cielo, tengo que vender todo lo que tengo; y si no lo  vendo no entro? .. Entrar al cielo, no es cuestión ni de vender, ni de comprar, sino de una sola cosa: ¿Quién es el que manda en mi vida? ¿Hago todavía lo que quiero, o inclino mi cabeza ante aquel que Dios ha honrado, enviándolo como Salvador al mundo, que se presenta a los hombres como Señor? Este joven se perdió. ¡Lástima … que no obedeció! En realidad, ya estaba perdido en esta forma de vida, de avaricia, de materialismo, viviendo para sí mismo. «El que quiera salvar su vida la perderá» (Mateo 16:25).

Ah, si hubiera reconocido la autoridad de Jesucristo, Ello habría salvado; no con una salvación para después de la muerte, sino estando en la misma tierra. Salvarlo de esa manera de vivir que nadie tiene que ver con los propósitos de Dios. El sería su Salvador, no lavándole algunos «pecaditos» no más, sino librándole de aquellas cosas que conforman una existencia rebelde, egoísta y vivida para sí mismo; dándole una nueva vida de amor y servicio hacia Dios y sus semejantes. Sin embargo, este joven no quiso que Cristo lo salvara, porque pensó que así estaba mejor. Su problema medular no fue resuelto: el seguiría haciendo «lo que se le daba la gana» consigo mismo y también con sus bienes. Pensaba que así, por lo menos en su existencia terrena, se salvaría a sí mismo. «Así yo voy a sobrevivir, y vivir como corresponde. Puesto que la vida consiste en lo que tengo … si pierdo lo que tengo, entonces pierdo la vida … » Este era su modo de vida y con esta filosofía perdió su vida aquí en la tierra y por la eternidad.

Salvar almas o salvar hombres  

¿Predicamos este mensaje? ¿Presentamos al ser humano algo que sea la respuesta a su salvación integral, a la liberación de esta manera de vivir? Queremos ganar almas, no ganar hombres. Cristo vino para salvar hombres, no almas, meramente, Dios no creó almas, creó al hombre a su imagen y semejanza; luego Cristo no vino en busca de almas, nomás. Vino para salvar al hombre como tal, vale decir íntegramente. Y la única manera de hacerlo era atacando la misma esencia del pecado en el hombre.

Este mensaje de Jesucristo, si bien no lo aceptó la multitud, algunos pocos lo recibieron y le siguieron. No por ello, Cristo disminuyó las exigencias de su reino. El no dijo: «Bueno, ya que son pocos los que me siguen, rebajaré un poquito las normas, haré algo más liviano el mensaje, para que entren más seguidores. No. Siempre proclamó la misma verdad. Y habría hecho lo mismo, aunque tan solamente dos personas se hubieran salvado bajo su ministerio.

¡Nunca redujo las exigencias! Porque bien sabía que eso equivaldría a perder al hombre, no respondiendo a su salvación total. No hacía difícil la demanda para que pocos entrasen o para que fuese rigurosa la salvación; sino para que ella se hiciera posible. La evidencia de ello es nuestra generación: Hemos rebajado las demandas de la salvación y no hemos salvado al hombre, ni a su alma. Nos entretenemos, hablando del alma y de la eternidad. Pero Dios creó al hombre y lo puso sobre esta tierra, y Jesucristo vino a esta tierra para salvar al hombre de su pecado.

Jorge Himitian es pastor de una congregación en la Capital Federal de Buenos Aires, Argentina, desde donde viaja con frecuencia al interior del país y a otros países de América Latina, proclamando y enseñando el mensaje del Reino de Dios. Su ministerio se destaca por su dinamismo y espontaneidad. El presente artículo es la reproducción parcial de un capítulo de su libro, publicado por Editorial Logos, Casilla Correo 2625, Buenos Aires, Argentina.

Reproducido con permiso de Editorial Logos, Copyright 1974.  Revista Vino Nuevo Vol 1 Nº 12