Pascua y Pentecostés

Autor Keith Benson

«Cuando llegó el día de Pentecostés. . .» (Hechos 2: 1). No podemos imaginar el gozo de nuestro Dios cuando ve el fruto de su Hijo Jesús en nosotros. Él estuvo esperando, a través de los siglos, realizar su deseo en nosotros. ¡Tan negro fue aquel día cuando su primera obra maestra, Adán, en la plenitud de sus capacidades, se entregó a Satanás y a las tinieblas! Fue como si alguien manchara la obra maestra de un artista. Pero nuestro Dios no se desanimó en absoluto, porque Él había creado al hombre de forma tal que podía redimirlo y restaurar todo lo que la criatura pudiera llegar a perder.

Dios vive en la eternidad; no tiene prisa. Su paciencia y poder se han visto a través de las generaciones, pues cuando parecía que la fe se extinguía sobre la tierra, justo a tiempo proveía los medios para hacer que nueva vida y esperanza brotaran en ella. Dios nunca se olvidó de la palabra que había pronunciado:

Ya que tú, Satanás, has herido el talón de mi siervo, el hombre, éste y su simiente se levantarán para darte un golpe mortal en la cabeza; … y mi reino prevalecerá por siempre. (Véase Génesis 3: 1 S, Isaías 9: 7).

Hacia la restauración

Con el correr del tiempo Dios introdujo en la historia de la humanidad a una nación pequeña; una nación que nunca se destacó por su ciencia ni por su filosofía, sino por una sola cosa: su testimonio respecto a Dios. En efecto, cuando todos los pueblos estaban entregados a la más cruda idolatría, surge una nación que dice: «¡Hay un sólo Dios, inmortal, invisible y eterno!» Y cuando todas las naciones creían que sus múltiples dioses gobernaban dentro de ciertos límites geográficos no más, la pequeña Israel declaraba: «¡Nuestro Dios reina sobre los cielos, el mar y en toda la tierra!».

Pero la creación de Israel no tuvo como único fin el ser testigo en medio de naciones paganas: Israel sería una muestra semejante a un reino en miniatura que ilustraría todo lo que Dios después iba a hacer en escala universal. Por ese motivo Dios señaló para Israel ciertos ritos, costumbres y fiestas, los cuales eran sombra de lo que había de venir.

La pascua como base de la redención 

Una de las fiestas más solemnemente guardadas por Israel era la de la Pascua. Ella conmemoraba aquella noche de liberación de la mortandad en Egipto cuando el ángel de la muerte hirió a todo primogénito de cada casa que no estuviera marcada en los dos postes y dintel de la puerta con la sangre de un cordero. Era la noche en que Israel se salvó tanto de la muerte como de la mano opresora de Faraón. Era el principio de una nueva vida para el pueblo de Dios. ¡Salvos por la sangre de un cordero salpicada sobre la puerta!

Otra fiesta principal de Israel era la de Pentecostés. Caía a los cincuenta días después de la Pascua, o sea a las siete semanas de la primera fiesta. Por eso en las Escrituras se le llama también «la fiesta de las semanas». Durante esos cincuenta días ellos cosechaban el trigo y cebada y luego traían de los frutos para ofrendar a Dios. ¡Qué tiempo de alegría! ¡Qué comunión, pues Dios les había bendecido! La tierra había dado sus frutos y ahora se presentan delante de Dios para ofrecerle sacrificios de gratitud con expresiones de júbilo.

Dos fiestas fundamentales en la vida de Israel: Pascua y Pentecostés. Todos los años, de generación en generación, se celebraban; primero la Pascua y luego Pentecostés. Redención y bendición: Pascua y Pentecostés. Liberación y perfección: Pascua y Pentecostés. Salir de Egipto: Pascua; afincarse en la tierra prometida: Pentecostés. Zafarse de la mano de Satanás: Pascua; recibir la acogida de Dios: Pentecostés.

Se termina la fiesta de la pascua 

Pero un día llega cierta fiesta de Pascua que pondrá fin a todas las demás fiestas de Pascua, pues Cristo, el Cordero de Dios, será sacrificado una vez para siempre. Su sangre servirá para cubrir los pecados de todos los hombres de todas las generaciones. Cristo es nuestra pascua que nos libra de la muerte y nos protege de Satanás. ¡Gloria a Dios por Cristo y la cruz! ¡Oh, esa última Pascua fue un día duro, cruel para Cristo! En su humanidad rogó: Padre, si es posible, que sea quitada esta copa … pero si no, hágase tu voluntad, Porque lo único que vale la pena en esta vida es que yo haga tu voluntad.

Querido hermano en Cristo, quiero que tú digas: «Lo único que vale para mi vida es que yo haga la voluntad del que me ha salvado, y no que haga la mía. Mi dinero no es mío, mi tiempo no es mío, ni mi salud es mía. Por haber muerto el Cordero de Dios, él ha sido hecho el Señor de todos. ¡Yo pertenezco a él!»

¿Sabes porqué Cristo intervenía en esa última Pascua? ¿Por qué sufría con paciencia la cruz? ¡Pues, porque él sabía que pronto llegaría otra fiesta!

¡A los cincuenta días de la cruz se iba a celebrar una fiesta como nunca antes se había celebrado!

¡Desde la eternidad el Padre y el Hijo habían esperado también esta segunda fiesta! ¡Venía ya el gran día de Pentecostés!

Aún Juan el Bautista había percibido en su espíritu la doble obra de Jesús. ¡No sólo sería El de Cordero que quita el pecado del mundo, sino también el que bautiza con el Espíritu Santo! La sangre … más el Espíritu. Si fuera el Espíritu solamente, se­ ría una bendición pasajera. Necesitamos la sangre. Si fuera sangre solamente, sería tan sólo el primer escalón hacia la plena salvación. La sangre y el Espíritu: Pascua y Pentecostés. ¡Gloria a Dios!

Llegó el día de Pentecostés 

La Escritura dice que «cuando llegó el día de Pentecostés, estaban todos unánimes juntos». (Hechos 2: 1). ¡A mí me parece que esto sí es un milagro! ¡Estaban todos unánimes! ¿Sabes que hacía apenas dos meses que estaban en disputa los discípulos sobre cuál de ellos sería el mayor? El egoísmo humano aún dominaba en sus vidas, Desde luego, todos querían que el reino de Dios avanzara, ¡pero «mucho mejor si avanza estando yo al frente»! Ah, pero cuando llega el día de Pentecostés están todos humillados. ¿Sabes cómo habían sido humillados? Por la misma cruz de Cristo. Cuando Cristo fue llevado a la muerte se derrumbaron todos sus sueños de grandeza. Algunos habían razonado que al menos podrían sentarse a su derecha o a su izquierda … pero ahora El ni vive: ¡está muerto! ¡Qué humillación! Se encerraron en una pieza; echaron llave a la puerta; tenían vergüenza y no sabían qué hacer. ¿Quién va a ser el primero ahora? ¡Todos son últimos!

¡Ah, bendito camino de Dios! Si no somos humillados, jamás seremos ensalzados. El camino hacia arriba va para abajo. De modo que al llegar el día de Pentecostés, los discípulos están juntos y están unánimes. Nadie busca la primacía; nadie ambiciona ascendencia sobre sus compañeros. ¡Unánimes! ¡Qué palabra más preciosa!

No sólo estaban unánimes entre sí, sino también cada uno dentro de sí, como individuos; cada uno estaba unánime consigo mismo. Ninguno vacilaba ya entre dos opiniones sobre si haría o no la voluntad de Dios, si amaría o no a los demás. Cada discípulo reflejaba integridad y lealtad. ¡Jesús había resucitado! ¡Cristo era el Señor de todo y de todos! Cada discípulo estaba totalmente convencido de que vivir para Cristo y su Reino era el único objetivo de la vida. ¡Qué unanimidad existía en ellos y entre ellos! Cada uno fluía para con los otros sin impedimento, sin reservas. ¡Qué amor! «En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros» (Juan 13:35). Y de veras, tras su humillación y diez días de oración ya el amor fluía espontáneamente, y con el amor, la unanimidad. Unánimes bajo un Señor, el Señor de la gloria y el Señor de la tierra.

Sopló el viento 

Mientras estaban sentados allí en la casa en actitud de reposo, sorpresivamente vino del cielo un viento. Este viento es más de lo que nosotros entendemos: en espíritu, pues en el griego viento y espíritu son una misma palabra. Es un soplo del cielo, del mismo Jesús que les había dicho, refiriéndose al día de Pentecostés: «Yo vendré a vosotros» (Juan 14: 18). Un viento recio soplaba y se sentía la presencia misma de Jesús. Este viento no sólo venía del cielo, sino era el cielo, era la presencia del Cristo exaltado siendo derramado sobre la tierra.

Hace unos meses algunos hermanos me contaron que estando varios de ellos en una casa se pusieron a hablar acerca del Espíritu Santo. Pero terminaron en discusión dando cada uno su opinión sobre el asunto. Me pidieron que fuera a la casa esa misma noche después del culto para conversar con ellos. Desde luego, fui. Nos sentamos en el living y allí comenzaron con sus preguntas y opiniones. Llegó un momento en que les dije: – Hermanos, en vez de pasar el tiempo en preguntas y respuestas, ¿por qué no dedicamos un rato a la adoración y alabanza? Para mí, lo más importante ni siquiera es que todos ustedes sean llenos del Espíritu, sino que Dios sea bendecido y adorado. ¿Qué les parece?

-Es cierto- dijeron. -Adoremos a Dios, y después haremos preguntas.

-No vayan a pedir nada -les dije- porque cada vez que pedimos nosotros somos el centro. En la adoración Dios es el centro. Por ahora, limitémonos a la adoración y alabanza. ¿Amén?

– ¡Amén!- contestaron.

Y allí, sentados en rueda en una casa, comenzamos con toda sencillez a agradecer, a bendecir a Dios. Cada uno iba abriéndose delante de Él. De repente noté que cierto hermano comenzaba a respirar profundamente. . . ¡Percibí enseguida que era el viento de Dios que se movía dentro de él! Uno casi podía ver con los ojos cómo el Espíritu del Señor iba penetrando en ese hermano. ¡Qué precioso! ¡Qué dulce! Y luego él abrió los labios y comenzó a bendecir a su Dios, en otras lenguas.

Cuando el Espíritu de Dios comienza a soplar dentro nuestro, el hombre interior se eleva para rendir gloria y alabanza al que vive por los siglos. ¡Qué precioso es el viento del Espíritu! ¡Aleluya!

Un viento recio en Sudáfrica 

Andrés Murray fue un santo varón de Dios de otra generación, misionero en el sur de África. Quiero contar cómo sopló, literalmente, el viento de Dios en su iglesia. Allá por el año 1907 o 1908, en un día sábado, un nutrido grupo de jóvenes estaba realizando una reunión en la iglesia, cuando de repente se oyó a lo lejos un ruido como de un viento, que venía acercándose hacia ellos. De pronto el viento irrumpió en la sala e hizo que todos los presentes se pusiesen en pie espontáneamente, alzando las manos y orando a Dios en voz alta. ¡El que presidía la reunión, un diácono de la iglesia, no sabía qué hacer con los jóvenes!

– ¡Jóvenes, cállense! ¡Jóvenes, siéntense! ¡Estamos en la Iglesia Reformada!

Y salió a buscar al pastor mientras aquellos muchachos seguían envueltos en Dios.

Al otro día, que era domingo, estaban congregadas como mil personas. Dirigía la reunión el mismo pastor, Andrés Murray, cuando otra vez se oyó a la distancia como un viento que venía. Se intensificaba a medida que se acercaba y luego en un momento dado irrumpió en medio de la multitud allí reunida. Todos fueron compelidos a ponerse de pie, alzar las manos y orar fuertemente a Dios. Aquel siervo del Señor miraba con asombro sin saber exactamente qué hacer. De pronto sintió que alguien le tiraba el pantalón desde abajo de la plataforma. Era un hermano recién venido de Gales donde había presenciado la poderosa visitación del Espíritu sobre aquel pueblo. Y le dijo el pastor Murray:

-Hermano, esto es del Señor. ¡Tenga cuidado!

Y el siervo de Dios, Andrés Murray, tuvo cuidado y temor de Dios, y así dio lugar a un precioso mover del Espíritu que en poco tiempo iba a inundar el sur de África. ¡Gloria a Dios!

Querido hermano en Cristo: ¿Conoces algo del viento de Dios soplando en las esferas más íntimas de tu ser? ¿Has dado lugar al santo Viento de Dios? El traerá la presencia de Cristo.

Viento con fuego

Pero además del viento recio que soplaba la Escritura nos relata que » … se les aparecieron lenguas repartidas, como de fuego, asentándose sobre cada uno de ellos» (Hechos 2:3). Ellos primero respiraron del soplo de Cristo y luego enseguida sintieron el fuego de Dios sobre sus cabezas. ¿Quién puede describir todo lo que habrá pasado en sus almas cuando el fuego de Dios asentó sobre ellos? Pero, ¿Qué parte de sus vidas habrá afectado? ¿Qué habrá consumido en ellos? En el Antiguo Testamento había fuego tanto para juicio como para bendición. ¿Qué hubo aquí? Sin duda, en la misericordia de Dios el fuego consumía lo humano, y santificaba. Pero más aún, pues el fuego vino ¡en forma de lenguas! y esto significó algo más que una bendición para ellos: ¡Era una capacitación para poder dar inflamada expresión a la gloria de Dios! ¡De aquí en adelante sus lenguas pueden bendecir a Dios como nunca antes! Cuando hablan a los hombres, sus palabras no son como las de los escribas. Hablan como Jesús había hablado, con autoridad, en base a una revelación personal de Dios. ¡El aliento de Dios en sus corazones, y el fuego de Dios sobre sus lenguas! ¡Qué sacerdotes y qué siervos eran estos!

¡Con razón que el relato dice que con el viento y el fuego fueron todos llenos del Espíritu Santo! ¿Cómo no ser llenos?

¡Y qué plenitud! ¡Qué inundación de Dios, de amor, de luz! Por donde uno les mirara, se veía la persona de Cristo, pues estaban llenos, llenos, LLENOS de. El.

No podían sino hablar 

Ahora bien, ¿a quién hablaron? ¿A quién más pudieron hablar sino a Dios? Si tú y yo fuéramos introducidos de repente delante del majestuoso trono de Dios y viéramos la deslumbrante gloria del que está sentado sobre el trono, ¿Te parece que quedaríamos conversando con los ángeles o con otros seres allí presentes? ¡Seguramente que no! Antes bien, de nuestro interior fluirían ríos de agua para Dios. ¡A Él bendeciríamos! ¡A Él sólo expresaríamos toda la gloria y honra que pudiéramos reunir! ¡Qué encuentro sería!

En una ocasión los discípulos pidieron a Jesús: «Señor, enséñanos a orar, como también Juan enseñó a sus discípulos» (Lucas 11: 1).

Y Él les enseñó. Allí tomaron un paso más en su vida espiritual. Habiendo orado en cierto nivel espiritual durante la mayor parte de sus vidas, ahora que Cristo les enseña cómo hacerlo, se nota un progreso en sus vidas en otra nueva esfera. Antes oraban con el corazón, haciendo que todo pasara por la mente. Oraban con el entendimiento. Pero ahora, en Pentecostés, comienzan a orar con su espíritu sin que sus expresiones sean filtradas por la mente.

Es bíblico orar con el entendimiento; y también es bíblico orar con el espíritu. Tu espíritu es capaz de expresar lo más profundo que hay en ti. Nuestro espíritu humano se asemeja a Dios más que cualquier otra facultad humana; tiene más afinidad con Dios que ninguna otra en nosotros. Si tú oras en castellano, todo pasa por ese maravilloso cerebro que tienes. Y eso es perfectamente correcto. Sin embargo, es posible que el Espíritu Santo toque tu espíritu despertando en ti luz, entendimiento y amor, de tal manera que seas capaz de derramar sobre Dios una gracia, una devoción tal que obligue a tu mente a retirarse a la sala de espera y sentarse, mientras tu espíritu se eleva en preciosa adoración a Dios. Parece imposible, ¡pero es cierto!

Hablarán nuevas lenguas  

Jesús, antes de ascender al cielo, dijo, refiriéndose a sus seguidores: » … hablarán nuevas lenguas» (Marcos 16: 17). Él se refería a una facultad que residía en el espíritu humano, y no a una facilidad del intelecto para aprender idiomas. Todo ser humano, por haber sido creado a la imagen de Dios, tiene esta facultad dentro de sí. Y en el día de Pentecostés, por la acción del Espíritu de Dios, todos ellos comenzaron a hablar en otras lenguas.

Existen cultos paganos y satánicos en los cuales se habla en lenguas. Es cierto. Tenemos que entender que es posible que un poder demoníaco accione sobre esta facultad humana haciendo que el hombre hable en lenguas.

¡Pero tal poder nunca puede obrar en uno que ama a Dios, que está orando a Dios en el nombre de Jesús! Cuando el Espíritu de Dios sopla sobre nosotros, no tenemos por qué temer que sea el Diablo quien haga hablar en otro idioma. Si pedimos a Dios pan, El nunca permitirá que el Diablo nos dé una piedra. Yo digo esto porque a veces, por insinuación de otros, un creyente que quiere ser lleno del Espíritu tiene temor de elevar a Dios una oración en otra lengua, porque no quiere dar lugar al Diablo. Si tenemos hambre y sed de Dios, si queremos ser llenos de Cristo, no tengamos ningún temor del enemigo derrotado. El huirá ante la adoración que ofreceremos a nuestro Dios. ¡Amén!

No nos olvidemos que fue Jesús mismo quien instituyó que sus seguidores hablaran en nuevas lenguas. Esta no es invención nuestra. Cristo lo ha ordenado. y no honramos nada a nuestro Señor insinuando que sea cosa de niños querer orar en lenguas. San Pablo dijo con dignidad: »Doy gracias a Dios que hablo en lenguas más que todos vosotros» (l Coro 14: 18). El hablar en lenguas no es para satisfacer un capricho humano; es para expresar a Dios una bendición, para orar en profundidad, para «hablar misterios» a Dios. Esta gracia constituye uno de los dones del Espíritu para la iglesia. Enfatizo: este don es para la iglesia. Sí, hay dones de mayor envergadura, pero generalmente el creyente se introduce a la esfera de los dones orando a Dios con su espíritu en lenguas.

Tú mismo hablas 

Quiero aclarar que no es el Espíritu de Dios el que habla. Es el creyente. El Espíritu, en efecto, da, inspira, acciona, pero tú tienes que abrir la boca, y en base a tu fe, comenzar a verter palabras de adoración. Tu mente no entenderá, pero sí entenderá Dios. ¡Amén! El recibirá con mucho contentamiento las expresiones que surjan de lo más profundo de tu ser. Tú sabrás el sentir de esas palabras; sabrás que estás hablando con Dios y que es el mismo Espíritu de Dios el que te ayuda a dar esa santa expresión. Así que cuando sientas la unción del Espíritu sobre tu espíritu, abre tu boca y comienza a hablar a Dios. No emitas sonidos incoherentes sin la unción del Espíritu; antes habla cuando el Espíritu te dé que hables. Pero recuerda: tú mismo tienes que hablar, tienes que pronunciar sílabas y palabras.

Yo he visto casos en que hermanos están en la presencia de Dios y viene sobre ellos la unción del Espíritu. Los labios y la lengua tiemblan. ¡pero no se animan a hablar! ¡Quieren que el Espíritu hable! Queridos, en el día de Pentecostés, ellos hablaron «según el Espíritu les daba que hablasen «.

Una santa orquesta 

Entendamos también, que al descender el Espíritu sobre ellos, todos hablaron a la vez. A Dios se dirigieron unánimes como un solo hombre. Era algo así como una hermosa orquesta sin­ fónica. En el cielo, son innumerables los seres que siempre están alabando a Dios. Y Dios no se marea por las muchas voces. Muy por el contrario. Así también, nuestro Dios se alegra cuando a una voz su pueblo le alaba, le aclama, le bendice.

Supongamos que una orquesta sinfónica se prepara a ejecutar una pieza y que al levantar la batuta el director, en vez de que todos los instrumentos intervengan, sólo un clarinete emite su notita; luego con otro movimiento del director, un violín emite otra nota, y así sucesivamente hasta terminar el concierto. Pero, ¿qué concierto? ¿qué orquesta? Sí, hay partituras en que un instrumento toca solo, pero ello conduce al estruendo musical de todos los demás. Igualmente, hay momentos en que todo el pueblo de Dios levanta su voz en forma unánime. Así fue en el nacimiento de la iglesia en el día de Pentecostés.

Más adelante, cuando ya estaba constituida la iglesia, el apóstol Pablo enseña que dos o tres debían orar en público uno por vez, y habiendo intérprete. Esto ya es otra expresión. El se refiere al ministerio de orar en lenguas en medio de la iglesia, con el resultado que la congregación, mediante la interpretación, sea también edificada. Pero esto viene después del encuentro colectivo.

Así también ocurrió cuando Pedro estaba en casa de Cornelio: todos hablaron a Dios a la vez; «magnificaban a Dios» (Hechos 10:46). Lo mismo cuando Pablo encontró aquellos discípulos en Éfeso; «vino sobre ellos el Espíritu Santo», y todos hablaron en lenguas (Hechos 19:6).

Es interesante que el serio expositor del Nuevo Testamento, F. F. Bruce de Inglaterra, de los hermanos libres, comenta que el estruendo que se oyó el día de Pentecostés, que hizo que la multitud se congregara, no fue por el ruido del viento, sino por las voces de los discípulos. ¡Y qué ruido de voces! ¡Qué estruendo! Imagínate, un coro de 120 voces dando gloria a Cristo con todas las fuerzas de su ser. ¡Qué orquesta! ¿Tú, alguna vez, has amado a Dios con toda la fuerza de tu alma? ¿Le has expresado tu amor con todo el ardor de tu ser? Es una delicia para Dios recibir tal gloria. Querido hermano, dale el gusto a Dios. Él es digno de un animado tributo. Él es el gran Rey, el Soberano; vive por los siglos de los siglos. ¡Gloria a Dios!

Reacción humana  

Desde luego, cuando los redimidos tocan sus arpas para Dios, algunos inconversos no van a saber qué pensar. En primer lugar van a ver el suave movimiento del cuerpo, que se mece al son de la alabanza. En el día de Pentecostés, algunos dijeron:

Pero, ¡están borrachos!

Y la verdad, ¡lo estaban! ¡Se hallaban extasiados con el nuevo vino del reino de Dios! ¡Aleluya! ¡Y apenas eran las nueve de la mañana! ¡Ni esperaron hasta la reunión de la noche!

Luego, escucharon los diferentes idiomas. Esto despertó al menos tres reacciones. Unos, oyendo su propio idioma, habrán dicho:

¡Qué cosa extraña, pues estos galileos están hablando en mi lengua natal!

Otros que no identificaban nada coherente o conocido, habrán sentido desdén o menosprecio por aquella sinfonía espiritual. Pero felizmente hubo buen número de personas que quedaron tan admiradas que preguntaron:

¿Qué quiere decir esto?

Y en ese momento se levanta Pedro, no hablando en lenguas, sino en arameo, el idioma popular que todos entendían, y les predicó la palabra de Dios.

Ahora bien, siempre habrá las mismas reacciones. Algunos te tendrán por loco; ¡y la verdad, para con Dios eres loco! ¡Amén! Pero no por eso Dios va a retener la bendición. Esa bendición que sale de tu boca en otra lengua es para Dios, y Dios no se priva de ella porque algún hombre ignore la verdad.

Habrá otros que podrán discernir que tu alma está en contacto con Dios, y querrán también conocer al Dios invisible que se manifiesta desde lo más recóndito de nuestro ser. En la iglesia, en la reunión pública, que haya dos o tres que nos dirijan en esa clase de oración. Los demás callemos hasta que terminen de orar; luego con la interpretación conoceremos la alabanza, o misterio expresado por el hermano.

Edificación personal 

San Pablo dice que el que habla en lenguas se edifica a sí mismo. Y es cierto. Yo me acuerdo, y con algo de vergüenza, que cuando era joven sentía obligación de orar. A v ces ponía el reloj a la vista y así me proponía orar una hora. Me decía:

-Bentson: tú vas a orar una hora.

Me fijaba bien cómo marcaba la mano del reloj y así comenzaba. Pero la verdad, ¡me aburría! La oración me era una carga. Mi vida de oración era floja. ¡Muchos de ustedes son iguales! Cuando uno ora solamente con la mente, resulta difícil siempre mantener la mente despejada. Los pensamientos comienzan a dar vueltas por aquí y por allá. ¡Dígame si el punto más flojo en la vida cristiana no es la oración? ¿Si la reunión menos concurrida en la iglesia de Jesucristo no es la reunión de oración?

Pero ahora los hermanos pueden orar con su espíritu en nuevas lenguas: el mismo Espíritu actuando para hacernos elevar nuestra plegaria a Dios. La Biblia dice que el que ora en lenguas se edifica a sí mismo. El que no necesite edificación, que no ore en esta forma. ¡Yo lo necesito!

Una vez tenía que dar unas conferencias a algunos misioneros en el Brasil. Llegué al lugar agotado. No había tenido tiempo para prepararme. Se reunieron los misioneros y yo temblaba. Me levanté de la reunión y salí fuera. Miré hacia el cielo y suspirando dije:

-Señor: Tú estás en mí, aunque mi cuerpo y mente estén cansados.

Seguía mirando por fe al Señor. Los demás estaban en la casa pensando que algún orador había llegado que tenía todo preparado.

-Señor, Señor, no quería llegar en estas condiciones …

Y en eso sentí que el Espíritu que mora en mí comenzaba a liberar sus pensamientos. Abrí mis labios y suavemente dejé pasar por mi hombre interior y por mi boca aquello que el Espíritu me daba. Y, ¡recibí una edificación en cinco minutos que de otra manera me hubiera requerido horas! ¡Gloria a Dios ¡La Biblia dice que el que ora en lenguas se edifica a sí mismo. Edificación por la meditación en la Palabra, de acuerdo. Edificación por estar con los hermanos, también. Edificación por orar con la mente, cómo no. Y edificación por orar en lenguas, ¡también!

Procurad los dones  

Tengo una palabra final. No puedo dejar de lado esta palabra, ni tú tampoco. Nosotros estamos bajo la autoridad de Cristo y de las Escrituras. Oye ahora estas tres órdenes: «Procurad, pues, los dones mejores»; » . . . procurad los dones espirituales … «; «‘pues que anheláis dones espirituales, procurad abundar en ellos para edificación de la iglesia. Por lo cual, el que habla en lengua extraña, pida en oración poder interpretarla» (l Cor. 12 :31; 14:1, 12, 13).

Por muchos años yo razonaba de esta forma: -Dios tiene dones para la Iglesia. Es El quien da los dones. Yo no quiero un don que no sea para mí. Si Dios quiere darme un don o varios dones ¡que me los dé! Si uno cae del cielo yo lo recibiré, pues no ofrezco ninguna resistencia.

Pero Dios en esa forma nunca me daba. Entre tanto pensé tener un texto de la Biblia que me apoyaba en mi actitud pasiva: » . . .el mismo Espíritu, repartiendo a cada uno en particular como él quiere» (l Cor 12:11).

– ¡Ahí está! Como Él quiere, no como yo quiero. Y parece que El no quiere porque no cayó del cielo semejante don. Yo no voy a ser orgulloso y pedir a Dios un don . . . ¡yo no!

Pero entre tanto nuestra vida de oración renquea; la vida de oración de la iglesia es insípida. Cuando vienen inconversos a las reuniones les presentamos la doctrina de la justificación, y de la regeneración … Pero San Pablo decía que cuando él iba a la iglesia, su predicación no era sólo en palabras, sino en poder, porque el reino de Dios es poder.

Pero alguien dice: -Momento, hermano Bentson. Pablo nunca animó a los corintios a que pidiesen el don de lenguas.

Es cierto, es cierto. Pero ¿sabes por qué? ¡Sencillamente porque ya lo tenían! No se pide lo que ya se tiene. Ya hablaban en lenguas, y para una reunión pública ¡hablaban demasiado en lenguas! Pero Pablo no les dijo que dejasen de orar en lenguas, sino que tales oraciones ocupasen solamente la parte que les correspondía: dos o tres por reunión. Al mismo tiempo el apóstol les dijo: «Así que, quisiera que todos vosotros hablaseis en lenguas … » (la. Coro 14:5). Cómo no, queridos hermanos, pue el don de lenguas es para nuestro bien, no para mal. Es para edificación, es para dar gloria a Dios, es para tener comunión con Dios. ¡Es Dios quien estableció esta santa expresión!

¡Bendito sea su nombre!

Dios quiere  

Cuando la Biblia dice que el Espíritu da como Él quiere, tenemos que entender que el deseo del Espíritu complementa al otro pasaje que dice: «procurad los dones». Gracias a Dios. Dios quiere que muchos entren a esta nueva dimensión en la vida espiritual, permitiendo que el Espíritu les llene en una forma que ni Juan el Bautista experimentó. ¡El Espíritu quiere darle el don de lenguas y otros dones más! ¡Él quiere!

En el día de Pentecostés 120 personas hablaron en lenguas. ¿Sabes por qué? ¡Porque el Espíritu quiso que hablasen los 120! Y el mismo Espíritu quiso que todos los que estaban en casa de Cornelio también hablasen. Quiso también que todos, de los 12 discípulos de Éfeso, hablasen en lenguas. Y Él quiere que tú también hables. ¡Él quiere! ¡Él te va a dar! Tú vas a sentir que El mismo inundará tu ser y te ayudará a elevar a Dios una nueva canción, una nueva alabanza. Si el apóstol Pablo estuviera aquí nos diría aquello que dijo a los corintios: «Quisiera que todos vosotros hablaseis en lenguas. «

Siga ahora en oración: «Oh, Dios, Cristo es mi Señor. Mi alma dice ‘Amén’ a Ti. Yo quiero ser unánime con el cielo, con tu Palabra, con la Iglesia tuya. Inunda mi ser; dame que te exprese una alabanza que sea digna de Ti. Quiero bendecirte con mi espíritu como nunca te he bendecido. Dame que te hable desde lo más íntimo de mi ser. Derrama sobre mí tu Santo Espíritu, para que yo pueda derramar mi espíritu sobre Ti, y luego sobre otros que viven en derredor mío.»

Mensaje pronunciado en un retiro de pastores en Tandil, Buenos Aires, en el mes de abril de 1969. Publicado con permiso de Editorial Lagos, Casilla de Correo 2625, Buenos Aires, Argentina. Vino Nuevo Vol 2 #3