¡Estudié por más de doce años ciencias ocultas y creí en ellas!
Esta confesión, nació del deseo de ayudar a quienes con alma pura y en búsqueda de una superación espiritual se sumen en caminos errados.
Mi vida desde muy joven fue de luchas, fracasos, desilusiones y lágrimas. Hoy tengo más de 50 años. Fue mi alma enferma la que enfermó mi cuerpo. Transcurrieron años, de médico en médico, buscando alivio sin encontrarlo.
Siempre traté de seguir una vida dentro de la ley de Dios. Sin embargo no comprendía la gran desigualdad de circunstancias entre todos los seres humanos, y traté de investigar la razón. Me vi atraída por las filosofías orientales que ofrecen el esclarecimiento espiritual y que dicen enfocar la vida hacia un mejor fin espiritual, físico y mental. Creí haber encontrado la respuesta: ¡la ley de la reencarnación! En esta vida no le había hecho daño a nadie ¿Y en las anteriores? ¿Estaba pagando mi comportamiento de cuántos años atrás?
Me hice de un grupo pequeño de personas que nos juntábamos una vez por semana con un maestro, un ‘gurú’ que nos enseñaba y guiaba nuestras lecturas. Mientras más me ahondaba en todas estas filosofías, más desalientos se apoderaba de mí pues me sentía atrapada en una trampa de la cual no me podría libertar: los nacimientos y las muertes sucesivamente ¡la serpiente mordiéndose la cola!, es decir, un círculo vicioso, pues si vivimos en el mundo no podemos dejar de contaminarnos con el mundo. Es cierto que tenemos espíritu, pero la carne es débil. Y me encontraba con la terrible ley del «karma, de la cual sentía que nunca me podría librar. Estas filosofías aceptan a un Ser Supremo, el Hacedor del universo, pero como a una fuerza creadora e invencible, orgulloso de su obra. pero no como a un Dios de amor. Nuestro «gurú» nos hablaba del sueño de la creación del Omnipotente: Soñó la creación y decidió hacerla una realidad; se dividió en millones de millones de partículas que descendieron y descendieron, hasta lo más bajo; y empezó el movimiento hacia arriba de todas aquellas partículas, como una ley natural, buscando su origen; la ley de la evolución. Y esto por miles y millones de años, hasta llegar a convertirse nuevamente en un sólo cuerpo.
Esto se oía muy bello; ¿pero en qué quedaba yo en lo personal con todas mis cargas y mis problemas? ¿Era ciertamente yo una partícula de Dios así como mis átomos y mis moléculas son parte integrante de mi cuerpo, pero a los cuales yo no conozco ni estoy consciente de ellos, ni mucho menos amo? !La desesperanza era grande! Esta conclusión me hizo sentir tan sola en tan grande universo, y tan incapaz, y tan pequeña.
Jesús, en esas filosofías, es considerado como uno de los más grandes iniciados, un gran profeta, pero no así el hijo unigénito de Dios. ¡Cuántas veces oí de labios de alguna persona a quien se le hablaba del Hijo de Dios, la respuesta: todos somos hijos de Dios!
La enfermedad se apoderaba de mi cuerpo cada día más y la muerte no era mi solución pensando que tendría que volver de nuevo para pagar por cosas de las que no me acordaba, por otras que había hecho en esta vida, y enredándome en nuevas.
¡Una especie de muerte eterna! Hace más o menos dos años que mi salud empezó a deteriorarse en tal forma que algunas veces no podía levantarme de mi cama en la mañana. Como no encontraba ayuda en ningún médico general, acudí a un psiquiatra que sí me ayudó pues me hizo conocerme más a mí misma al obligarme a analizarme y a analizar mis problemas. pero la solución no me la pudo dar, ¡tenía que encontrarla yo misma!
En mayo de 1975. una noche salió de mi boca el grito de la agonía del condenado a muerte; pasé muchas horas sentada en una silla a la orilla de mi cama; clamé a nuestro Señor Jesucristo y le pregunté, bañada en lágrimas, ¡Señor! ¿Cuánto más tengo que soportar esta cruz? ¡Pesa mucho sobre mis hombros! ¡Ayúdame! El Señor me oyó, sólo eso esperaba de El, pues aunque yo no lo sabía El me amaba. Oí de adentro de mi ser Su voz que me decía ¡suelta esa cruz, ya no es tuya! Su Espíritu Santo a cuyo cuidado nos dejó para nuestro consuelo después de su resurrección me guió hacia el camino donde encontré siervos y siervas de Dios que me ayudaron a levantarme y me guiaron en nombre de Jesús. He aprendido por primera vez en mi vida a conocer y a deleitarme en escuchar y leer el libro más bello que existe; lleno de promesas; lleno de amor. He aprendido a conocer Su Palabra. Hoy sé que no hay serpiente que se muerda la cola, hoy sé que la Sangre de Cristo en la Cruz del Calvario me redimió de mis pecados y mis enfermedades; ése es el precio que Jesús pagó por mí; y fue Su Padre, aquél Dios que creía demasiado lejano para serme útil, el que por amor a mí lo ofreció en holocausto para salvarme.
Hoy, después de un año de haberme entregado a mi amado Jesús incondicionalmente y sin reservas, soy libre y sana en cuerpo y alma. La angustia y el temor se han ido, tengo gozo y paz en mi corazón. El Espíritu Santo está conmigo. Jesús dijo: «Buscad el Reino de Dios y lo demás os vendrá por añadidura.» Mi relación personal con el Señor es estrecha; sé que es un Dios vivo y que me escucha, me protege y me tiende la mano siempre que se lo pido.
Jesús dio Su vida para salvarme … y a ti. Jesús me ama … y a ti, Jesús dijo: «Yo soy el camino.» ¡Síguelo! ¡Pídele y recibirás! El Señor es fiel a Su palabra, igual hoy que hace dos mil años. ¡Jesucristo Es el Señor! ¡Jesucristo es la respuesta!
A.M.C. Guatemala. Reproducido de Revista Vino Nuevo Vol 1-Nº 10