Por Charles Simpson

La diferencia está en la presencia de Dios.

No hay ocasión que se compare con la conclu­sión de una buena cena, cuando se está con perso­nas que uno ama, sintiendo la presencia del Señor. A veces, en esta atmósfera de la cena de la noche, mi familia y yo compartimos algún pasaje de las Escrituras cuando todavía estamos sentados alre­dedor de la mesa. Es un acto sencillo, después de la comida, cuando volvemos nuestros pensamien­tos hacia el Señor y conversamos sobre el pasaje. Hace poco, durante una de estas ocasiones, senti­mos la presencia de Dios en una forma extraordi­naria.

Noté esa noche que estábamos en su presencia, la calidad especial de la contribución de cada miembro de la familia sobre la Escritura. Había cierta sobriedad en nuestros comentarios y cuan­do nos tomamos de las manos para orar, la pre­sencia de Dios se hizo poderosamente real. Nos hizo recordar nuevamente que cuando comemos y bebemos juntos en la presencia de Dios, la mani­festación del Señor es quizás la más significativa de todas las que compartimos con Jesucristo.

La cena del pacto

Las Escrituras enseñan que comer y beber jun­tos, es a menudo símbolo y contexto de un pacto. Cada vez que Dios hizo pacto con los hombres, como cuando él adquirió una obligación con no­sotros para salvarnos y liberarnos, lo confirmó con una comida.

En las culturas antiguas del cercano oriente se consideraba cada comida como un pacto. Tomar parte de una comida significaba ser invitado a la casa de una persona para compartir su vida fami­liar. Nadie hubiera pensado aceptar una invitación de comer en su casa y traicionarlo después. Tal vez lo peor que se pudo haber dicho de Judas en la Biblia fue profetizado en los Salmos: «Aun el hombre de mi paz, en quien yo confiaba, el que de mi pan comía, alzó contra mí el calcañar» (Sal. 41:9).

Dios le da una importancia muy grande a las comidas. Por ejemplo, Israel fue sacado de Egip­to por una comida de pacto. Pudiera parecernos extraño que fueran salvados por comer. De cual­quier manera, Dios escogió salvarnos usando la co­mida de la Pascua.

La historia de la Pascua tiene sentido cuando la vemos en retrospectiva, pero si usted y yo hubié­semos vivido entonces, no la hubiéramos entendi­do mucho. ¿Se puede imaginar las conversaciones que surgieron en los hogares hebreos después que Moisés les dijo a los hombres lo que Dios quería que hicieran? Casi puedo oír a la esposa de uno de ellos preguntar a su marido:

– ¿Qué pasó en la reunión?

– Mañana te lo diré.

– ¡Ah, vamos! ¿Qué dijo Moisés?

-Pues, dijo que comiéramos cordero la próxima semana.

-No tenemos el dinero para comprar cordero. Somos esclavos.

-Pues tendremos que conseguirlo de alguna manera. Y lo vamos a comer con yerbas amargas.

– Pero tú sabes que a los niños no les gusta las yerbas amargas.

-Sí lo sé, pero Moisés dijo que lo hiciéramos.

-Este es el mismo que nos trajo las ranas y los piojos, ¿no es cierto?

-Olvídate de eso. Además de cordero, vamos a comer panes sin levadura. No podemos ni tenerla en la casa siquiera.

– ¡No puedo creerlo! La levadura nunca hizo daño a nadie.

-Si eso te altera, pues no te contaré el resto.

-¿Qué resto?

– Tenemos que pintar el frente de la casa con sangre.

-¿Con sangre? Pues lo siento, pero eso sí que no. El frente de mi casa, ¡no!

-Si no lo hacemos, Moisés dijo que nuestro hi­jo mayor morirá.

-Oh … ¿qué dijiste que tenemos que hacer?

La Biblia dice que cada una de las familias he­breas se reunió a la media noche para comer, ves­tida para viajar. Comieron las yerbas amargas que simbolizaban arrepentimiento. Comieron el corde­ro, un tipo del Hijo de Dios. Hubo pan sin levadu­ra, símbolo de la vida de Dios, pura y sin engaño, sin nada que le dé la apariencia que es mayor o mejor de lo que realmente es. Se alistaron para sa­lir y comieron. A la media noche, el ángel de la muerte pasó. En todo Egipto se oyó un gran cla­mor cuando los primogénitos murieron y los he­breos fueron liberados.

Sellados con el Espíritu de Dios

Dios había librado a los israelitas por medio de una comida de pacto. Ahora debía sellar el pacto con su presencia.

La presencia de Dios es un sello. Las Escrituras enseñan que cuando se sentía la presencia de Dios en algún evento, era señal de la aprobación y par­ticipación de Dios. En Efesios leemos que después del bautismo, el pueblo de Dios es «sellado con el Espíritu Santo de la promesa» (l: 13). Este no es como los sellos en un vaso para impedir que algo salga o entre. Este sello es una marca de aprobación. La presencia de Dios es un sello que denota la aceptación y la aprobación de Dios.

Cuando los israelitas llegaron al Mar Rojo y pa­saron entre las aguas separadas, fueron «bautiza­dos» como nación en un sentido simbólico. En­tonces, la nube de la presencia de Dios vino sobre ellos y Dios selló a una nación entera con el Espí­ritu Santo. Había puesto su marca en ellos.

Así fue que los israelitas que habían comido juntos en la presencia de Dios y habían sido salva­dos por el sacrificio de un cordero, pasaron por las aguas y bajo la nube. Fueron liberados de un viejo orden y sellados en uno nuevo.

Las demandas del pacto

Sin embargo, después de que Israel salió de Egipto, comenzaron los problemas internos, por­que Israel era una multitud mixta. Todos habían querido salir de Egipto, pero no todos querían ir a Canaán. Tampoco pensaban corporativamente. Pensaban como familias individuales y no como una nación santa.

El problema en la raíz era que los israelitas ha­bían recibido un pacto, pero desconocían sus de­mandas. ¿Cuántos hemos hecho compromisos sin comprender las implicaciones plenas? Hagamos la pregunta de otra manera. ¿Cuántos hemos dicho: «Sí, acepto,» en la euforia del dichoso momento de nuestra boda; pero cuando vienen los proble­mas comenzamos a entender el peso de nuestro compromiso?

De la misma manera Israel había aceptado ser el pueblo redimido de Dios sin entender las im­plicaciones reales de su compromiso. Así que cuando llegaron al desierto y tuvieron sed, mur­muraron. Cuando tuvieron hambre, murmuraron. Tres meses después de haber salido de Egipto lle­garon al desierto de Sinaí y acamparon delante del monte de Dios.

Allí subió Moisés a entrevistarse con Dios. El Señor le aclaró que el pacto que estaba haciendo con su pueblo demandaría la obediencia de Israel. Cuando Moisés expuso ante los israelitas todo lo que el Señor le había mandado, el pueblo respon­dió a una como nación: «Todo lo que Jehová ha dicho haremos.» Moisés refirió a Dios las palabras del pueblo.

Entendamos que el pueblo prometió obedecer antes de saber lo que Dios le estaba pidiendo. De todas maneras, una vez que se comprometieron, Dios comenzó a decirles lo que quería que hicie­ran y lo que no hicieran. Les dio los Diez Manda­mientos, con que los instruía para que honraran y respetaran a Dios, a la familia y al prójimo. Des­pués el Señor repitió la ley detalladamente. Les enseñó a tener rectitud en la vida de la comunidad y les dio grandes fiestas para que las observaran: Pascua, Pentecostés y Tabernáculos.

En el monte

Seguidamente, Dios dijo a Moisés que subiera al monte con Aarón, Nadab, Abiú y setenta de los ancianos de Israel, pero que el pueblo se quedara abajo. Lo que sucedió cuando los ancianos subie­ron el Sinaí está narrado en Éxodo 24: 9-11:

Y subieron Moisés y Aarón, Nadab y Abiú, y setenta de los ancianos de Israel y vieron al Dios de Israel… Mas no extendió su mano so­bre los príncipes de los hijos de Israel; y vieron a Dios, y comieron y bebieron.

No sé si podemos captar totalmente lo que el pueblo de Israel sintió cuando vio a sus líderes subiendo por la ladera de la montaña, ni cómo se sintieron los ancianos cuando Dios dijo: «Detén­ganse aquí,» y sacaron su pan y su vino. ¿Qué estarían pensando cuando partieron el pan, lo pa­saron y vieron el fuego abrasador en la nube de la presencia y la gloria de Dios Topoderoso? Cuando bebieron el vino, seguro se maravillaron en aquel que era tan terrible, poderoso y santo; aquel que había hecho todas las cosas.»

Se vieron a sí mismos y vieron sus modos de es­clavos que todavía tenían: faltos de entrenamien­to, malos y despreciables en sí mismos. Luego lo miraron a él, glorioso, santo y poderoso y se pre­guntaron por qué Dios no los había matado. Pero en la majestad de Dios, vieron también su gracia y misericordia. Así comieron el pan del pacto y be­bieron el vino del pacto, en la presencia de Dios y recibieron todo lo que Dios había dicho.

La comida del Nuevo Pacto

Siglos después que Moisés y los ancianos de Is­rael comieron en la presencia de Dios en el monte, una nueva comida y un nuevo pacto fueron esta­blecidos por el Señor Jesús. En la noche que fue traicionado, Jesús se reclinó a la mesa con sus apóstoles. Allí en el aposento alto les dijo: «Inten­samente he deseado comer esta Pascua con voso­tros antes de sufrir» (Luc. 22: 15). Esta era la misma comida que los israelitas habían comido en Egipto, porque el pueblo de Dios era aún esclavo de la oscuridad espiritual. El Señor había ordenado esta nueva hora para partir el pan con su pue­blo, sin levadura, con yerbas amargas, con «ropa de viaje», porque desde este momento, el pueblo de Dios entraría en una nueva jornada.

Jesús estaba comiendo el último remanente de un símbolo que él cumpliría en el propósito de Dios. Desde entonces él sería el Pan de Vida, el Cordero de Dios, del que comerían los hombres para su liberación. Jesús estableció los términos del nuevo pacto y los apóstoles lo ratificaron co­miendo y bebiendo en la cena del pacto.

El día del cumplimiento

Jesús estaba arraigando de nuevo a los discípu­los en los propósitos eternos del pacto de Dios Todopoderoso. Igual que Dios había llevado a Moisés a un monte para celebrar una comida de pacto, Jesús llevó a sus discípulos al Aposento Al­to para el cumplimiento de las promesas del pacto hechas siglos antes por boca de Moisés.

Aunque los ancianos en los días de Moisés se sentaron en el monte y vieron a Dios de lejos, es­tos doce hombres se sentaron y comieron con Cristo. Lo tocaron y lo vieron de cerca. Así como los ancianos vieron a un Dios terrible que era un misterio, estos hombres vieron a Jesús, que había calmado el mar y resucitado muertos, y él también era un misterio. Ellos se preguntaban lo que estas palabras significaban.

Pero tal vez el misterio más grande era otro. Los ancianos del Israel antiguo habían visto y ha­bían comido con un Dios tan temible que se ha­bían preguntado por qué no los había matado, contrastando la maldad de ellos y la santidad de él. Ese día, el hombre estaba en las manos de Dios y él pudo haberlos matado fácilmente. Pero por su gracia no lo hizo. No obstante, cuando Dios en su humildad se hizo carne y se puso en las manos del hombre; cuando Dios comió con el hombre, no a la distancia, sino cara a cara, el hombre mató a Dios en Jesucristo.

Esa noche los discípulos maravillados vieron a Jesús haciendo un nuevo pacto con ellos. Y lo vieron hasta que los soldados romanos lo rodearon. Lo miraron mientras era maldecido, mientras se burlaban de él y lo escupían. Lo vieron mantener su majestad y su dignidad en las circunstancias más degradantes, al Dios cuyo amor de pacto so­porta todas las cosas. Lo vieron finalmente colgar desnudo en la cruz para cumplir su promesa, y sintiéndose vacíos y abandonados lo vieron morir y se preguntaron: «¿Dónde está la Presencia que sella el Pacto?»

Sellados con el Espíritu

Pero, cincuenta días más tarde, después de la Resurrección, los discípulos se volvieron a reunir en un aposento alto como el pueblo de su pacto, la iglesia en Jerusalén. Cuando estaban orando, con un solo corazón, de acuerdo con el pacto, el Espíritu Santo de Dios vino sobre ellos. El mismo Espíritu que estaba en el monte y en la nube llenó el aposento y cayó sobre ellos como lenguas de fuego, para que el sello de la presencia de Dios es­tuviera sobre ellos.

El Señor dijo en el día de Pentecostés (lo mis­mo que había dicho en el Sinaí) «estos son mi te­soro especial sobre todos los pueblos.» Y el poder de Dios se encendió en ellos como en el monte. La santidad de Dios pasó de un monte a un cuer­po de personas; y el poder de Dios en un cuerpo unido por un pacto cambió al mundo.

Como los israelitas de antaño, nosotros tampo­co hemos comprendido la meta para la que fui­mos llamados. Es cierto que hemos sido sacados de entre los gentiles. Hemos compartido el Pan, comido el Cordero y bebido el vino nuevo, juntos en la nueva Pascua. Y hemos visto la nube de la presencia de Dios descender y sacarnos de la es­clavitud.

Sin embargo, todavía no hemos tenido nuestro Pentecostés corporativo; si bien lo hemos tenido individualmente, visitaciones personales del Espí­ritu Santo; todavía no hemos llegado a un mismo corazón y a una misma mente. No podemos cru­zar el Mar Rojo o el Jordán o ninguna otra barre­ra como una turba corriendo salvajemente o en dirección al propósito de Dios. Sólo cuando nos movamos como uno, ascenderemos al lugar al que Dios nos ha llamado.

Cada vez que nos juntemos alrededor de la me­sa, como familia o en la iglesia, recordemos que las manos que nos dan el Pan fueron heridas con clavos para sacarnos de la esclavitud y para hacer­nos una nación santa. Estamos en su presencia. El pacto que recibimos fue hecho por Uno que habi­tó en el monte y que ahora habita en los corazo­nes de los hombres. Si personal y corporativamente nos vemos partiendo el pan y bebiendo en la pre­sencia de Dios entraremos en la armonía de sus propósitos.

Anhelemos el día cuando seamos de una misma mente y de un mismo espíritu, en Jesucristo y la gloria de Dios nos llene como a una sola nación. Que Dios adelante el día cuando podamos juntar­nos para comer el pan de su carne y beber el vino de su sangre en su presencia y recibir como un so­lo pueblo, el pacto y el Espíritu de Dios.

El hermano Charles Simpson pasó a la presencia del Señor el 14 de febrero de 2024. Además de sus responsabilidades pastorales y ministerio internacional, fue presidente de la Junta Directiva de New Wine. Dos de sus hijos viven en Mobile, Alabama y una en Costa Rica.

Reproducido de la Revista Vino Nuevo vol. 5- nº 6- abril 1984