Por Darío Atehortúa

Nos escogió en el Unigénito antes de la fundación del mundo, para que fuésemos apartados para él (santos) y sin contamina­ciones (sin mancha) delante de El» (Efesios 1:4). 

Y para que pudiésemos ser santos, apartados para él y desprovistos de contaminaciones a fin de presentarnos ante Dios sin mancha «como una es­posa ataviada para su marido» y lograr tener parte y arte en las «bodas del Cordero»,

«nos dio a conocer el misterio de su voluntad, según su beneplácito … » (Efesios 1 :9).

Nos abrió la cortina que dejó al desnudo el miste­rio que estaba cerrado; nos hizo partícipes del te­soro de su voluntad al darnos a conocer la salvación en Cristo, y nos partió su propósito como se parte el pan en la mesa y nos lo dio a comer.

«a fin de que seamos para alabanza de su gloria» (Efesios 1: 12).

Cuando hablamos de diseño, estamos penetrando idioma de los arquitectos, ingenieros, albañiles, escultores, maestros de obra, pintores, modistas y artífices en general. No estamos usando una pala­bra particular de un gremio, sino una que puede brillar casi como un sol a la vista de todos.

Un diseño es el trazo profesional, sabio y con­cienzudo de una obra; es la tarea administrativa que realiza el artista antes de hacer su obra; es in­versión talentosa a través de la cual el artista logra utilizar al máximo el espacio disponible en su obra; es la maduración del proyecto a fin de establecer el tiempo que pueda durar la obra, y los recursos a utilizar dentro de la obra que va a ser realizada. Es una frase lacónica: el diseño es la obra antes de la obra.

Dios nos había bosquejado para alabanza de su gloria aun antes que su gloria fuese manifestada y aun antes que nosotros como seres vivos y pen­santes apareciésemos sobre la faz de la tierra. Si usásemos el lenguaje de los relojeros podríamos decir: «nos dio cuerda antes de ponernos a andar.» Dios cumplió el principio humano de la paternidad responsable: «pensó en nosotros antes de crearnos; se hizo responsable por nosotros antes que viésemos la luz de la vida.» Dios había pensado en nosotros antes que nosotros mismos pensásemos en nosotros o en él.

Cuando el arquitecto va a construir una residen­cia, un edificio, lo primero que hace es verificar las medidas; Dios nos midió en su Hijo antes de la fundación del mundo; nos midió en amor, en jus­ticia, en perdón y en adopción con el metro de la entrega total y definitiva de Cristo. Después de la medida, el arquitecto limpia el terreno, lo empare­ja, lo nivela. Dios nos limpió aún antes del derra­mamiento de la sangre de Cristo en la Cruz, pues en su plan infinito ya «el cordero había sido in­molado, separado para el sacrificio» (Apocalipsis 13: 8) nos emparejó por medio de la reconciliación, y nos niveló concediéndonos el derecho de ser llamados hijos (Juan 1: 12).

Después de las medidas corroboradas con el da­to legal, y luego de emparejar el terreno, el arqui­tecto se plantea el para qué de la obra a fin de de­terminar cómo debe acomodar cada aposento para que responda a ese fin. El arquitecto no trabaja a base de accidentes; no hace correcciones según vayan saliendo las cosas. No, ni arquitectos ni ingenieros trabajan tan a «golpe de tambor.» Ellos ya tienen un plan establecido y los albañiles tienen que sujetarse al diseño; nunca el diseño al capricho de los ladrillos o de los ladrilleros. Si un arquitecto trabajase con base a lo circunstancial, podría darse el caso que la cocina quedase en la pura entrada como indicando que a esa casa se entra comiendo, y todo por falta de planeamien­to. No, nunca se trabaja basado en accidentes; los accidentes son la negación del diseño.

Dios no tuvo que cambiar sus planes por el fracaso de Adán y Eva; él no corrigió las cosas mandando un diluvio porque vio el error cometido y trató de alterar su propósito. No, él ya tenía listo su dise­ño para el hombre a manera de propósito inque­brantable. Dios no alteró su propósito cuando después del fallido intento por perfeccionar la ra­za humana después del diluvio, descubrió la mal­dad de los hombres. No, no debió alterar su pro­pósito cuando los babelitas llenos de arrogancia desafiaban la ira divina con una torre de 30 a 5 O metros. No, él no debió idear la confusión de las lenguas como un recurso de «última instancia.» Dios tenía un propósito para el hombre. Lo que ha ocurrido es que el hombre, usando su libre al­bedrío, procura alejarse «a toda velocidad» del diseño divino… Dios nos había ordenado en Cristo antes de tomar barro y concretar su diseño para alabanza de la gloria divina.

El Soberano de la Tierra nos había seleccionado en amor vivo, esto es en Cristo, antes que este pa­raje del universo comenzase su orbitar en torno al sol; ya teníamos ciudadanía en Cristo antes de aparecer como ciudadanos del mundo en la villa del Paraíso en la provincia del Edén.

Habíamos sido diseñados en el glorioso pensa­miento de Dios para que fuésemos santos; había­mos sido separados de nosotros mismos, de nues­tros apetitos egoístas y de nuestro provecho per­sonal como propósito final, y habíamos sido se­leccionados como vasos escogidos para soportar alabanza de la gloria divina … «antes que nacieras te escogí, y antes que te formases te conocí» (Jeremías 1: 5). Hemos sido administrados por Dios antes de la creación para que nuestro pensamiento, nuestro conocimiento, nuestros sentimientos; el lenguaje, el gusto, los impulsos, los recuerdos; nuestras acciones, actividades, nuestra familia, nuestro trabajo y todo nuestro ser… fuese para alabanza de su gloria …

Amados, no hemos sido diseñados para triunfar sobre los demás, ni para que se nos rinda pleitesía; no hemos sido diseñados para que Dios acomode su propósito en nuestro beneficio, sino para que acomodemos todo lo nuestro hacia la realización del propósito divino. Somos parte del propósito divino. Por eso somos la obra pensada desde antes de la creación, somos la obra separada, la obra comprada con el más alto precio, y … la obra adquirida como nación santa somos, pues, para alabanza de la gloria divina… Diseñados para llenarlo todo del más noble, sincero y profundo tributo de admiración, gratitud, servicio y vivas a la expresión tangible de la personalidad de Dios en Cristo … «Por lo cual lo exaltó hasta lo sumo, y le dio un nombre que es sobre todo nombre, para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en los cielos, y en la tierra, y debajo de la tierra; y to­da lengua lo confiese como Señor.» (Fil. 2 :9-11).

El fracaso del hombre es una relación de man­dato y desobediencia. El Hombre ha equivocado el propósito de Dios y ha optado por su propio arbitrio, lo que lo ha llevado a tergiversar el pro­pósito divino; los seres humanos, en su mayoría invierten el quehacer divino hacia el quehacer hu­mano; en lugar de sujetarse a Dios sujetan a Dios bajo sus pies; cambian la gloria divina por la gloria humana; no se dan cuenta que Dios no puede ser gobernado por el hombre, pues el hombre no tie­ne gloria, sino sombra que oculta la verdadera gloria del Creador. El hombre reluce cuando tiene la luz de Dios en sí mismo, de lo contrario, se opaca y tiende a pervertirse.

Veamos qué quiere decir la frase: «A fin de que seamos para alabanza de la gloria divina»:

La palabra clave aquí es: Gloria divina. La Biblia nos da a entender que la gloria divina es la expre­sión de la personalidad de Dios en todas las cosas. Dios se expresa en sus obras sin quedar atrapado en ellas, pero dándoles una huella especial que las realza. «Porque las cosas invisibles de él, su eterno poder y deidad, se hacen claramente visibles desde la creación del mundo, siendo entendidas por me­dio de las cosas hechas … » (Romanos 1: 20). Dios se expresa en su Palabra Escrita, la cual por el cumplimiento de las profecías y el esplendor de sus promesas queda convertida en Palabra de Dios. El Señor se expresa por su Espíritu Santo y sus diferentes acciones en la Iglesia, pero con mayor exactitud y fulgor, la gloria de Dios como expre­sión de su personalidad se da en Cristo.

A través de su gloria, Dios manifiesta lo que es: Alfa y Omega, principio y fin; no que él sea el pri­mero y el último, pues él mismo no tiene princi­pio ni final, sino que él es la causa de todo lo exis­tente; sin él nada tiene sentido porque sólo en Dios el universo ha llegado a ser lo que es. El Ser da origen a lo que existe. Por eso decimos que Dios no existe, sino que es. Lo que existe es resultado de la acción del que es. Al hacer lo que existe, Dios refleja en ello lo que él mismo es.

Por esta razón, el hombre como resultado de la acción de Dios, no puede conocer a Dios, ni tam­poco puede encontrarlo, porque el diseño no puede conocer a su arquitecto, ni el pincel a su ar­tífice. Como el hombre por limitado no puede co­nocer ni encontrar a Dios, Dios toma la iniciativa y le sale al paso al hombre; se nos descubre a tra­vés de su gloria; es decir, a través de la expresión de su personalidad. El Señor se nos da para que nos llenemos de él y le podamos conocer; se nos da poco a poco … esta es la idea que desarrolla San Pablo al ir de rudimentos a vianda. Porque es Dios quien se nos revela, toda la tierra será llena del conocimiento de Dios y de su gloria, así como las aguas llenan la mar (Habacuc 2: 14). Notemos que la tierra será llena de Dios y no Dios del conoci­miento humano, ni de los pormenores de la tierra; es la tierra y todo lo que en ella hay que será ple­namente saturada de la gloria divina.

En forma práctica: cuando Dios se da a cono­cer, él llena aquello a lo cual se le ha mostrado. Fue por eso que el mar Rojo se abrió al impacto de la expresión de la personalidad divina en cuan­to a su poder; la roca, dura e inerte se vio tan lle­na que abrió sus entrañas y dejó escapar agua; la zarza no pudo abstraerse y fue revestida de fuego purificador sin consumirse: el aire mismo en su frialdad matinal se transformó en maná; la tempes­tad se calmó al toque de la vibración sonora de la voz de Jesús, y el río Nilo fue herido como solda­do en guerra ante el toque de la gloria divina en la vara de Aarón.

La dádiva humana y la Dádiva divina

Cuando los seres humanos damos, extendemos posesiones extraídas de la misma naturaleza física, pero no nos damos a nosotros mismos. Quizás la única forma en que podríamos dar de nosotros mismos es el pensamiento verbal o impreso, aun­que en el fondo quedamos intactos y las cosas a las que va dirigido nuestro pensamiento o nuestra palabra pueden recibir o no lo que le damos. Nues­tro dar es muy limitado porque nosotros mismos somos limitados y las cosas y seres que nos rodean son también limitados. Dios, en cambio, por la in­mensa amplitud de su ser, que es ilimitado, le imprime a las cosas un algo, llamado gloria, que las hace diferentes. Dios penetra en las cosas y las lle­na de su sello; les imprime espíritu, vida, movimien­to, sentido, valor, llenura divina. La dádiva huma­na es corta como su existencia, en tanto que la divina cumple en sí misma el salmo 19: 1: «Los cielos cuentan la gloria de Dios y el firmamento anuncia la obra de sus manos.»

La nota mayor de la dádiva divina es que El mis­mo se nos dio en Jesucristo y por eso nos llena de vida, de su Espíritu. La gloria divina es la proyec­ción viva de su ser en las cosas. Una lámpara alum­bra sin traer la atención sobre sí misma, sino so­bre las cosas iluminadas. Podríamos decir que la lámpara da su gloria, expresa su esencia iluminan­do todo y otorgándole con su luz forma, color, sentido. Cristo Jesús es la lámpara divina. El es la Luz del mundo; él nos llena de la luz divina y nos imprime el sello de reconocimiento sincero, pro­fundo y noble a Dios; nos hace aptos para alabar, para expresar gratitud al Señor.

Hemos sido diseñados para alabanza de la gloria divina que se hace perceptible, conocible y apre­hensible en Cristo Jesús. Cristo es, pues, la gloria divina; es Dios al alcance de la mano del hombre. Por eso Pablo no tuvo ambajes en afirmar: «El es la imagen visible del Dios invisible,» la fiel expre­sión de la personalidad del Creador (Colosenses 1: 15); toda la tierra: pueblos, naciones y lenguas a una le alabaremos; le rendiremos tributo de admi­ración, gratitud y vivas a Jesús como la humaniza­ción de la divinidad; estamos llamados a engrande­cer a Dios dándole loor a su gloria viva: Cristo Je­sús. Es por eso que en Cristo está escondido el co­nocimiento del Altísimo y en él habita corporal­mente toda la plenitud de la deidad (Colosenses 2:3 y Colosenses 2:9). Con sobrada razón el pro­pósito final para la creación es ser reunida en Cristo Jesús en la dispensación del cumplimiento de los tiempos; todo lo que está en el cielo, en la tierra y aun debajo de la tierra seremos reunidos en Cristo Jesús.

¿Cómo podemos ser alabanza de la gloria divina?

Cuatro son los principios generales para llegar al cumplimiento del diseño que somos para alaban­za de la gloria divina:

  1. Aceptando el señorío de Cristo sobre noso­tros. Esto quiere decir que le confiamos a él, voluntariamente, la administración de nuestra vida. Tal confiarle, demanda la renuncia total y definitiva de lo nuestro como objetivo, y la escogencia de lo divino llega a ser apetencia fundamental en nosotros. Esto no quiere decir que de ahora en adelante vamos a ser haraganes para que Dios vea qué hace con nosotros. ¡No! Ahora activamos con máxima potencia para dar honor a Dios; ahora, en lugar de decir: «Haré esto, haré aquello,» decimos: «Señor, haz en mí tu voluntad; si esto te enaltece: prospéralo. Si no, ¡derríbalo!;» es asumir la sentencia: «Y todo lo que hagáis, hacedlo en el nombre de Jesús, dando gracias a Dios Padre por medio de él» (Col. 3: 17).
  2. Apartarse del pecado y del viejo hombre que está pegado a nuestra personalidad como un muerto. Si hemos sido comprados por Cristo, ¡no arrastremos más nuestro muerto! «Nos escogió para que fuésemos santos,» esto es: apartados pa­ra él. Este apartarse no es asunto automático, sino que va de la mano con tomar la cruz e ir en pos de Jesús. No es la cruz de los problemas diarios, pues tal avalancha de complicaciones no es cruz, no es sacrificio, sino el resultante lógico de lo que he­mos sembrado.

Mucha gente ha entendido mal eso de llevar la cruz. Hay un hermano que va por los países con una cruz a cuestas y enseña a todos las heridas que le causa para llamar la atención acerca del enorme sacrificio hecho por Cristo en la Cruz. Este hermano hace esto porque ha creído en un llamamiento al ministerio profético como en el Antiguo Testamento, y está dramatizando el men­saje. Nosotros no aprobamos o desaprobamos eso, sólo que la cruz definida por Jesús en Lucas 14: 2 7 no se refería a palos labrados o ásperos, ni a pro­blemas diarios. Jesús tenía muchos problemas:

  1. a) Sus hermanos no creían en él; b) Los discí­pulos eran hombres ambiguos: Pedro, con do­blez de ánimo; Tomás, muy incrédulo; Juan y Santiago, queriendo ocupar una curul en la cor­te celestial; Mateo como publicano y Simón como revolucionario judío, podrían, en cualquier momento sacar sus antagonismos, sobre todo cuando disputaban acerca de quién sería el mayor entre ellos; e) Los fariseos y sa­duceos querían matarlo antes que él cumpliera su cometido de morir en la cruz; d ) Un pueblo lo seguía tratando de estar presente cuando multiplicara otra vez el pan, o convirtiera el río Jordán en vino. A lo mejor creían que la promesa de «tierra que fluye leche y miel» era lite­ral y ellos seguían para ver las piedras convertir­se en lecherías. Jesús tenía muchos problemas diarios, pero él sabía que la cruz no era eso. Eso era cualquier cosa. Nuestra cruz es la obediencia diaria al Señor. En la medida en que obedezcamos, superaremos el «añejo caballero» o la «arcaica dama» que llevamos dentro. Eso sí que es cruz.

La psicología trata de sacar ese vie­jo hombre por psicoanálisis en Freud; por la neurosis del vacío en Young; por las transaccio­nes en la revolucionaria técnica de Erick Berne. La Psicoterapia de Jesús la saca por la obedien­cia y la sujeción. ¡Basta de chineos al ego! ¡Bas­ta de acariciar nuestro enfermizo «caballerito» o «mujercita» que se rebela contra los precep­tos de Dios y nos lleva a darnos gusto, aunque ello represente el disgusto del Señor! Este apar­tarnos nos corresponde. Es lo que Pablo afirma en Efesios 4:22-32 con especialidad en los ver­sos 22-24 con verbos activos: despojaos, reno­vaos, vestíos. Tú y yo tenemos que apartarnos del pecado luchando contra nosotros mismos. No, esa lucha no la hace el demonio… a menos que demonio sea nuestro segundo apellido.

Se dice que cien varas abajo estaba el diablo lloran­do porque todos los cristianos le echaban a él la culpa de sus errores, y decía: «esa es una injus­ticia.» Vencernos a nosotros mismos es obede­cer a Dios, y esto da alabanza a quien se venció a sí mismo para darnos su triunfo: Cristo Jesús. Por eso dice: «Aprended de mí.»

  1. Descontaminarnos de lo pasajero y de lo que no glorifica al Señor. Malas juntas, pensamien­tos indecorosos (morbosos) y llenos de injusticia; sistemas con trampas y explotación a los demás como los melodramas, los sutiles chantajes caseros, los escandalosos chantajes públicos; lenguaje de queja; largas oraciones de peticiones que convierten a Dios en limosnero a nuestro favor; chantaje a la divinidad como es enojarnos cuando no reci­bimos lo que pedimos. Todo esto contamina nues­tro ser. Hay muchas acciones, actitudes, costum­bres sociales como cigarrillo, alcohol, «canitas al aire,» juegos de azar, y cientos de sueños despier­tos que nos contaminan y no permiten que la justicia de Dios actúe en nosotros.

No se trata de una nueva moral, sino de una nueva vida hasta llegar a la estatura de Cristo. El tuvo todo el derecho de hacerle el juego social a los vicios de su época, o de tirarse una «canita al aire.» No faltó quien se lo sugiriera: «Porque no tenemos un sumo sacer­dote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades, sino uno que fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado» (He breas 4: 15); sin embargo, él, quizás afirmando el pensamiento de Pablo: «Todo me es lícito, pero no todo conviene,» afirmó su rostro hacia Jerusalén y dijo: «No mi voluntad, si­no la tuya.»

No sé cómo a veces somos tan necios que, teniendo dueño, queremos seguir siendo nues­tros y nos concedemos ciertas contaminaciones dizque aduciendo de liberales. Quizás no seamos liberales, sino libertinos moderados. Si hemos sido diseñados para alabanza de su gloria, ¿Dónde queda el diseño de honor propio como gloria a qué aferrarnos? ¡Seguro se va al suelo! Hemos si­do comprados por precio. ¡Seamos consecuentes a ese pago y hagamos lo que a él le beneficia! ¡Si luchamos por chineos propios, estaremos demos­trando que no hemos aceptado el pago que se hi­zo por nosotros … estaremos siendo rebeldes e in­justos porque nuestro deber es obedecer a aquel que nos compró con su ¡vida total licuada en la cruz con jugo celestial en su sangre!

De Dios no nos podemos esconder, ni a él le haremos trampa. Quizás consideremos que las contaminaciones son nuestro derecho particu­lar, pero Dios que todo lo sabe, desmentirá nues­tro argumento con el suyo en Cristo. Allí será el lloro y el crujir de dientes y vergüenza sobre ver­güenza porque cuando hubo oportunidad de no pasar vergüenza, hicimos lo malo ante sus ojos, aunque los demás seres humanos no se dieron cuenta …

  1. Penetrar más en la persona de Cristo dejándonos guiar por el Espíritu Santo.

Más humillación ante Dios, menos amor propio;

Más oración en alabanza, menos quejabanza;

Más gloria a Dios, menos petición;

Más dejarle actuar a El desde nosotros, menos hacerle actuar a favor de nosotros;

Más búsqueda de verdad en Jesús, menos vida de mentiras en nuestro ego.

Solo penetrando en Cristo de la mano del Espí­ritu Santo seremos verdadero diseño para tri­buto de admiración, respeto, servicio y ministra­ción de la expresión profunda de la personalidad de Dios en Cristo Jesús.

Seremos entonces:

Sacerdotes del Altísimo; pueblo adquirido para alabanza del Rey; soldados que pre­gonan la victoria de Cristo, aunque todavía suene metralla; Iglesia que, aunque peregri­na, deja huella de amor y siembra la tierra de la semilla divina.

Jaime Dario Atehortúa es pastor de la lglesia Bíblica de Curridabat, Costa Rica, y colaborador del folleto noticioso «Entre Nos».

Reproducido con permiso del autor.

Reproducido de la Revista Vino Nuevo vol. 5-nº 3 octubre-1983