Por Hugo M. Zelaya
Dios nunca tuvo la intención de hacer del trabajo una maldición. Antes de que Adán lo desobedeciera, el Señor hizo un huerto y se lo encargó para que lo cuidara: «Tomó, pues, Jehová Dios al hombre, y lo puso en el huerto de Edén, para que lo labrara y lo guardase» (Génesis. 2: 15). Nadie discutiría que la labranza de la tierra es uno de los trabajos más arduos. La palabra hebrea traducida guardar significa ponerle cerco, proteger, atender. Todo eso también es trabajo.
El trabajo de Adán en el huerto era físico y mental. Dios le trajo todo animal creado, le dijo que los observara y les diera un nombre según su manera de ser: «y las trajo a Adán para que viese cómo las había de llamar» (v. 19). Después de su trabajo con los árboles y las plantas del huerto, Adán miraba a los animales con detenimiento, descubriendo sus características particulares y les daba un nombre que estuviera de acuerdo con su forma y ordenamiento.
Notó por ejemplo, que los peces eran tímidos, prolíficos y se movían con rapidez, y les dio un nombre que significa todo eso. Vio que la serpiente era sigilosa, observadora, se comunicaba con un siseo y tenía ojos que encantaban y eso es precisamente lo que significa su nombre. Las aves caminaban dando pequeños brincos, iban y venían, se levantaban temprano y les dio nombre que describe cómo son.
La agudeza mental de Adán era tal que, aun cuando no llegó a desarrollarse a su máximo potencial, pondría en vergüenza a cualquiera de nuestros sabios y científicos más grandes. Adán hacía todo su trabajo físico y mental con la mayor de las alegrías. La tierra en sus manos le producía un deleite inexplicable y su responsabilidad hacia los animales lo llenaba de satisfacción.
Imagínese usted viviendo en un vacío completo, sin ver ni oír, ni tocar, ni hacer nada, y de pronto encontrarse en medio de cosas y seres increíblemente hechos. Ejercitar los músculos y la mente sería el mayor de los placeres.
Pero vino la desobediencia y Dios tuvo que castigar y maldecir. La maldición cayó sobre la serpiente y sobre la tierra. El castigo fue para el hombre y la mujer. Antes, su subsistencia venía directamente de Dios. Ahora, tendría que trabajar para comer. Pablo lo interpreta así en el Nuevo Testamento: «Si alguno no quiere trabajar, que tampoco coma» (2 Tes. 3: 10).
Antes la tierra producía por la palabra de Dios y el hombre comía el fruto del trabajo de Dios. Ahora Dios le ordena que él mismo haga producir a la tierra. La tierra maldecida se rebela contra el hombre y produce cardos y espinos. El hombre tiene que ejercer su fuerza más allá de los límites del placer y de la alegría para lograr el pan de cada día.
Antes el trabajo no le fatigaba. Ahora le causa cansancio, molestia y fastidio. El sudor de su frente se convierte en el símbolo de su desobediencia. Cada vez que suda, se acuerda de su pecado y de cómo eran las cosas antes de querer independizarse de Dios.
El huerto era parte del plan de Dios para permitir que las capacidades físicas, mentales y espirituales de Adán se desarrollaran hasta llegar al máximo de su expresión. Sin ser él Dios, Adán sería un dios, su más clara expresión sobre la tierra. El trabajo era parte del plan original del Creador para que su creación alcanzara los niveles de perfección con los que él la había diseñado. Dios había dejado intencionalmente cosas sin hacer para involucrar al hombre en el trabajo de la creación. Su trabajo era creativo y parte de la bendición de Dios.
Esta es la intención de Dios para nosotros también, pero aparte de él, cualquier bendición, por más especial y deleitosa que sea, produce cansancio, molestia y fastidio.
Reproducido de la Revista Vino Nuevo vol. 5-nº 4 febrero- 1984