Por Hugo M. Zelaya

» … Ya se oye el ruido del aguace­ro» (1 Reyes 18:41 V.P.).

La Biblia dice que Elías era un hombre sujeto a las mismas pasiones que tenemos los humanos. Sin embar­go, también era un hombre extraordi­nario; hoy diríamos: fuera de serie. Su semejanza con los otros de su especie se detenía donde empezaba su confian­za en el Dios Todopoderoso. En los momentos más difíciles, cuando su vi­da y ministerio estaban en juego, Elías depositó absolutamente todo en las manos de su Dios.

Debido a la idolatría de Acab, el rey de Israel, y de su esposa, la perver­sa Jezabel, el pueblo de Dios se había apartado de él, y Dios en su gracia y misericordia busca la manera de hacer­los volver. Elías, el tisbita, vestido en su manera peculiar, se aparece en la corte del rey para hacer un anuncio. ¡Qué contraste entre el profeta de Dios con su indumentaria de pieles, de rústica apariencia y modales directos; y el afeminado Acab con sus perfumes y ropa delicada! ¡Qué contraste, aún más profundo, de autoridad! El rey, supuestamente debía representar la au­toridad civil de Dios, pero su corazón estaba lejos de la fuente de su poder y era débil; Elías, sin embargo, encarna autoridad, poder y determinación divi­na. Sin anunciarse siquiera, ni mandar tarjetas de presentación, irrumpe en la corte del rey, en la narración, y en la historia, y hace su anuncio: «No llove­rá, ni caerá rocío hasta que yo lo diga» (l R. 17:1).

Por tres años y medio hubo una gran sequía en todo el país y el ham­bre era grande. Acab busca a Elías, pe­ro Dios lo esconde hasta que ya es tiempo de confrontar a su pueblo con una decisión. Qué terrible es forzar la mano de Dios para que trate de esa manera con nosotros. No significa que él lo haga arbitrariamente; ya le hemos dado nuestro permiso cuando venimos a él por primera vez. Es la única mane­ra en que nos acepta: totalmente ren­didos y entregados para que él haga lo que sea necesario para limpiarnos y mantenemos en comunión con él.

El agua escaseaba, por supuesto. Elías manda a preparar un altar y reta a los profetas idólatras para que pidan a su dios una demostración de su po­der. «Quien responda enviando fuego, ése es el Dios verdadero» (1 R. 18: 24). Los profetas de Baal insisten inútil­mente. Ahora le toca a Elías. «Mojen bien el sacrificio», ordena. «Echen más agua, más, más». Tres veces man­dó que lo hicieran, pero no contento todavía, él mismo tomó parte en la ac­ción y llenó las zanjas que rodeaban el altar. «Qué desperdicio de agua», hu­bieran dicho algunos. No había ni se­ñales de lluvia y el agua se estaba to­mando de las últimas reservas. Pero Elías no hacía alardes de su confianza para satisfacer a un ego enfermo. El honor de Dios estaba por delante. La salvación de toda una nación era lo que se perseguía. Dios lo requería to­do en el altar.

¡Qué lección más grande para no­sotros! Si queremos ver a Dios gober­nando sobre las vidas de su pueblo, y su honor restaurado ante un mundo perverso que lo desprecia, porque los que se dicen pertenecer a él no han de­mostrado su poder, entonces nosotros también tenemos que traer todo lo que somos y tenemos para ponerlo en el altar.

Demasiado riesgo, dicen algunos. Si Dios no manda el fuego, los profetas de Baal tomarán su venganza. Si man­da el fuego y no manda la lluvia, me quedaré sin la poquita agua que tengo. ¿Será posible aprender algo de Elías? ¿De ejercitar un poco la confianza que se anida en el corazón de todo cristia­no? Si tratamos de preservar lo que te­nemos lo perderemos todo. Pero, si por la gracia y la misericordia de Dios tenemos el valor de poner todo en el altar, lo que somos y tenemos, no im­porta cuánta agua parezca que haya­mos perdido, no será nada comparado con la abundancia del aguacero que se avecina.

Reproducido de la Revista Vino Nuevo vol. 5- nº8 -agosto 1984