Por Charles V. Simpson

Dios quiere darnos una visión más clara de lo que somos – nuestra identidad. Hasta ahora, nues­tra percepción al respecto ha sido inexacta. Si ma­duramos y encaramos las responsabilidades de la vida, Dios nos iluminará para que sepamos lo que significa ser Su pueblo. El Salmo 40 nos dice cuál es nuestra predisposición como pueblo de Dios.

Sacrificio y ofrenda no te agrada; has abierto mis oídos; holocausto y expiación no has demandado.

Entonces dije: He aquí, vengo; en el rollo del libro está escrito de mí;

El hacer tu voluntad, Dios mío, me ha agra­dado, y tu ley está en medio de mi corazón. (Sal. 40:6-8).

En estos días Dios nos ha llamado para celebrar nuestra vida y nuestra relación de pacto con El y uno con el otro. También nos llama a recordar y conmemorar lo que Jesús hizo en el aposento alto cuando celebró la cena del nuevo pacto y, cin­cuenta días después, cuando escribió por el Espí­ritu Santo, ese mismo pacto en el corazón de los discípulos.

Al celebrar las verdades que Dios nos ha dado en nuestro caminar juntos, oímos su lla­mado a comprometernos de nuevo con El, con nuestros hermanos, con nuestro patrimonio espi­ritual, y sobre todo con Su propósito en la tierra. Jesús, nuestro ejemplo, declaró: «He aquí, vengo a hacer tu voluntad, Dios mío». De la misma ma­nera, el llamamiento es a comprometernos con la suprema voluntad de Dios. 

¡Somos un pueblo que camina en dirección opuesta a la sociedad en que vivimos! Esa sociedad está en un curso de degeneración: es un pro­ceso de decadencia. Nosotros estamos en uno de regeneración. Ella va huyendo; nosotros avanzan­do. Ella se deleita en donde está; nosotros estamos en marcha examinando de dónde hemos veni­do y adónde vamos. Nos dirigimos en oposición directa a las fuerzas que dominan esta sociedad humanista en que vivimos.

¿Qué significa en esta hora ser parte del pueblo de Dios? Quiero enfatizar que somos «parte» porque ninguno de nosotros cree ser la totalidad, ni siquiera ser por el momento una porción apre­ciable de su pueblo. Somos sólo una parte, tal vez muy pequeña, pero pertenecemos al pueblo de Dios. Sin embargo, todavía se hace necesario que consideremos lo que eso significa.

La ciudad de Dios

El pueblo de Dios es una ciudad con fundamen­tos. Pablo dice en 1 Corintios 3; 10-15:  

Conforme a la gracia de Dios que me fue da­da, yo como sabio arquitecto establecí un fun­damento, y otro está edificando sobre él. Pero cada uno tenga cuidado de cómo edifica enci­ma.

Porque nadie puede establecer otro funda­mento que el que está puesto, el cual es Jesu­cristo.

Ahora bien, si sobre el fundamento alguno edifica con oro, plata, piedras preciosas, made­ra, heno, paja,

la obra de cada uno se hará evidente, porque el día la descubrirá, pues con fuego será reve­lada, y el fuego mismo probará la calidad de la obra de cada uno.

Si permanece la obra de alguno que ha edifica­do sobre el fundamento, recibirá recompensa.

Si la obra de alguno es consumida por el fue­go, sufrirá pérdida …

El edificio que Dios nos ha ordenado construir tiene fundamentos. Tiene que ser edificado sobre la solidez de la piedra angular que es Jesucristo y también sobre el fundamento de los apóstoles y los profetas como dice Efesios 2:20.

Este fundamento son las relaciones de pacto. Jesús tomó hombres que sabían cumplir con un pacto y los moldeó según su deseo. No escogió a los mejores hombres en términos de habilidad, sino que los escogió por su integridad y por su capacidad de recibir enseñanza y entrenamiento. Jesús puso solidez en ellos. No solo los metió en algo, sino que puso algo dentro de ellos.

Entonces, un día, mientras comían la Pascua, que era la cena del Pacto, les dijo: «Este es mi cuerpo y mi sangre que les doy». Cuando ellos recibieron estos elementos de compromiso, un fuerte vínculo se formó entre Cristo, la piedra angular, y los apóstoles y profetas fueron in­cluidos también como parte del fundamento so­bre el que edificaron los profetas que vinieron después.

Israel cayó y Jerusalén también, pero el fun­damento y la Iglesia sobrevivieron, La Iglesia cayó sobre Roma y literalmente conquistó su imperio. Roma cayó, pero la Iglesia sobrevivió. Avanzó sobre Europa y dominó a las culturas pa­ganas con su mensaje de pacto. Europa se levan­tó para ejercer su soberanía sobre el mundo en­tero a través del colonialismo, pero luego se de­bilitó mientras que la Iglesia permaneció fuerte. La Iglesia vino a América y sentó sus raíces en tierra nueva y creció. La civilización occidental pudiera estar a punto de caer, pero la Iglesia no está edificada sobre ella. Ya estaba en el mundo antes que ella y continuará.

Hemos pasado por tiempos en los que los teó­logos y algunos líderes eclesiásticos han retado el fundamento sometiendo a la santa palabra de Dios a todo tipo de crítica. La Iglesia ha resisti­do cien años o más de escepticismo cuando pudo haber ejercido su influencia piadosa. Escuelas completas se han levantado para picar y cincelar nuestros fundamentos, para cuestionar a Jesús, a Pablo y a Pedro en un intento de rebajarlos al nivel de la fragilidad humanista.

No cuestionamos nuestros fundamentos, sino que nos examinarnos a nosotros mismos. No es Pablo, ni la Biblia, ni Jesús que están en juicio. Es la Iglesia de nuestros días y la sociedad secular que se juzgan. Ya es tiempo que dejemos de enjui­ciar a la Biblia y dejemos que esta nos juzgue a nosotros. El fundamento ha permanecido.

Usted y yo tenernos que edificar sobre el mis­mo fundamento. Nosotros somos los que tenernos que probarnos, los que debernos tener cuidado mientras edificamos para poner solo oro, plata y piedras preciosas en el templo de Dios. Él vela so­bre su edificio y prueba nuestros corazones para ver con qué material construirnos. El material tiene que ser eterno como el pacto. Lo que hace­rnos hoy debe tener la misma calidad de compro­miso que tuvieron los apóstoles en sus días.

Descubriendo nuestro patrimonio

Desde que me di cuenta que tenía un patrimo­nio, nació en mí el deseo de conocerlo mejor. Crecí bajo el ministerio de mi padre, quien siem­pre predicó que las Escrituras eran la palabra de Dios y la regla con la cual somos medidos. Sa­biendo esto no podemos permanecer estáticos, si­no que debernos comenzar a excavar, como en una expedición arqueológica, para desenterrar más de las verdades de Dios y de nuestro patrimo­nio.

Eso me llevó a predicar del libro de los Hechos en 1964. Literalmente, mi predicación me con­venció a mí mismo de la realidad del bautismo en el Espíritu Santo. Cuanto más declaraba lo que é­ramos, más comprendía que no éramos lo que de­cíamos. Y entonces, no porque fuese digno o es­tuviese completamente santificado sino porque estaba sinceramente hambriento, me bautizó en el Espíritu Santo.

Fue una experiencia maravillosa. Llegué a esa experiencia, no porque buscara ser un carismático o un pentecostal, sino porque quería ser como en el Nuevo Testamento. De alguna manera se marcó en mi alma como con hierro candente, que la meta que debía tener era llegar a ser un cristiano del Nuevo Testamento. Es en verdad una norma muy alta porque el Nuevo Testamento registra la marca que hicieron nuestro Señor y sus discípulos. Que­ría ser lleno del Espíritu para cumplir con la vo­luntad de Dios y ponerme en la fila de aquellos que me habían precedido.

Años después, en 1977, visitamos Europa junto con algunos hermanos cristianos y nuestras familias. Cuando entramos en Bélgica y en otros paí­ses europeos y caminamos por las calles observan­do aquellas estructuras góticas que se remontaban hasta el siglo doce y once, recordé que algunos de mis antepasados anabaptistas habían sido juzga­dos en esas cámaras y ahogados en los ríos cerca­nos. Comencé a prestar más atención a mi suce­sión.

En Bélgica, nos encontrarnos con un querido amigo, un Cardenal que nos había asombrado por su apertura. En el curso de nuestra conversación, hizo el comentario que para encontrar la unidad era necesario ir muy atrás en nuestro patrimonio. «Tenernos que ir a Jerusalén, hasta el aposento alto». Comprendí que para encontrar el funda­mento real de la unidad, tenemos que regresar hasta el pacto. No podemos detenernos en el ca­mino cuando la calidad de las piedras se cambió de diamantes a piedra arenisca. Es necesario que regresemos al fundamento original.

Días después viajamos a Roma. Fuimos a las catacumbas, donde los cristianos del siglo segun­do, tercero y cuarto fueron enterrados después de haber sido asesinados por su fe en Jesucristo. Tuvimos el privilegio de entrar por debajo de la catedral de San Pedro donde se había excavado un viejo cementerio. Pudimos observar los cam­bios que se llevaron a cabo cuando Roma se con­virtió del paganismo al cristianismo por las mar­cas en las tumbas.

Luego viajamos a Jerusalén. Visitamos el apo­sento alto (una réplica del original), donde la Santa Cena se había celebrado y cuando estába­mos compartiendo la cena del Señor, la presen­cia de Dios se hizo evidente y sentí que estába­mos sobre el suelo donde se había hecho el Pac­to. Nos acercábamos aun más a nuestros funda­mentos.

Visitamos también; los terrenos del templo, donde tuvimos la oportunidad. de entrar con nuestros hijos a un área permitida solo para los hombres según la costumbre judía ortodoxa, el lado interno el Muro de las Lamentaciones. Ba­jamos por una excavación al lado de una pared del antiguo templo donde había un tiro que des­cendía l0 o 15 metros. Abajo se distinguían las piedras del templo original, notablemente dife­rentes a las piedras que había encima. Las piedras cercanas a la superficie eran más pequeñas, menos uniformes y gastadas por el tiempo, pero no las originales. Estas, que estaban abajo, eran perfectas, sus orillas eran biseladas y sus junturas ensam­bladas. En todo lo que se podía ver, las piedras viejas estaban firmes, como en el principio.

Algo espiritual sucedió mientras examinábamos esas piedras. El poder y la presencia de Dios vino sobre nosotros mientras todos pensábamos la mis­ma cosa: «Los fundamentos están allí todavía. Debajo de todo el cascajo y las adiciones que no pasaron la prueba del tiempo, los fundamentos han sido protegidos. Están allí todavía». ¡Cómo deseábamos descender y desenterrarlos para poderlos examinar!

«Debajo de todo el cascajo y las adiciones que no pasaron la prueba del tiempo, los fundamentos han sido protegidos».  

El pueblo de Dios tiene un fundamento que permanece seguro. Nuestra meta es redescubrirlo para que podamos guardar la fe con el Fundador. Como Iglesia y pueblo de Dios, no nos pertenece­mos a nosotros mismos; somos de Dios.  

Cuando el arquitecto dibuja el plano, el cons­tructor mantiene su fe en él. No toma el plano y decide que es bueno y aprecia las ideas, para construir luego según su propia dirección. No. Edifica de acuerdo con los planos.

Éxodo 40:33 dice que Moisés terminó el Taber­náculo exactamente como Dios le había mandado y el resultado fue que la nube de su presencia lo llenó. Moisés guardó su fe en el Arquitecto.

Nosotros somos la casa de Dios y si, como Moi­sés, tenemos el valor de edificar exactamente co­mo manda Dios, entonces él dirá: «Esa es mi casa. La llenaré con mi gloria». El pacto quedará en pie si mantenemos nuestra fe con el Fundador. Guardar la fe es la marca del pueblo de Dios.

No es fácil guardar la fe y ser la clase de cons­tructores que Dios quiere. No lo hacemos porque nosotros queramos; lo hacemos porque pertenece­mos a Dios. Estamos en su pacto y guardaremos la fe.

En Filipenses 3 Pablo dice: «Prosigo hacia el blanco para obtener el premio del supremo llama­miento de Dios en Cristo Jesús». Jesús, los após­toles, Pablo, los padres de la Iglesia, ya han alcan­zado el blanco. De nosotros depende guardar la fe con el blanco.

Cuando la Biblia habla de proseguir hacia el blanco en cierto sentido dice: «No pongas una meta inferior. No le pongas un nombre impresio­nante para ofrecer luego un producto inferior». Estamos aquí para volver a darle calidad a la pala­bra «compromiso», y contenido a la palabra «pac­to» y hacer que la palabra «cristiano» signifique «como Cristo». Todavía nos falta mucho, pero hemos fijado los ojos en el blanco. Queremos guardar la fe con el Fundador. Ser el pueblo de Dios significa caminar en la misma calidad de compromiso y estilo de vida de nuestros funda­dores.

Conociendo los comienzos  

Para ser como dicen las Escrituras que somos, necesitamos conocer más nuestros comienzos. Cuando olvidamos el principio, el fin no está muy lejos. Necesitamos saber más de «la piedra de don­de fuimos cortados» (Isaías 51: 1).

Algunos de nosotros creemos que hemos sido liberados de una disciplina legalista en el estudio de la Biblia. Pero no se equivoque: la Biblia es el relato de nuestros principios. Si no sabemos lo que dicen las Escrituras, entonces tampoco cono­ceremos el plano arquitectónico. No hay substitu­to, ni palabra reciente que se compare con la Bi­blia. Todo lo que somos y decimos tiene que juz­garse con la medida probada – Las Escrituras.

La misma Biblia está especialmente interesada con los principios. Cuando dice: «En el principio creó Dios … » no había nadie que pudiese haber escrito eso. Por lo tanto, Dios tuvo que haber sentado a Moisés en alguna ocasión para decirle:

«Moisés, quiero decirte cuáles fueron tus comien­zos para que conozcas mis propósitos». El Salmo 78 dice que los padres deben recordar a sus hijos las cosas que Dios ha hecho en el pasado.

Jesús estaba comprometido con el principio y lo demostró cuando trató con el asunto del di­vorcio. En respuesta a la declaración de los fari­seos que Moisés había permitido el divorcio, Je­sús respondió: «Por la dureza de vuestro corazón, Moisés permitió que os divorciéis de vuestra espo­sa; pero no ha sido así desde el principio». (Mat. 19:8).

Note que para obtener su respuesta, Jesús re­gresó al principio. Creo que si llevásemos hoy nuestras preguntas a Jesús diciendo: «Señor, ¿es ésta la manera correcta?» El nos diría: «¿No ha­béis leído cómo era en el principio?» Necesitamos mirar de nuevo a nuestros comienzos. No solo me­morizar versículos, sino entenderlos para saber de dónde venimos y lo que somos.

Cuando era pastor de una congregación bautis­ta, acostumbraba regalar a los nuevos convertidos y miembros de la iglesia, un librito verde titulado:

«Lo Que Creen los Bautistas y Por qué Lo Creen». Cuando fui bautizado en el Espíritu San­to, uno de mis diáconos, un cristiano sincero, agi­tando ese librito verde en mi cara me dijo: «Pas­tor, su experiencia no está en este libro». Yo le contesté: «Bueno, ese librito que tienes allí tes­tifica que nosotros creemos este Libro grande que tengo aquí sobre mi escritorio. Si bien mi expe­riencia no está en ese librito que tienes, sí está en este Libro grande. Dios no me llamó para predi­car ese librito verde; sino su Libro grande, la Bi­blia».

Tenemos que meternos en el Libro grande y descubrir qué es lo que dice de nuestros comien­zos y de lo  que Dios quiere que podamos respon­der a nuestra generación. No es suficiente decir que creemos en la Biblia. Tenemos que saber cuál es la intención y propósito original de Dios, que están escritos allí y que obedeceremos lo que allí dice.

Necesitamos mirar de nuevo a Jesús, nuestro histórico y resucitado Señor. El es la respuesta a la pregunta: «¿Qué es lo que Dios realmente quie­re?» Necesitamos una mejor comprensión de su naturaleza y de sus métodos para discipular, en­trenar y comisionar a los hombres. El dijo «Yo soy el Primero y el Ultimo, el Alpha y el Omega, el Autor y Consumador de tu fe». Las Escrituras dicen que la plenitud de Dios mora en él corpo­ralmente, por lo tanto nos incumbe conocerle bien. Necesitamos estar en la capacidad de decir­le a nuestra sociedad: «tenemos una razón de ha­cer lo que estamos haciendo y ustedes pueden te­nerla si miran a Jesús, la piedra angular de nuestro fundamento».

Tenemos que ser juzgados constantemente por el relato de nuestros comienzos y por los funda­dores. Necesitamos estudiar y conocer mejor la historia de la Iglesia. Tenemos un gran reto en la comprensión de la historia y sus implicaciones en nuestras vidas. No podemos ignorarla ni rebelar­nos en contra suya. Rebelarse contra la historia es como romper el certificado de nacimiento y des­truir las fotografías de nuestros padres. No pode­mos escaparnos de la realidad de nuestro naci­miento y de cómo llegamos hasta aquí.

Necesitamos permitir que el trabajo que hemos hecho en el edificio sea juzgado por la Biblia, por Jesús y por la historia de la Iglesia, para estar seguros que es de la misma calidad con que constru­yeron los fundadores – no solo en teoría, sino en esencia y compromiso, en el estilo de vida y carác­ter. No para hacer alardes de que somos el pueblo de Dios, sino para que podamos soportar lo que esta generación va a enfrentar.

En los capítulos concluyentes de su vida, Jesús nos hace una serie de advertencias y promesas. Nos previene sobre la ceguera religiosa, la traición, los falsos profetas, la apostasía y las catástrofes. Pero promete que el evangelio del reino será pre­dicado a todas las naciones, que la salvación ven­drá al que perseverare hasta el fin, y que él estará con sus discípulos hasta el puro final.

Vendrá el tiempo, no muy distante, en el que pasaremos a través de algunas tormentas. Pero Je­sús prometió estar con nosotros hasta el fin. En las tormentas, él manifestará los fundamentos y la estructura que él ha edificado para la gloria de Dios.

Adán cayó, pero el propósito de Dios para la humanidad siguió con vida. Vino el diluvio, pe­ro la justicia continuó. Los hombres en Babel fueron dispersados, pero el trono permaneció fir­me. Moisés murió, pero el liderazgo sobrevivió. El arca fue robada, pero la gloria no disminuyó. El templo fue destruido tres veces, pero el pueblo de Dios permaneció. El sacerdocio levítico fue espar­cido sobre la faz de toda la tierra, pero hay Uno según el orden de Melquisedec que aun se sienta imperturbable a la diestra del Padre. Su fundamen­to es para siempre.  

Reproducido de la revista Vino Nuevo Vol. 3 nº 12- abril  1981