Por Gerrit Gustafson

La Biblia se refiere al pueblo de Dios con muchos nombres descriptivos, ilustran­do en cada uno un énfasis y un propósi­to específico. Dos diferentes representa­ciones bíblicas de la Iglesia que revelan aspectos relacionados de su naturaleza son «el templo» y «la ciudad.» En 2 Corintios 6: 16, Pablo escribe que «somos el templo del Dios viviente.» Pedro alude también a este templo cuando le dice a la Iglesia: «vosotros también, como piedras vivas estáis siendo edificados como casa espiritual» (l Pedo 2: 5).

En Apocalipsis 21: 9 un ángel dice a Juan: «Ven acá; yo te mostraré la novia, la esposa del Corde­ro.» Pero, en realidad, la «novia» que el ángel le mostró fue «la ciudad santa.» Esta ciudad, ador­nada con la gloria de Dios e iluminando a las na­ciones con su resplandor, es la Iglesia. Jesús habló también de la «ciudad santa» cuando dijo que de­bía ser puesta sobre un monte para que su luz «brille delante de los hombres» (Mt. 5: 14,16).

De estos pasajes se desprende claramente que el pueblo de Dios debe ser tanto un templo como una ciudad. Dentro del templo, Dios será adorado y suplicado para que revele sus misterios. Dios ilumina el templo con su presencia. Esa luz brilla­rá entonces desde la ciudad revelando al mundo la misma naturaleza de Dios.

Hace dos mil quinientos años, Dios hizo regresar a su pueblo exiliado en Babilonia para que recons­truyera el templo y la ciudad de Jerusalén, que habían sido destruidos y abandonados cuando Is­rael fue conquistada por los babilonios. Los suce­sos durante ese período de restauración tienen un paralelo con la renovación de la Iglesia en nuestros días. Un estudio de la manera en que el templo y la ciudad naturales fueron restaurados nos dará una idea de la restauración espiritual que Dios es­tá haciendo del templo y de la ciudad.

El regreso a Jerusalén

La historia de la reconstrucción del Templo, según el relato en el libro de Esdras, comienza con Jerusalén en ruinas y el pueblo de Dios en el cautiverio. En medio de estas circunstancias poco prometedoras, Dios inició una serie de eventos inesperados. Dirigió a un rey gentil, Ciro de Persia, para que reedificara el templo en Jerusalén. Tam­bién puso el deseo en el corazón de más de 50,000 judíos dispersos en el exilio que aprovecharon la oportunidad para regresar a Jerusalén. Vinieron con la esperanza de que el nombre de Dios habita­ra nuevamente en Jerusalén, de que su favor des­cansara otra vez en su pueblo y de que su poder se manifestara de nuevo.

Una vez que los desterrados regresaron, el siguiente paso en la restauración fue la construcción del altar, pues los líderes se dieron cuenta de la importancia de volver a establecer los sacrificios antes de iniciar la reconstrucción de cualquier cosa, inclusive del fundamento del templo. Luego de que el altar hubo sido terminado, los trabajadores pusieron el fundamento de toda la estructura.

Entretanto, los gentiles que se habían estable­cido en las ruinas abandonadas de Jerusalén no sa­bían qué pensar cuando los 50,000 expatriados regresaron a sus vecindarios. Sus sospechas segura­mente se despertaron cuando vieron a esta gente extraña edificar un altar y sacrificar sobre él. Y cuando finalmente completaron el fundamento del templo con llanto y tanto júbilo que sus gritos de alegría se oían «hasta de lejos» (Esd. 3: 13), la oposición de los gentiles no se dejó esperar y con­trataron abogados para que frustraran el proyecto de construcción (4: 5). El resultado fue que «cesó la obra de la casa de Dios que estaba en Jerusalén» (4:24) y quedó suspendida por un período de cer­ca de 18 años. Los constructores dejaron el templo y comenzaron a edificar sus propias casas. Siguió entonces un tiempo de complicaciones y frustra­ciones (Hag.l:l-ll).

¿Quién hubiera pensado que se levantaría una reacción tan rencorosa por la reedificación del al­tar y del fundamento del templo? Este movimien­to que había comenzado con entusiasmo, con fe y con visión, amenazaba con terminar en desaliento, frustración y temor.

Pero Dios estaba dispuesto. En el segundo año del reinado de Darío, rey de Persia, la palabra de Dios vino por medio de los profetas Hageo y Za­carías para instar al pueblo a reanudar los trabajos en la casa de Dios. A pesar de una oposición más fuerte, esta vez de parte del gobierno (Esdras 5), el pueblo determinó completar la obra. Finalmente, el gobierno cambió de opinión y hasta financió lo que restaba de la construcción, solicitando que se hiciesen súplicas a Dios en favor del rey (cap. 6). Así como lo había profetizado Hageo, Dios había puesto en sus manos sus recursos ilimitados para la reedificación del templo (Hag. 2:7-9). Cuatro años después el templo quedó terminado y el pue­blo que había regresado del cautiverio, celebró con fiestas y ofrendas dedicadas a Dios.

La conclusión del templo, sin embargo, no fue el final de la obra de restauración. El resto de la ciudad estaba todavía en ruinas y la ley de Dios había sido olvidada. Más de cincuenta años pasa­ron mientras el pueblo languidecía en la compla­cencia. Todavía quedaba mucho por hacer y Dios levantó a los hombres para que lo hicieran. Comi­sionó a Esdras para restaurar la ley y a Nehemías para levantar los muros de Jerusalén. Su interés era que la ciudad se convirtiera de nuevo en «el gozo de toda la tierra» (Sal. 48: (2) de la que «cosas gloriosas se habían dicho» (Sal. 87:3).

Esta obra también topó con muchas dificultades. El fervor del pueblo fue retado por acusaciones, amenazas, conspiración y de nuevo oposición de parte del gobierno. Unos perdieron el ánimo y otros demostraron su debilidad. Pero el celo y la sabiduría de Nehemías contribuyeron para que la obra fuese terminada.

Un paralelo moderno

La historia de la reedificación del templo y de la ciudad es semejante a lo que Dios está haciendo entre su pueblo en nuestra generación. El comien­zo de la restauración fue el regreso de los exiliados. En nuestra más reciente historia, Dios soberana­mente comenzó a inquietar a su pueblo a través del mundo con la realidad de que las cosas en la Iglesia no eran como debían de ser y que él quería que estas cambiaran. La mayoría de nosotros podemos recordar que así fue como el Señor nos llamó personalmente. Nos sacó de la «Babilonia» de nuestra confusión para que cumpliésemos con su propósito en «Jerusalén.» El primer paso hacia la restauración de la Iglesia en nuestros días ha si­do el regreso del pueblo de Dios que había vagado disperso sin ningún sentido de su propósito para la Iglesia.

Igual que en los días de Esdras, el siguiente pa­so en la restauración ha sido el establecimiento del altar, el lugar del sacrificio. La edificación del altar en nosotros significa la entrega de nuestras vidas uno por el otro. En el altar, somos como di­ce Pablo, »un sacrificio vivo» (Rom. 12: 1), renun­ciando a nuestros «derechos» de auto-determinación, independencia y ambición, para ofrecernos a Dios.

Poner el fundamento del templo después de la edificación del altar en nuestros días es la restau­ración del liderazgo en la Iglesia. Pablo dice en Efesios 2: 19-22 que el «templo santo» del pueblo de Dios está edificado sobre el fundamento de los hombres que dirigen. De igual manera que se necesitó un fundamento fuerte para erigir el tem­plo en Jerusalén, así Dios ha establecido el lideraz­go en nuestros días como una base firme para la Iglesia.

Las dificultades en los días de Esdras también tienen su paralelo en nuestro tiempo. El entusias­mo de la renovación en la Iglesia se ha encontrado a menudo con sospechas y malos entendidos, ha­ciendo que el fervor inicial se enfríe hasta el grado del desaliento y del desinterés. Tanto en los días de Esdras como en los nuestros, la reedificación del templo y de la ciudad ha requerido de visión y sacrificio. A pesar de las dificultades, ahora como entonces, Dios está obrando en la tarea de la res­tauración.

Un lugar de búsqueda y de revelación

El templo que edificó Salomón y que restaura­ron los exiliados que regresaron a Jerusalén no te­nía parlantes afuera para declarar los misterios de Dios las veinticuatro horas del día. Para los no iniciados era sólo un momento imponente a un misterio. Los gentiles que pasaban cerca probable­mente se preguntaban lo que sucedía allá adentro.

Dentro del templo, Dios revelaba lo que no se podía descubrir por la mente natural. Para el pue­blo de Dios el templo era un lugar de búsqueda y de revelación. Los que conocían a Dios iban a su casa para buscarle en oración y en la meditación de su ley. Contaban con Dios para encontrarse con ellos, para que respondiera a sus consultas y se revelara a ellos.

Lo mismo ocurre hoy en el templo espiritual de Dios, su Iglesia. Dios nos habla tanto individual como colectivamente. Dentro del templo formado por su pueblo, él revela su naturaleza y responde a nuestras oraciones. Nuestra percepción y compren­sión aumenta  cuando encontramos nuestro lugar en la casa de Dios y somos unidos adecuadamente con otros que también le buscan.

Una casa de oración para las naciones

Salomón sabía, cuando dedicó el templo, que sería una casa de oración y pidió a Dios que aten­diera las oraciones que se ofrecieran allí. En su oración, el rey delineó los efectos internacionales de la oración hecha en el templo: el establecimiento de la justicia, la defensa militar, la protección de las sequías y de otros desastres naturales, la salva­ción de las naciones y la libertad del cautiverio (2 Crón. 6:22-39). Todas estas bendiciones habrían de ser el resultado de las oraciones y ruegos del pueblo de Dios en el templo. Jesús afirmó este aspecto del templo cuando, después de una con­frontación violenta con los cambistas de dinero, declaró que el templo debía de ser casa de oración para todas las naciones (Mar. 11: 17).

Las consecuencias internacionales de las oracio­nes hechas en el templo descritas por Salomón y Jesús son metas válidas para la Iglesia de hoy. El curso de las naciones será determinado en la casa de Dios por las oraciones y las acciones de su pue­blo redimido tocado por la compasión en la situa­ción humana. Si el templo de Dios, su pueblo, fuese ordenado y dedicado en nuestros días, el curso de la historia podría ser cambiado. El pueblo de Dios debe ser edificado en unidad para que se convierta en una casa de oración para las naciones.

Así que, el templo de hoy es una edificación de relaciones justas en Cristo, dentro de cuyo contex­to él se revelará y oirá sus oraciones en favor de las naciones para cambiar la historia.

La ciudad de hoy

En el templo Dios se revela a su pueblo de una manera privada, pero la ciudad es la luz pública de Dios para el mundo. Jesús dijo que éramos una ciudad asentada sobre un monte que no se puede esconder. Así como Dios ilumina el templo, su Iglesia, mediante la revelación de sí mismo, debe iluminar al mundo como ciudad que ma­nifiesta la naturaleza de Dios a las naciones. Si nuestro interés es sólo tener luz para nosotros mis­mos, estaremos incumpliendo las responsabilidades que Dios ha dado a nuestra generación. El pueblo de Dios, entonces, debe ser restaurado como el templo y la ciudad. La ciudad asentada sobre un monte hará visible los misterios del Dios invisible.

El apóstol Pablo buscó la manera de llevar la luz de Dios a su propia generación y se encontró con un problema muy importante: «El hombre natural no acepta las cosas del Espíritu de Dios, porque para él son necedad; y no las puede enten­der» (1 Cor. 2: 14). Esencialmente, Pablo enfren­taba cierto tipo de «barrera de lenguaje.» Aunque podía hablar el griego que era el idioma común entre los gentiles de su día, tenía problemas en «traducir» su mensaje en términos significativos y prácticos para su auditorio.

Su problema es el nuestro también. ¿De qué manera obedeceremos las instrucciones de Jesús de dejar que nuestra luz brille delante de los hom­bres para que glorifiquen a nuestro Padre que está en los cielos (Mat. 5: 14)? ¿De qué manera significativa podemos afectar a nuestra sociedad cuando existe una «barrera de lenguaje» entre el pensa­miento bíblico y el secular?

Una ilustración práctica pudiera ayudarnos a responder a esa pregunta. Para que podamos usar la electricidad, un transformador cambia el alto voltaje en uno más bajo. Aunque un generador de una planta eléctrica produzca una corriente, de 20 mil voltios, se necesitan sólo 110 para iluminar una habitación y 12 para operar el timbre de la puerta de la calle. Hay necesidad de varios transfor­madores en el trayecto entre la planta eléctrica y el bombillo de luz de la casa.

La revelación de Dios para su pueblo en el tem­plo es como una corriente de alto voltaje: tiene que ser transformada en voltaje que se pueda usar. A menudo cometemos el error de enchufar nues­tro «alto voltaje» directamente en personas que están fuera del «templo» y nos sorprendemos cuan­do rechazan el mensaje y se muestran heridos por el golpe. La revelación de Dios es para su pueblo.

Pero su palabra en nosotros tiene que ser transformada en fruto que signifique algo para el observa­dor. Una familia feliz, una buena actitud en el tra­bajo, un patio limpio y cuentas al día harán más efectiva nuestra comunicación práctica del evan­gelio que una multitud de argumentos teológicos bien hilvanados. Llegar a ser la ciudad de Dios es llegar a ser una sociedad gobernada por él, mani­festando el resultado de su gobierno de tal manera que las naciones le glorifiquen.

La ciudad de vida

El templo es primordialmente un lugar de adoración y revelación, pero la ciudad es el contexto de todos los asuntos de la vida cotidiana. Puesto que hemos de ser una ciudad tanto como un tem­plo, nuestra relación con Dios debe reflejarse en todas las áreas de nuestra vida: en la educación, la política, la economía, la música, la recreación, el comercio. De la misma manera en que los reedifi­cadores de antaño restauraron los muros, las calles y las casas de Jerusalén, nosotros debemos trabajar para recuperar la verdad de Dios en todos los aspectos de la vida.

Pablo dijo: «y todo lo que hagáis, hacedlo de corazón» (Col. 3:23). Tenemos que eliminar la falsa división entre lo sagrado y lo secular. Toda la vida debe ser puesta bajo el gobierno del Señor, no sólo nuestras actividades «religiosas», pues el espíritu, el alma y el cuerpo, todo debe ser apar­tado para Dios, no sólo nuestro espíritu. Nuestro trabajo y nuestro ministerio tienen que unirse pa­ra cumplir con nuestra vocación y llamamiento de redimir la tierra. Jesús vino para damos abundan­cia de vida y la restauración de la ciudad de Dios es la restauración de la vida en su plenitud y su santificación para cumplir con los propósitos de Dios.

Sin transigir

En nuestro empeño de restaurar la ciudad de Dios debemos de tener cuidado en no confundir la estrategia redentora de Dios con la transigen­cia. La meta no es modificar el evangelio para que se conforme al mundo, sino traducir el evangelio para que hable con claridad al mundo. Cuando Dios se hizo hombre en Jesucristo, el «alto volta­je» fue transformado para que fuese útil en la con­secución de nuestra salvación. Pero el mensaje no se diluyó. Cristo fue en la carne, la «representación exacta» de Dios (Heb. 1: 3). Su vida establece una norma de excelencia y un testimonio de honra.

De igual manera somos llamados a transformar lo invisible en lo que se pueda ver y al hacerlo debemos de tener bien claro cuál es nuestra moti­vación. Nuestra meta es la de representar al Señor en la tierra con fidelidad, no diluir su palabra para acomodarla a la humanidad impenitente. Sólo cuando la ciudad de Dios es pura, podrá alumbrar.

El futuro

La tarea continua de restauración está delante de nosotros. Cada paso del proceso será combatido por el enemigo; pues conoce el significado eterno del proyecto. La meta es digna de la bata­lla. Aunque los sucesos del día, que tienen que ver con el nacimiento y la caída de las naciones, pu­diesen parecer el foco de la historia, estos no son más que el escenario en el que se desarrolla este emocionante drama de la restauración. Todos los aparentemente trascendentales acontecimientos de la historia reciente serán opacados por el surgi­miento del templo y la ciudad de Dios. Como dijo Dios por medio de Hageo: «Haré temblar a todas las naciones y vendrá el Deseado de todas las na­ciones; y llenaré de gloria esta casa» (2:7). ¿Qué mejor uso podemos hacer de nuestras vidas que darlas para la reedificación del templo y la restau­ración de la ciudad?

Gerrit Gustafson recibió su bachillerato en Asun­tos Internacionales de la Universidad Estatal de la Florida. Es pastor de una congregación en Mobile, Alabama, donde vive con su esposa y dos hijas.

Tomado de New Wine, febrero de 1982

Reproducido de la Revista Vino Nuevo vol. 5 nº1-junio 1983