Por Bob Munford

Un día, una joven señora decidió salir de compras, pensando hacerlo en la tienda del vecindario donde ella y su madre solían ir cuando era una niña. Habían transcurrido varios meses desde la última vez que había visitado esa tienda en particular; puso a los niños en el coche y se dirigió al lugar. Pero cuando hizo el último viraje para enfrentarse a la tienda, descubrió que ésta ya no estaba allí; en su lugar había un edifi­cio de oficinas. El sentido repentino del cambio la conmovió tanto que se detuvo en media calle y comenzó a llorar. La señora estaba asombrada porque en sólo unos cuantos meses, lo que había sido un punto sobresaliente de su vida, había de­saparecido. Eso la había llenado de incertidumbre, más de lo que jamás habría podido imaginarse.

El cambio en nuestra sociedad es una ocurren­cia de la vida diaria. Pero Dios quiere que enfren­temos esta eventualidad trastornadora con una confianza que nos haga estar seguros en medio de tiempos inseguros. El escritor de Hebreos declara que «Jesucristo es el mismo ayer, y hoy, y por los siglos» (13: 8). Esto significa que si comprende­mos a Cristo y nos asimos a él habremos encontrado la llave para la seguridad. Unos podrán conocerlo como al Perdonador de nuestros pecados, sin sa­ber que él es también quien nos mantiene estables en medio de las tormentas de la vida y las circuns­tancias hostiles que a menudo nos rodean. Tene­mos que ir más allá del conocimiento que hemos sido perdonados por Cristo. Por la gracia de Dios y por su Palabra, tenemos que tomar la esperanza, que es el ancla del alma, y enterrarla firmemente en la eterna naturaleza de Cristo. Sólo eso nos po­drá mantener espiritual, mental y emocionalmen­te seguros en medio de un mundo cambiante.

La tentación que todos nosotros tenemos a ve­ces es «comenzar en el espíritu y terminar en la carne» para parafrasear lo que Pablo dijo a los Gá­latas. ¿Cuántos de nosotros le hemos dicho al Se­ñor: «Si me libras de ésta, permaneceré firme en la siguiente».  

Esa no es la actitud que Dios quiere que tenga­mos. Cuanto más caminamos con el Señor, tanto más comprendemos que le necesitamos. Si él no nos ayuda, todo está perdido. Nuestra dependen­cia del Señor aumenta con nuestra madurez.

Hay en nuestros días, una multitud de voces y de opiniones e interpretaciones conflictivas que compiten dentro de la Iglesia. A veces nos parece que es imposible encontrar seguridad con tan diversa multitud de ideas. Pero el Señor me ha mostrado que esa diversidad de opiniones es común en todas las disciplinas, no sólo en la teología. No todos los doctores, ni los políticos, ni los abogados están siempre de acuerdo. Dios quiere que insista­mos en medio de las diferencias doctrinales hasta poder afirmar nuestra ancla en Jesucristo y encon­trar así la estabilidad y la realidad. El reto primor­dial para nosotros no es ir de iglesia-en iglesia bus­cando la que tenga la doctrina «correcta». sino encontrarnos con Cristo de tal manera que no podamos ser sacudidos.

Un pueblo inconmovible

Es irónico que Dios trae firmeza sacudiendo. Es importante que comprendamos que para ha­cernos un pueblo inconmovible, Dios primero sacude todo lo que puede ser sacudido para que permanezcan sólo las cosas firmes. Una buena ilustración de este principio es Abraham. Dios le dijo que llevara a su hijo al monte para sacri­ficarlo. Abraham no entendía lo que Dios quería. Miles de dudas debieron acudir a su mente mien­tras ascendía por aquella montaña, pero Dios sa­bía que había cosas en Abraham que tenían que ser sacudidas. Después de esa experiencia, Abra­ham se convirtió en el padre de la fe, un hombre inconmovible en su relación con Dios.

A veces Dios tiene que sacudirnos para que sal­gamos de las tradiciones y las opiniones que nos han impedido conocer la verdadera seguridad. Lo único seguro es el Dios de las Escrituras. Encon­trarle no siempre es fácil debido a las extrañas ideas que tenemos y que se interponen. Si quere­mos experimentar seguridad en tiempos inseguros, tenemos que aprender que la verdad de Dios no perturbará nunca a las otras verdades. Si Dios ha puesto su verdad en nuestra alma, esta nunca alte­rará la nueva verdad que aprendamos. Sin duda que turbará nuestras tradiciones, opiniones e in­terpretaciones, pero no lo que es genuinamente la verdad.

El Señor eterno

Nuestra meta es entender que Jesús es el Señor de la eternidad: el Señor de todo el tiempo. Noso­tros estamos forzados a vivir dentro del tiempo y por eso lo dividimos en pasado, presente y futuro. Si comprendemos que Jesucristo es realmente el Señor, entonces sabremos que lo es del ayer, del hoy y del siempre. El fue ayer el mismo que es hoy y lo es para siempre. El es el Señor de cual­quier cosa que haya en el futuro.

En Lucas 10: 18 Jesús dice a sus discípulos: «Yo veía a Satanás caer del cielo como un rayo.» No creo que hayamos entendido realmente todas las implicaciones de esta declaración. Jesús estaba diciendo que no importa la manera en que el fu­turo se desarrollara, la gran batalla había sido pe­leada y ganada ya. Jesús derrotó a Satanás en la cruz y la única esperanza que la Iglesia tiene es su victoria decisiva, que asegura lo que Dios quiere hacer hoy y en el futuro. La era venidera está enteramente en sus manos. Dentro de mí hay una seguridad que no depende de las circunstancias, porque comprendo que Jesucristo es el eterno Señor del tiempo.

Principios eternos

La epístola a los Hebreos fue escrita para creyentes judíos que habían tenido un encuentro con el Cristo vivo y esa experiencia había trastornado su mundo y les había causado muchos problemas. Estaban pasando por una transición importante y el escritor quería obsequiarles algunos principios que les ayudaran en esos tiempos de inseguridad. Estas verdades no están sujetas a ajustes teológicos, ni tampoco serán anticuadas con el transcurso del tiempo. Son eternas porque están arraigadas en el Cristo eterno, Señor del tiempo.

A menudo la gente piensa engañosamente que los principios morales y espirituales no son eternos, sino que cambian de generación en generación. Igual que cambian las modas año con año, desafortunadamente en los círculos teológicos estamos inclinados a seguir ciertas corrientes. Una vez alguien me preguntó si yo creía en la «nueva moralidad.» Yo le respondí: «Si me pudieras mostrar un pecado nuevo, yo podría creer en una moralidad nueva.»

No hay nada nuevo que se haya inventado en lo moral y lo espiritual. Estamos teniendo la misma vieja lucha de Adán y Eva: «el pecado entró en el mundo por medio de un hombre … y se extendió a todos.» Pero Dios ganó la victoria para todos los tiempos por medio de su Hijo y el escritor de Hebreos está sacando de la naturaleza del Cristo eterno, principios igualmente eternos que no cambiarán la semana entrante, o el año que sigue, ni nunca. El autor quiere que echemos ancla en Jesucristo, que nos aseguremos que esté firme para que por la gracia de Dios gobernemos nuestras vidas como hombres y mujeres en Cristo, el Señor del tiempo.

Los cristianos judíos del primer siglo vivían bajo circunstancias inseguras semejantes a las nuestras -tal vez más intensas y físicamente más peligrosas. En el capítulo 12 leemos:

Y su voz hizo temblar la tierra entonces, pero ahora El ha prometido, diciendo: «Todavía otra vez haré temblar no solo la tierra, sino también el cielo.»

Y esta expresión: «Todavía otra vez,» indica que se quitan las cosas que pueden ser sacudidas, como las cosas creadas, a fin de que permanezcan las cosas que no pueden ser sacudidas (12:26, 27).

El autor habla de «cosas que no pueden ser sacudidas» y luego enumera nueve principios diseñados por Dios para anclar nuestras vidas en la seguridad de Cristo.

El amor permanece

El primero lo encontramos en el capítulo 13, versículo 1: «Continúe el amor fraternal.» El verdadero amor permanece. Cuando una sociedad comienza a desintegrarse, el primer indicio es que la gente se preocupa por su propia preservación y, finalmente, se vuelve egoísta. Nuestra sociedad está cambiando y nosotros no sabemos cómo enfrentarnos a ello, por eso tratamos de proteger lo que es «nuestro.» Es difícil amar en un clima así, o poner las necesidades de los otros antes que las nuestras. Jesús dijo que cuando vinieran las presiones de los últimos días, «el amor de muchos se enfriará» (Mt. 24: 12). La actitud que prevalece es de utilitarismo, es decir, la disposición de usar a la gente para la ganancia personal. La gente se vuelve como el granjero que puso un anuncio en el periódico: «Granjero, 38, desea esposa, 30, con tractor. Favor enviar foto del tractor.» Dejar que «permanezca el amor fraternal» es adoptar una actitud de desinterés personal en medio de una sociedad utilitarista y egoísta.

El segundo principio es «No os olvidéis de mostrar hospitalidad (a extraños), porque por ella algunos, sin saberlo han hospedado ángeles» (13: 2). Vivimos en un día en que abundan los hoteles, y pareciera que la exhortación no tuviera aplicación a nosotros, pero en el tiempo en que fue escrito no se encontraban hoteles en cada esquina. Los viajeros se quedaban a menudo en hogares y cuan­do alguien tocaba a la puerta, por lo general era un extraño, mojado y sucio por el viaje. El escri­tor dice: «No rehúses hospedar a un extraño; pudiera ser un ángel que te viene a enseñar la natura­leza del Reino.» Pero la advertencia es para noso­tros también: nuestro egoísmo pudiera negarnos algo que es de suma importancia. Nuestra actitud debe ser abierta y receptiva para las personas.

Tercero: «Acordaos de los presos, como si es­tuvierais presos con ellos, y de los maltratados, puesto que vosotros también estáis en el cuerpo» (13: 3). Podríamos decir mucho sobre este minis­terio, pero el punto importante en estas tres exhor­taciones es que están diseñadas para evitar que permanezcamos en el egocentrismo y en el ser posesi­vos, que son el espíritu de nuestra sociedad. Las personas abiertas y con deseos de ministrar a otros en amor están ancladas en la naturaleza eterna de Cristo.

El cuarto principio es: «Sea el matrimonio hon­roso en todos, y el lecho matrimonial sin mancilla, porque a los inmorales y adúlteros los juzgará Dios» (13:4). Lamentablemente, la llamada «re­volución sexual» ha invadido a la Iglesia. Pero el mandamiento eterno de Dios sobre el matrimonio y la moralidad no han cambiado. No debemos permitir que nuestro matrimonio sea profanado con el adulterio y el divorcio.

Libres del amor al dinero

Quisiéramos omitir el quinto principio por ser un área delicada: «Sea vuestra manera de vivir li­bre del amor al dinero, contentos con lo que te­néis, porque Él mismo ha dicho: ‘Nunca te de­sampararé, ni te dejaré,’ de manera que decimos confiadamente: ‘El Señor es mi ayudador; no te­meré. ¿Qué me podrá hacer el hombre?'» (13:5-6). Yo no sé de seguro dónde está exactamente la lí­nea entre recibir la provisión de Dios y caer presa del materialismo. Aunque no creo que la pobreza sea una bendición, también me doy cuenta del pe­ligro advertido aquí. Algo sucede a nuestra ancla cuando adoptamos una actitud materialista que nos hace subir o bajar emocional y espiritualmen­te de acuerdo a las fluctuaciones de nuestras cir­cunstancias económicas. Si confiamos en que Dios es nuestro ayudador, el ancla permanecerá firme.

Ví un buen ejemplo de este principio cuando la planta de la compañía Boeing cerró, dejando a muchas personas sin empleo. Uno podía hacerse de una casa bien cómoda con sólo tomar las men­sualidades, porque sus dueños habían cerrado las puertas y sencillamente las habían abandonado. La ciudad pasaba por una fuerte crisis, pero lo maravilloso en medio de la tragedia fue la estabili­dad de los que en verdad caminaban con Dios. Se mantuvieron firmes, aunque sintieron las presiones alrededor suyo, porque su ancla estaba en el Señor y no en la economía.

El sexto principio está en el versículo 7: «Acor­daos de aquellos que os guiaron, que os hablaron la palabra de Dios, y considerando el resultado de su vida, imitad su fe.» Recientemente, estuve le­yendo la historia del Cid. Había sido mortalmente herido, pero quería ir al frente de sus hombres, en la batalla. De manera que ordenó a sus ayudantes que lo amarraran a su caballo, lo cubrieran con una capa nueva y no dijeran a la tropa que estaba herido. El Cid murió en su caballo, pero sus solda­dos le siguieron sin saber siquiera que estaba muer­to y ganaron una batalla decisiva en la historia. Este relato ilustra el significado del liderazgo.

Uno de los comentaristas bíblicos dice que este versículo tiene que ver con el martirio de los líderes de la iglesia; su ejemplo en un día de perse­cución daba valor al resto de los creyentes. El li­derazgo es un elemento importante para que el pueblo de Dios encuentre seguridad en tiempos inseguros.

El sétimo principio es: «No os dejéis llevar por doctrinas diversas y extrañas,» (13: 9). No es tan difícil como creemos discernir si una enseñanza está de acuerdo o no al Espíritu de Cristo. Cuando un vendedor toca a la puerta y dice: «Hola, su casa ha sido escogida para que sea un modelo en el vecindario. Vamos a ponerle costados de alumi­nio por el ridículo precio de US$8000.00,» nos damos cuenta que es una carnada. La naturaleza de las doctrinas extrañas es que producen una res­puesta extraña en nuestro espíritu.

Una buena de­finición es esta: «las doctrinas erróneas son inven­tadas según nuestra propia voluntad, no importa cuánto se basen en la Biblia.» Cualquiera puede extraer versículos de la Biblia, usarlos fuera de su contexto y probar cualquier cosa. Lo que tene­mos que buscar en la enseñanza es el Espíritu de Cristo, su pensamiento, su voluntad que nos haga caminar con él en libertad y realidad. Busquemos lo que está en el corazón de Dios.

Un sacrificio de alabanza

El octavo principio está en el versículo 15: «Ofrezcamos continuamente mediante Él, sacrifi­cio de alabanza a Dios, es decir, el fruto de labios que confiesen su nombre.» Bajo el pacto antiguo se sacrificaban bueyes, palomas y otros animales, pero en el nuevo pacto, esos sacrificios se han eli­minado y ahora ofrecemos los que la Escritura lla­ma «la ofrenda de nuestros labios» que es un olor grato para Dios. Es la clase de ofrenda que dice:

«Señor Jesús, te doy gracias por mi redención; te doy gracias por ser el ancla de mi alma; te doy gra­cias porque eres el mismo ayer, hoy y por los si­glos.» La alabanza no es una panacea, pero es de gran ayuda. Es como el hombre que dijo: «El di­nero no lo es todo;» a lo que su amigo respondió:

«Cierto, pero es un buen abono.» La alabanza es de enorme beneficio; una vida de alabanza nos mantiene con la mente en la soberanía de Dios so­bre las circunstancias y nos ayuda a afirmar nuestra ancla en él.

Finalmente leemos: «Obedeced a vuestros pas­tores, y sujetaos a ellos;» (13: 17). En un sentido obedecer y sujetarse quiere decir «ceder a ellos.» Una vez un conductor llegó con su automóvil a la entrada de la autopista. Los otros autos en la vía principal pasaban velozmente mientras él esperaba con timidez la ocasión para meterse. Comenzó a formarse una larga fila de autos detrás suyo, hasta que, exasperado, el de atrás sacó la cabeza por la ventana y le gritó: «¡Oiga, amigo, la señal dice ceda, no que se dé por vencido!»

Este versículo no quiere decir que nos demos por vencidos, sino que aprendamos a relacionarnos apropiadamente con aquellos a quienes el Se­ñor ha ungido para guiarnos. Eso traerá seguridad y estabilidad a nuestra vida.

La epístola concluye con una hermosa doxolo­gía:

Y el Dios de paz, que resucitó de los muer­tos al gran Pastor de las ovejas mediante la sangre del pacto eterno, a Jesús nuestro Señor, El os haga aptos en toda obra buena para ha­cer su voluntad, obrando en nosotros lo que es agradable delante de El mediante Jesucristo, a quien sea la gloria por los siglos de los siglos. Amén (13:20-21).

El Dios de paz, la fuente de nuestra tranquilidad en medio de una era turbulenta, ha realizado nues­tra redención. El evento central de la historia es que Dios se hizo carne y habitó entre nosotros y nos reveló los propósitos eternos del Dios todo­poderoso. Ayer se cumplieron, hoy se comienzan a manifestar y la edad venidera nos pertenece por­que somos el pueblo de Dios.

El Señor quiere que permanezcamos anclados en él para que sepamos, con el escritor de Hebreos, que no importa lo que el futuro traiga, es Dios quien obra en nosotros para equiparnos y enfren­tarlo. La seguridad que experimentamos será evi­dente y otros podrán ver que Jesucristo es el Señor del tiempo y del cambio y que él gobierna sobre el ayer, sobre el hoy y sobre el mañana.

Bob Mumford es gradua­do del Seminario Episco­pal Reformado de Filadel­fia, E. U.A. Ha servido co­mo decano del Instituto Bíblico Elim y como pas­tor, evangelista y confe­renciante. Bob ha escrito también libros sobre di­versos aspectos de la vida cristiana. Es miembro de la Junta Editorial de New Wine y vive con su esposa y familia en Mobile, Ala­bama, E. UA.

Reproducido de la Revista Vino Nuevo vol. 5 nº 2 -agosto 1983