Por Hugo M. Zelaya 

Hay noticias que son buenas para unos, pero para otros no. El anuncio del nacimiento del Hijo de Dios fue una buena nueva para los pastores que apacentaban sus ovejas en las vigilias de la noche, pero para Herodes y Jerusalén no eran nada agradable.

San Mateo dice que unos magos vinieron del oriente preguntando por Jesús, y que cuando Herodes oyó esto, «se turbó y toda Jerusalén con él» (Mt. 2: 1-3).

A los pastores, Dios envía nada menos que a sus ángeles para darles la noticia que les había nacido «un Salvador, que es Cristo el Señor» (Lc. 2: 10). Los pastores representaban la porción del pueblo que había sido oprimida y abusada, no sólo por nacio­nes extranjeras como Roma, sino también por sus propios gobernantes.

Su condición los había hecho cons­cientes de sus pecados y los de sus padres, y los había empujado a las Escrituras donde Dios advertía las consecuencias de la desobediencia a sus mandamientos. Aceptaban el juicio de Dios sobre la nación y su corazón esperaba como Simeón y Ana en el Templo «la consolación de Israel» (Lc. 2;25-38).

El nacimiento de Jesús era para ellos un acontecimiento verdadera­mente jubiloso. Jesús había venido para salvarlos de su condición. Su nombre Jesús, significa Salvador.

Herodes representa el otro sector: a los que habían hecho la paz con la mediocridad, la insinceridad y con sus esclavizadores. Allí estaban incluidos la mayoría de los líderes religiosos y las personas que habían prosperado aliándose a un sistema que explotaba a sus propios hermanos. Herodes es, quizá, más perverso que todos los otros, pero tampoco ellos se quedan sin culpa.

El anuncio para él viene por me­dios carnales. No podía ser de otra manera. El hombre carnal no entien­de de cosas espirituales, aunque sea religioso. Tres reyes extranjeros preguntan al rey Herodes por el Rey de los judíos, y «Herodes se turbó». Se turbó porque se sintió amenazado. Herodes había usado toda su astucia para llegar al trono y había hecho hasta lo inconcebible para mantenerse en el poder. Mató a todos los que se cruzaron en su camino de ambición; hasta miembros de su propia familia, entre los que estaban su propio her­mano, su madre, su abuelo y su espo­sa. Lo que se logra sin escrúpulos se tiene que mantener de la misma manera.

Herodes creyó haber acabado con todos los que amenazaban su trono. Pero ahora viene esta extraña gente preguntando, no por él, sino por «el rey de los judíos». Inmediatamente reacciona defensivamente y con cruel­dad. Cuando los magos no regresan para decirle dónde está Jesús; manda a matar a todos los niños menores de dos años y se pone en guerra abierta contra el mismo Dios, y sella su propia destrucción. Bien dijo el Señor: «Dura cosa te es dar coces contra el aguijón» (Hch. 9 :5). O si te portas como un asno, como un asno en su estiércol terminarás.

Pero, ¿quiénes eran los otros en Jerusalén que también se turbaron? El desarrollo de la historia nos revela que eran los religiosos que profesando conocer a Dios, negaban su poder. Si alguien debió reconocer la interven­ción de Dios en este anuncio eran ellos. Conocían las profecías y tenían que saber que el tiempo se había cumplido.

Las razones de su turbación se pueden reducir a dos: que ellos no estaban dentro del propósito de Dios o que el niño era un fraude. La prime­ra razón demanda arrepentimiento y aceptación de la vergüenza que el hijo de Dios tuviera que nacer en la condi­ción en que lo hizo, porque los que debían haberlo recibido no estaban en la condición espiritual para hacerlo. Habían gastado tiempo y esfuerzo en la edificación de templos suntuo­sos y en la administración de ceremonias huecas, sin la realidad de un en­cuentro personal con el Dios de Israel. Algo dentro de ellos les decía que no estaban listos para recibir al Hijo de Dios y se turbaron. Para ellos era más conveniente «razonar» que todo era un fraude y hacerle creer al pueblo que ellos eran los que esta­ban bien.

El desenlace trágico, desde el punto de vista humano de la historia, es que fueron ellos los que terminaron matando al Señor. Herodes lo intentó sin lograrlo y mató a muchos ino­centes. Pero ellos que pudieron salvar­lo, lo sacrificaron «para que no pere­ciera toda la nación» (Juan 11: 50).

Un anuncio y dos reacciones. ¿Cuál será la suya en esta Navidad?

Reproducido de la Revista Vino Nuevo vol. 5-nº 10 diciembre 1984.