Por Robert Grant

La tumba estaba vacía. La muerte no pudo retener al Hijo del Hombre. El Dios Todopode­roso había hecho una declaración final que vibraría a través de la eternidad.

La vida y las enseñanzas de Jesús fueron confirmadas como la máxima verdad y realidad en este momento dramático de su resurrección. El camino había si­do abierto para un totalmente nuevo orden de la existencia hu­mana. Jesús había roto las limita­ciones naturales y el confinamien­to del tiempo. Un intercambio divino se había efectuado que tendría un impacto profundo en todos los que le oyeran.

Jesús había intercambiado la muerte por la vida, la mortalidad por la inmortalidad. Lo que él era en la tumba fue cambiado por lo que era en el corazón del Padre. Y ese es el corazón de la vida cristiana: un intercambio de lo que somos en nuestra fealdad por lo que somos destinados a ser en el corazón de nuestro Padre celestial.

Anulando las cosas que son

Esta importante verdad es la que 1ª Corintios 1 :28 expresa. Aquí leemos que «Dios ha escogido lo que no es, para anular lo que es.» El ojo amoroso del Pa­dre celestial se detiene en nuestras vidas y ve la extensión total de nuestras necesidades y limitacio­nes. Su deseo es que de igual ma­nera que desató las envolturas sepulcrales de Jesús, así también soltará esas cosas que nos restrin­gen y limitan.

Dios ha escogido las cosas que no existen para anular las que son. Si tenemos un corazón feo, su deseo es anular esa fealdad y poner la belleza de Jesús en su lugar. Toma «lo que no es» en nosotros, la belleza de Jesús; y la usa para anular lo que existe, nuestra fealdad. Esto no es sólo un ideal cristiano; es uno de los pilares milagrosas de la vida cris­tiana. Y aunque es milagroso, no deja de ser muy práctico en su cumplimiento dentro de la vida cotidiana.

Una provisión sobrenatural

Recuerdo una situación espe­cífica que confirmó este princi­pio. Sucedió en una ocasión que cuando me sentía muy presiona­do y obviamente falto de gracia, un hombre llegó a la puerta de mi casa. No había nada en mi corazón que quisiera responder con compasión a esta persona. Sabía que sería una experiencia agotadora recibirlo pues conocía su necesidad. Estuve tentado a no responder a su llamado a la puerta.

La realidad de mi actitud me golpeó. Me sentía feo por dentro y, sin embargo, sinceramente no sentía la suficiente gracia para ayudar a este hombre. Entonces hice esta oración: «Señor, entro ahora en ese intercambio divino que dice 1ª Corintios 1 :28. Permi­te que lo que no existe en mí, la bondad de Jesús, substituya lo que hay, la falta de amor en mi corazón.»

Creyendo ese versículo, me di­rigí a la puerta para recibir a mi huésped. Cuando él entró en mi casa, comencé a sentir la provi­sión sobrenatural de gracia y de interés por él. ¡Iba más allá de lo que yo podía darle, pero es­taba allí! Un milagro estaba ocu­rriendo en mi corazón cuando cambié lo que yo era por lo que él es. No era sólo la esperanza de una declaración de fe, sino un in­tercambio verdadero y trascen­dental de vida para llenar esta necesidad en particular.

¡Ha resucitado!

Jesús ha abierto la puerta a es­ta manera de vivir para todos los que creen en su nombre. La resu­rrección de Cristo quitó todo obs­táculo que impedía que tuviéra­mos una vida de relación conti­nua con la provisión trascenden­tal de nuestro Padre celestial. El está listo para anular esas cosas indeseables que han existido en nosotros y reemplazarlas con su provisión en Jesús.

Este intercambio divino es nuestro por fe y él quiere que sea parte normal de nuestro vivir cotidiano. Es lo que distingue a la vida cristiana en la tierra. Mi ora­ción es que en esta Pascua todos lleguemos a poseer este intercam­bio en una dimensión mayor. Se­ría el modo tangible por medio del cual nuestras vidas darían tes­timonio que la tumba está vacía y que él ha resucitado.

Robert Grant es pastor de una congregación en Misión Viejo, California

Sugerencias para padres -Padregrama

Usted le dio un regalo especial a su hijo y por la manera en que sus ojos se iluminaron cuando lo abrió, supo que es­taba agradecido. Pero cuando puso a un lado su regalo y corrió a usted diciendo: «¡Gracias, papá!» y le puso los brazos en el cuello, entonces fue que su corazón casi se desbordó de placer.

Si esta escena ha ocurrido en su hogar, entonces usted ha sido testigo de una parábola de cómo la gratitud nos lle­va hasta la misma presencia del Padre celestial y de la ale­gría suya cuando llegamos a él de esa manera. Un corazón verdaderamente agradecido volverá su atención de la dá­diva al Dador. Si cultivamos en nuestra familia la semilla del agradecimiento, a su tiempo veremos el fruto de la ado­ración creciendo en ella y sus miembros irán aprendiendo a mantener sus corazones sensibles y vueltos a él.

Para adorar a Dios en verdad, usted tiene que saber quién es él y cómo es. Si nadie ha visto a Dios, ¿de qué manera llegamos a saber cómo es? El apóstol Pablo nos dice que «sus atributos invisibles, su eterno poder y divinidad, se han visto con toda claridad, entendiéndose por medio de lo creado» (Rom. 1: 20). Todos nosotros, niños y adultos, aprendemos cómo es Dios y por qué es digno de nuestra adoración por las cosas que él ha creado, los regalos que él nos ha dado. Si él hizo las montañas y los relámpagos, debe ser poderoso. Si hizo el atardecer y la rosa, se debe deleitar en la belleza. Si hizo el cuerpo humano, debe ser sabio y si hizo el avestruz debe tener un gran sentido del humor. Cuando ayudamos a nuestros hijos a dar gracias a Dios por sus dádivas, grandes y pequeñas, les estamos enseñando có­mo es él y los estamos enviando a sus brazos con corazones agradecidos.

Reproducido de la Revista Vino Nuevo vol. 5 nº 6- abril 1984.