Por Francis Schaeffer

Vimos ya que existe un paralelo entre justifica­ción y santificación, es decir, entre llegar a ser cristiano y vivir la vida cristiana. El primer paso en la justificación es que debo reconocer que soy pecador, que estoy bajo la justa ira de Dios y que no me puedo salvar a mí mismo. El primer paso para vivir la verdadera vida cristiana es reconocer que no puedo vivir la vida cristiana por mis pro­pias fuerzas o por mi propia bondad. El primer paso para la reanudación de mi vida cristiana des­pués de pecar sigue exactamente la misma línea: debo reconocer que mi pecado concreto es peca­do.

No son tres principios diferentes; existe un solo principio en estas tres situaciones porque tratamos al mismo Dios y básicamente el mismo problema. Pero ni el ser cristiano ni el producir fruto como cristiano, es de por sí el primer paso suficiente en sí mismo. En cada una de las tres si­tuaciones, debo pues levantar las manos vacías de la fe para recibir el don de Dios en aquel momento. Y cuando yo, cristiano, he pecado, sólo la obra realizada por Jesucristo en el espacio, en el tiem­po y en la historia, hace ya tiempo en la cruz del Calvario, es lo que basta.

Sólo la sangre de Cristo basta para limpiar mi pecado como cristiano y sólo sobre la base de la sangre de Cristo es que de­saparece la mancha. Debo poner el pecado con­creto bajo la sangre de Jesucristo por la fe. Y ya estamos de nuevo con lo mismo; aquí está la pasi­vidad activa que ya hemos tratado. No lo pode­mos hacer por nosotros mismos, pero no somos ni palos ni piedras. Dios nos ha hecho a su imagen y nos trata siempre teniendo en cuenta esa realidad.

Ahora bien, de la misma manera que en la zona consciente de la santificación como un todo, así aquí en la restauración, todo descansa sobre la realidad del hecho de que la sangre de Cristo tiene sentido en nuestra vida presente y la restauración tiene lugar cuando nosotros, por la fe, actuamos de acuerdo con ese hecho en los casos concretos de pecado. Creo que gran parte del énfasis de la iglesia tradicional y ortodoxa dentro de la corrien­te histórica de la Reforma, ha subrayado con la fuerza suficiente el aspecto consciente de la vida cristiana. Esta no es una «segunda bendición», sino que consiste en aprender la realidad del signi­ficado de la obra de Jesucristo en la cruz, en nues­tra vida presente y en actuar conscientemente de acuerdo con ella, ya desde ahora mismo.

Creo que es esto lo que sabía Juan Wesley. El sabía de una acción directa de Dios en su vida so­bre la base de la obra realizada por Jesucristo. Creo que su teología en esta materia estaba mal enfocada y que empleó una terminología errónea, pero ciertamente no tenía una aspiración errónea, sino una correcta: el conocimiento y la práctica de la disponibilidad de la sangre del Señor Jesu­cristo en el significado presente de nuestra vida. Sin que importen los términos que empleemos pa­ra expresarlo, su realidad descansa sobre el conocimiento de lo que Cristo nos ha comprado, no sólo al llevarnos al cielo, sino ya en la vida presen­te; y entonces empezar a actuar en conformidad a ello en una fe que se tiene momento tras momento.

Y en cuanto al asunto de la restauración: la sangre de Cristo tiene sentido para mí en mi vida actual cuando he caído y me ha abandonado la paz. La restauración debe empezar primero por la comprensión de lo que Cristo ha hecho por noso­tros en este campo, y entonces empezar a ponerlo en práctica momento tras momento. No se trata de un proceso mecánico; el sentido de la obra de Cristo en nuestra vida actual debe consistir en lle­varla a la práctica conscientemente. Pero su base está en la obra realizada por Cristo en la historia.

¡Qué agradecidos debemos estar a Cristo por el relato que nos brinda del hijo pródigo! Se trata de uno que es hijo y que ha caído en lo más hondo del pecado, hasta sepultarse en el fango. La Escri­tura deja ver con claridad que no es un poquito lo que pecó, incluso desde el punto de vista del mun­do. Sus pecados son de los «gordos.» Y con todo, su padre permanece esperando el regreso de su hi­jo pródigo y con los brazos dispuestos para cerrarse en torno a él en un estrecho abrazo. La sangre de Cristo puede borrar el pecado más negro.

No existe un pecado tan grande que impida reanudar nuestra comunión, si humildemente lo llamamos pecado, y por la fe lo ponemos bajo la sangre de Cristo. Cuando mi corazón me condena y grita, «Has vuelto a pecar,» tengo que volver a creer a Dios acerca del valor de la obra realizada por Jesu­cristo. Se ha de pasar por la muerte, como ya he­mos visto, antes de que llegue la resurrección. Pe­ro sobre la base de la victoria de Cristo, la resurrec­ción vendrá a continuación de la muerte. La vida cristiana jamás acaba en lo negativo. Existe un as­pecto negativo, porque el hombre es un rebelde. Pero no acaba ahí, sino que siempre va tras lo po­sitivo. Así como mi cuerpo resucitará un día de entre los muertos, así también yo estoy llamado a vivir ya, ahora, una vida resucitada.

He encontrado que resulta de gran provecho que, cuando un hombre haya aceptado a Cristo como su Salvador, incline su cabeza y le diga a Dios que está allí: «Gracias por la obra realizada.» Indudablemen­te los hombres han sido salvados y se han ido sin decirle conscientemente «Gracias,», pero qué cosa tan maravillosa es cuando un hombre se ha visto a sí mismo como pecador y ha comprendido que es­taba perdido; qué cosa tan maravillosa para ese hombre haber aceptado a Cristo como a su Salva­dor para inclinar luego su cabeza para decir cons­cientemente «Gracias» por una obra que es absolutamente perfecta. Es normal que cuando el re­cién nacido da las gracias a Dios, alcance la seguri­dad y goce de un descanso en certeza y paz.

Lo mismo ocurre en la restauración. Aquí se da un paralelismo constante. Si hemos pecado, es maravilloso decir conscientemente: «Gracias a ti por la obra consumada,» después de haber puesto nosotros ese pecado concreto bajo la virtud de la obra realizada por Cristo. Si bien no es absoluta­mente necesaria para la restauración, la acción de gracias consciente comunica seguridad y paz. De­cimos «Gracias» por la obra realizada en la cruz que es suficiente para una relación completamen­te restaurada.

Esto no depende de mis emociones, como tampoco dependía de las mismas mi justificación. Sólo depende de la obra realizada por Cris­to en la historia y de las promesas objetivas de Dios en la Palabra escrita. Si creo en él y si creo lo que me ha enseñado acerca de la suficiencia de la obra de Cristo para la restauración, puedo tener la seguridad de ser restaurado por muy negra que haya podido ser la falta. En esto consiste la reali­dad cristiana de la salvación de la esclavitud de la conciencia.

Martín Lutero, en su comentario a los Gálatas, muestra una gran comprensión del hecho de que nuestra salvación incluye la salvación de la escla­vitud de nuestra conciencia. Es, por supuesto, na­tural y correcto que, cuando nos hacemos cristia­nos, nuestras conciencias se vuelvan incluso más delicadas. Esto es obra del Espíritu Santo.

Sin em­bargo, mi conciencia no me tiene que atormentar año tras año por pecados ya pasados. Cuando mi conciencia bajo la acción del Espíritu Santo me hace consciente de un pecado concreto, debo reconocerlo como pecado y debo colocarlo cons­cientemente bajo la sangre de Cristo. Ahora está cubierto y no honra la obra realizada por Jesucris­to el que nos sigamos preocupando por ello, en lo que respecta a mi relación con Dios. Más aún, preocuparnos por ello es hacer un desprecio al va­lor infinito de la muerte del Hijo de Dios. Mi amis­tad con Dios se ha reanudado.

Ahora puede quedar aún un precio que pagar por mis pecados con respecto al Estado; puede existir un perjuicio infligido a individuos a los que tengo que hacer restitución. Debemos hacer fren­te a estas cosas. Esto lo veremos después. Pero por lo que se refiere a mi amistad con el Padre, dice Dios que queda reanudada sobre la base del valor de la sangre de Jesucristo. Y si su sangre tiene un valor tal como para trasladar a un rebelde y pecador del reino de las tinieblas al reino del amado Hijo de Dios, en la justificación, ¿qué pecado tan negro puede existir que no pueda quedar cubierto por ella?

Cuando digo conscientemente «gracias» a Dios por su obra perfecta, mi conciencia debe reposar en paz. En lo que a mí se refiere, a lo largo de los 20 años más o menos en que luché con esto en mi propia vida, más bien represento mi conciencia como un perrazo negro, con sus enormes zarpas, que se abalanza sobre mí amenazadoramente cu­briéndome de fango y presto a devorarme. Pero cuando mi conciencia se abalanza sobre mí, des­pués de haber sido limpiado de un pecado concre­to sobre la base de la obra realizada por Cristo, entonces debo volverme a mi conciencia y decirle, efectivamente: «¡Fuera! ¡Estáte quieta!»

Tengo que creer en Dios y estar tranquilo en la práctica y en la experiencia. Mi amistad con Dios ha sido reanudada sobrenaturalmente. Estoy limpio, dis­puesto de nuevo a reemprender la vida espiritual, dispuesto nuevamente a ser utilizado por el Espí­ritu para la guerra en el mundo visible. No puedo estar presto hasta estar limpio, pero cuando lo es­toy, ya estoy a punto. Y, sobre esta base, puedo volver a limpiarme tantas veces como sea necesario.

Este es para muchos cristianos el punto central del problema de la concordancia con la realidad. Todos hemos de batallar con el problema de la concordancia con la realidad. Los hombres llegan a curiosos extremos para tocar la realidad, pero aquí está la clave: «Hijitos míos, os escribo esto para que no pequéis.» Así naturalmente, la llamada va dirigida a no pecar. «y si alguno hubiese peca­do, abogado tenemos (incluyendo al propio Juan, que se coloca él mismo en esta categoría) para con el Padre a Jesucristo el Justo» (1 Jn. 2: 1).

Esta es la clave de la realidad para mí perso­nalmente. Si me adhiero a la sangre de Cristo en la fe, la realidad descansa en esto: no en intentar vivir como si la Biblia enseñara el perfeccionismo. Ahí no se encuentra ninguna base para la realidad; ésa es sólo una base para el subterfugio o para la desesperación. Pero existe aquí una realidad: la realidad de los pecados perdonados; la realidad de la certeza de que cuando un pecado concreto se pone bajo la sangre de nuestro Señor Jesucristo, es perdonado. Esta es la realidad de una relación restaurada. La realidad no es sólo cuestión de credos, por más que los credos tengan su impor­tancia. La realidad debe ser reanudada y experimentada sobre la base de una relación reanudada con Dios a través de la obra realizada por el Señor Jesucristo sobre la cruz.

Hemos de decir otra cosa sobre este tema: «Si, pues, nos examinásemos a nosotros mismos, no seríamos juzgados; mas siendo juzgados, somos castigados por el Señor, para que no seamos con­denados con el mundo» (l Co. 11:31-32).

Esto nos enseña que no necesitamos esperar para recibir una corrección antes de que sea rea­nudada nuestra amistad con Dios. La corrección de Dios no es un castigo. El castigo se acabó en la cruz del Calvario. Es una corrección para de­volvernos a la amistad con El mismo, y no ne­cesitamos esperar a recibir una corrección antes de que nuestra amistad pueda ser reanudada. La corrección de un hijo de Dios no reviste el carácter de castigo. Eso acabó en la cruz. No existe un peligro oculto cuando Dios santo es el Juez. Nuestra culpa desapareció de una vez para siempre. Por tanto, si nos juzgamos a nosotros mismos, ya no recibiremos corrección alguna.

Por consiguiente, podemos leer estos dos ver­sículos empezando por detrás, así: Dios no nos va a condenar con el mundo, así que nos dará una corrección. Pero si nos juzgamos a nosotros mis­mos y llamamos pecado al pecado, y lo ponemos bajo la sangre del Señor Jesucristo, entonces no nos tendrá que dar ninguna corrección. Es esto a lo que Pablo nos apremiaba. Sin comparación posi­ble, lo mejor es no pecar, pero ¿no es maravilloso que cuando pequemos, podamos acudir presurosos al lugar de la renovación? «

Así pues, lo que Dios nos quiere decir es que consideremos como uno de sus dones en esta vida, la liberación de la falsa tiranía de la conciencia. La mayoría, por no decir todos los cristianos, encuentran que el primer paso en la curación sustancial que pueden tener en la vida presente es la curación sustancial de la división que hay en sí mismos que es un resultado de la caída y del pecado. El hombre está ante todo separado de Dios, luego de sí mismo, y finalmente de sus compañeros los hombres y de la naturaleza.

La sangre del Señor Jesucristo aportará una absoluta y perfecta restauración de todas estas cosas cuando Jesús vuelva. Pero en la vida presente debe haber una curación sustancial que incluye las consecuencias de la separación de un hombre consigo mismo. Este es el primer paso hacia la liberación en la vida presente de las consecuencias de las ataduras del pecado.

Francis Schaeffer, es un renombrado escritor, conferencista, filósofo y teólogo cristiano. Es considerado como uno de los pensadores evangé­licos más prominentes de nuestros días. El y su esposa Edith son los fundadores y directores residentes de L ‘Abri, una comunidad cristiana en los Alpes suizos.

Tomado del libro La verdadera espiritualidad por Francis A. Schaeffer. Logoi Inc.

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Reproducido de la Revista Vino Nuevo vol. 5-nº 2 junio 1983.