Por Francis Martin

Una respuesta a la antigua pregunta: ¿Por qué sufren los cristianos?

Si queremos entender el significado y el propó­sito del sufrimiento en nuestras vidas, tenemos que fijarnos en el ejemplo de Jesús. Soportó el sufrimiento en obediencia al Padre; fue a través del dolor, el sufrimiento y la muerte que Jesús nos redimió. Ahora él usa el sufrimiento para disciplinarnos y enseñarnos, para hacernos santos, para mostrarnos la vida interna de Dios, esa suje­ción completa a la voluntad del otro que se encuentra en el corazón de la Trinidad.»

«Aunque era Hijo,» dice de Jesús el escritor de Hebreos, «aprendió obediencia por lo que pade­ció» (Heb. 5: 8). Realmente, Jesús sufrió porque era Hijo: «Porque el Señor a quienes ama disci­plina, y azota a todo hijo que recibe» (Heb. 12:6). Jesús nos hizo hijos del Padre por medio de su muerte y resurrección; por eso compartimos la disciplina de Dios: «El nos disciplina para nuestro bien, para que participemos de su santidad» (Heb. 12: 10).

La disciplina del Señor se efectúa en el sufri­miento. El principal obstáculo que tenemos para comprender el sufrimiento es la convicción egoís­ta de que Dios es como una súper aspirina para todos nuestros males. Juntamente con esa convic­ción va el profundo temor de que Dios realmente no nos ame. Constantemente le pedimos que pruebe su amor dándonos «éxito», usualmente se­gún las normas de este mundo. Pero el Padre nos ama demasiado para ceder a nuestra demanda de alimento para bebés: «Porque el Señor a quienes ama disciplina.»

De acuerdo a esta era tecnológica, los obstácu­los son cosas de las que nos deshacemos. Si una montaña se interpone en la construcción de una carretera, quítela con un ejército de tractores. Si un río se atraviesa, haga un puente. Si le estorba esta enorme caja, llame al montacargas para que la haga a un lado. Estos impulsos, apropiadamen­te canalizados, son las extensiones de nuestra responsabilidad en el mundo que Dios nos ha confiado. Pero ¿qué si los obstáculos en nuestras vidas no se mueven tan fácilmente? ¿Significa eso que algo anda mal? ¿Qué si estamos enfermos y no mejoramos? ¿Qué si los miembros de nues­tra familia no maduran como deseamos? ¿Qué debemos hacer? ¿Mejorar nuestra técnica de oración? ¿Buscar a otro que nos dé un consejo mejor?

Esa pudiera ser la respuesta, pero tenga­mos cuidado. Hoy corremos el riesgo de forjar cierta clase de «tecnología espiritual»: de inven­tar métodos seguros para la remoción de obstácu­los. Si la solución no funciona, vamos a la mesa de diseños en busca de otra técnica, como cual­quiera empresa tecnológica.

Esto suena un tanto extraño, pero una búsque­da así, para encontrar la «tecnología espiritual correcta», a menudo acecha tras nuestras oracio­nes y esfuerzos para superar obstáculos. Anhela­mos el éxito. Cuando no lo encontramos, sólo quedan dos explicaciones: o estoy haciendo algo mal y Dios por alguna razón no me quiere mostrar la forma correcta, o realmente no le importo a Dios y mi vida y sufrimiento no tienen significado.

Miremos nuevamente a Jesús. «Por el gozo puesto delante de él soportó la cruz.» Aprendió obediencia por medio del sufrimiento. Abrase a Dios, quien realmente no está interesado en nues­tra clase de éxito, sino que quiere darnos la sabi­duría de Jesús: la capacidad de confiar solamente en el Padre, de poder decirle: «Sólo tú eres mi gozo.» Únicamente cuando somos humillados por nuestra incapacidad de remover obstáculos (no sólo «pruebas espirituales»), podremos compren­der a Jesús. Esta es toda la meta de lo que el Nue­vo Testamento Griego llama paideia, la disciplina o educación de Dios.

Cuando hayamos aprendido algo de la humil­dad de Jesús, estaremos libres. El éxito, aún nues­tra idea del éxito espiritual, no importará. Todo lo que importa es la voluntad del Padre y nuestra profunda y serena confianza en él. En este punto, la «carga del pecado que nos asedia» comenzará a caerse. Comprendemos que el Señor nos ha es­tado disciplinando para que podamos «participar de su santidad» y que su corrección está produ­ciendo «el fruto apacible de justicia.»

Cuando Jesús dijo que la grandeza era peque­ñez, no quiso decir que los que se volvieran pe­queños recibirían un ascenso. Su significado pre­ciso es que en la pequeñez hay sabiduría. Se trata de una sabiduría que está escondida de todos, me­nos de los que han aprendido obediencia, frente a situaciones realmente imperfectas. Pablo expre­só esta sabiduría así: «A fin de conocerle, y el poder de su resurrección, y la participación de sus padecimientos, llegando a ser como él en su muerte.» ¿Por qué hizo Pablo esta oración? «A fin de llegar a la resurrección de los muertos» (Fil. 3:10,11).

Este es el mismo Pablo que había orado por tantos y había sido escuchado y que le había pedido tres veces al Señor que lo librara de su su­frimiento. El Señor le respondió: «Bástate mi gracia, pues mi poder se perfecciona en tu flaque­za.» Pablo lo recibe con acierto y dice: «Gustosa­mente prefiero gloriarme en mis debilidades para que el poder de Cristo more en mí» (2 Cor. 12: 9).

Conozco a una mujer que dio a luz un niño mongoloide al inicio de su vida matrimonial. Era su momento de crisis. Ya había tenido otro hijo; su esposo tenía dinero; la pareja tenía por delante todas las satisfacciones materiales, sociales y artís­ticas de una vida exitosa. Su hijo mongoloide no era algún problema abstracto; significaba un cambio radical en sus vidas. Esta no era una carga que se iría «con oración»; era un misterio del sufri­miento. La mujer abrió su corazón a este misterio. Libremente rindió todas esas noches que pudo disfrutar con sus amistades interesantes y tomó a este niño en sus brazos como si fuera Cristo.

Veintiún años después, este hijo está rodeado de una familia amorosa de otros cinco hijos. El mis­terio tocó a todos. Lo revelan en sus vidas y en su conocimiento de Dios. Cada vez que entro en la habitación de este muchacho, siento la presencia del Señor. El nacimiento de este hijo hizo que la mujer viviera sin mucho de lo que estaba acostum­brada. Pero ahora tiene una comprensión de Jesús que sólo viene en el «andar como él anduvo» (1 Juan. 2:6).

Conozco a un hombre que está muriendo, que saluda al dolor como a su «hermana.» Conozco a otro hombre, bendito Matt Talbot, que santificó los sufrimientos impuestos sobre él por una vida previa de alcoholismo y se convirtió en un vaso que lleva el perfume de Cristo. Sé en mi poca ma­nera de ser que las injusticias y las privaciones diarias de mi vida, se transforman ahora en opor­tunidades de libertad.

Todos nosotros debemos examinar nuestras vidas y tratar de ver lo que el Señor nos está ense­ñando a través de nuestras imperfecciones y sufri­mientos. C. S. Lewis dijo una vez: «Dios nos susu­rra en nuestros placeres, habla en nuestras con­ciencias, pero grita en nuestras penas; es su megá­fono para levantar a un mundo sordo.» El dolor es el lugar donde llegamos a ser como Jesús y donde le comprendemos. Cuando tengamos temor del dolor, podemos buscar a ciertas personas que conocemos y que han sufrido. Podemos ver y tocar en ellas la presencia viva de Jesús diciendo:

«Fortaleced las manos débiles, y las rodillas que flaquean, y haced sendas derechas para vuestros pies, para que el miembro cojo no se descoyunte, sino que sea sanado» (Heb, 12:12,13).

Por causa de Jesús, ser tratado como un hijo de Dios es una bendición y una alegría también.

Francis Martin es autor de dos libros: The Footprints of God (Las huellas de Dios), y Touching God (Tocando a Dios).

Este artículo apareció originalmente en New Covenant Magazine.

Reproducido de la Revista Vino Nuevo vol. 5-nº 6- abril 1984