Por Hugo Zelaya

La Crucifixión, la tortura física de Jesús, vista desde la perspectiva médica del Dr. C. Truman Davis, fue uno de los artículos que más me impresionó en este número. Realmente me hizo pensar de nuevo, y de una manera más detenida, en el regalo precioso que Dios nos dio por medio de su Hijo Jesucristo.

Mis emociones fueron conmovidas profundamente. Ya hacía tiempo que no les permitía libre expresión en esta área y fue refrescante su efecto poste­rior. Me doy cuenta de que no debemos detenernos allí, sino que debemos ir más allá para ver la realidad de la vic­toria que Jesús ganó con su muerte y de la que él nos ha hecho partícipes.

Hay una natural reacción en el pue­blo evangélico a todo lo que tiene sa­bor a otra religión, aunque sea cristia­na. Con esta actitud, hemos dejado es­capar de nuestra experiencia personal muchas realidades y verdades válidas. Hemos visto cómo el fervor religioso popular ha hecho un énfasis exagerado, y en muchos casos una demostración de emoción pasajera de la pasión y muerte de Jesús, dejando pasar, casi inadvertidamente, la alegría de su triun­fo en la resurrección. Nosotros hemos querido suplir esa falta a modo de reac­ción dando más atención a la resurrec­ción y pasando quizás demasiado rápi­do el período de su agonía.

Las reacciones son casi siempre ne­gativas. Por lo menos en este sentido lo son. La motivación ha sido oponerse a lo que otros hacen porque no están con nosotros. Este reaccionar resiste todo lo que no lleva nuestra etiqueta particular. Si bien es de sabios aprender de los errores de los demás, es impor­tante también que al hacerlo no nos vayamos al otro extremo para caer en un error opuesto.

He encontrado a hermanos que han ido demasiado lejos en su reacción al religiosismo popular. Para ellos la reali­dad del sufrimiento de Jesús es opacad por el emocionalismo sin fondo es­piritual que se observa especialmente en tiempos de Semana Santa.

De cualquier forma que lo veamos, Dios quiere darnos un toque fresco del Espíritu para hacernos ver de una ma­nera renovada su infinita misericordia en la entrega de Jesús por nosotros.

El padecimiento voluntario de nues­tro Señor fue más allá de lo experimen­tado por cualquier hombre. Humana­mente estamos hechos para evitar el sufrimiento. No es natural dejarse ator­mentar sin ofrecer resistencia, aún sa­biendo que eso traería un beneficio muy grande a los seres que queremos. Cualquiera de nosotros está dispuesto a hacer lo imposible para escapar al más leve sufrimiento. He leído de acciones muy heroicas en la vida real, pero nin­guna se compara con lo que Jesús hizo por nosotros. Su muerte nos hubiera parecido más bien una liberación que tardó demasiado en llegar.

Meditemos especialmente en el cos­to de la gracia de Dios. No seamos reci­bidores ingratos de su amor. El efecto total de nuestra redención viene con la realización de que nosotros fuimos los culpables y los merecedores del supli­cio al que Dios sometió a su Hijo como la prueba más grande de su amor. Si para nosotros la redención es gratis, el precio que Dios tuvo que dar es infini­tamente grande y digno de él.

Pensemos también que hay un pre­cio que nosotros podemos y tenemos que pagar para que el efecto de su re­dención sea completo. Este precio in­cluye vender todas las perlas que tengamos para comprar la de gran precio. Requerirá vender todas nuestras pose­siones para comprar el campo donde está el tesoro. Será dejar lo que estemos haciendo para seguirle en una vida de discipulado. Es coronar a Jesús como Soberano absoluto de nuestras vidas. De todas maneras suyos somos ya, pues él nos ha redimido con la simiente pre­ciosa de su sangre. ¡A él sea toda la gloria, la honra y el poder para siempre!