Por P. Francisco López de Dicastillo

Hacer el ridículo, así ¡lo que se llama hacer el ridículo, vamos! creo que no gusta a nadie. Pero más de uno, y sobre todo más de una, se resigna a ello, a cambio de otras cosas, por ejemplo, llamar la atención. ¡Ay, cómo anda de cabeza eso que llaman escala de valores!

Una explicación podía estar en que han va­riado los cánones del ridículo, más que los cánones del arte o de la belleza. Lo que a nues­tras abuelas parecía normal y decente: llevar el ruedo de la falda a ras del suelo, hoy roza con lo ridículo. A no ser en fiestas de socie­dad, donde andan a ras del suelo otras cosas.

Es fácil de tachar de ridículas las posturas ajenas: jovencitos y damitas que apenas se han asomado a la vida, llaman con voz atiplada, ri­dículos y anticuados a sus papis. No caemos en la cuenta de que la misma postura ridícula la estamos adoptando para el que está frente a nosotros.

Las formas y la gama de la ridiculez es infi­nita; como para hacer un grueso diccionario. Ridículo el imberbe que se las da de hombre porque sabe fumar cigarrillos y soltar entre tra­go y trago algún palabrón; o el sesentón, en bas­tón apoyado, corriendo tras una quinceañera …

Un decorado imprescindible en el escenario de toda sociedad: monigotes, intentando representar la grandiosidad de una tragedia grie­ga, y viene a resultar una comedia o un inten­to de sainete, que inspira compasión. No ha­ce falta ir al teatro para ver engendros de se­mejante especie.

Siempre se encuentra un hazmerreír de la gente: en la oficina, en la clase, en la fábrica … Es el clásico cabeza de turco, el chivo expiato­rio donde descargar nuestro sadismo, nuestro mal humor, o nuestras culpas. Todos ponemos nuestras manos en fabricar tales fetiches. Y como se nos nota, a lo lejos, hacemos el ridícu­lo en esconderlo.

Hacer el tonto, montar un show para diver­tir a los demás, ya es otra cosa. Sería manía sublime, la manía de hacer feliz a la gente, aunque fuera haciendo el tonto. Al listo, al que de veras es inteligente, no le importa hacer el tonto en contadas ocasiones; el tonto, aunque siempre lo está haciendo, le costará creer que lo hace, porque está fuera de su in­tención, aunque sea tan natural en él.

Lo natural, lo normal, es un concepto que se ha ampliado mucho. Todo hoy quiere ser o pasar por natural. Y esto puede ser muy peli­groso. Si ello significa que vamos perdiendo capacidad del escándalo, que hemos alcanzado la madurez y una más amplia comprensión, entonces hemos avanzado muchos lustros. Si ello comporta que hemos perdido capacidad de asombro, de crítica sana, si significa que no distinguimos la frontera entre el bien y el mal, estamos volviendo al prólogo de la pre-historia.

Poner en ridículo una postura que una visión de la vida juzga noble, ponerse de rodillas ante la presencia de lo sobrenatural, poner en ridí­culo la verdad, siempre en postura camuflada, es arma muy eficaz y empleada en estos tiem­pos en que el poder de las tinieblas pugna por campar por sus respetos.

Hoy el hombre digno de tal nombre, la mu­jer digna de sí, se ven obligados, muchas veces, a hacer el ridículo, porque van contra corrien­te; porque lo normal, la gente que parece normal, se deja llevar de ella. Allá va Vicente, donde va la gente. ¿Será derrotista afirmar que muchas mujeres y muchos hombres son eso, restos de naufragio a merced del vaivén de las olas?

Ninguna postura ha parecido más trágica­mente ridícula que la del Hijo del Hombre, sin figura siquiera de hombre, afirmando solemne­mente ante Pilato: «Yo soy Rey». Servir a la verdad, se ha convertido en tantas ocasiones, en hacer el ridículo. Romanos y Judíos, los de uno y otro bando, clavaron el INRI, como el slogan más ridículo que jamás puso nadie sobre cabeza alguna.

Pero esta postura del Hijo del Hombre sigue denunciando la estupidez y locura humana   convirtiéndola en sabiduría divina.

Tomado del libro «Caminando» de P. Francis­co López de Dicastillo.

Reproducido de la Revista Vino Nuevo vol. 4 nº 10 diciembre 1982