Por Hugo Zelaya

No siempre es sencillo discernir lo que Dios quiere que haga­mos.

La aplicación de este criterio gene­ralizado en situaciones específicas no es del todo fácil.

Por ejemplo, en sus últimos días, el Señor se vio frente a dos cosas su­mamente importantes que representa­ban la voluntad de su Padre para él: su vida y ministerio en la tierra y su muerte y conquista en la cruz. Aparen­temente, lo más urgente era continuar con el ministerio que Dios le había encomendado sobre la tierra. Si toma­ba esa decisión, entonces tendría que evitar su muerte por todos los medios a su alcance. Ya en una ocasión lo había hecho cuando regresó de Nazaret donde se había criado. A su reclamo de ser el Mesías prometido, sus vecinos lo lleva­ron hasta la cumbre de un monte para tirarlo desde allí, pero «él pasó por en medio de ellos y se fue» (Mt. 4:30).

Sin embargo, Jesús sabía que su muerte era inminente. No la evitó por apego a la vida solamente, sino porque sabía que no era el tiempo de Dios para morir. Su agonía en el huerto de Getse­maní se debió en gran parte a la con­frontación de esas dos tareas de impor­tancia trascendental. Cuando supo cuál era la prioridad del Padre, se entregó sin ofrecer ninguna resistencia.

Como Jesús, nosotros también po­demos conocer la voluntad del Padre y esa será nuestra prioridad en la vida.

La tarea de clasificar, en orden de importancia, los asuntos de la vida, es muy necesaria y a veces muy difícil.

Es necesaria porque sin este conoci­miento corremos el riesgo de pasar to­da nuestra existencia ocupados en ta­reas que a la postre no contribuyan gran cosa para el mejoramiento del nú­cleo social en que vivimos. Es difícil porque después de separar lo que es obviamente superfluo, todavía queda un sinnúmero de asuntos que, de tener la capacidad de realizarlos, harían un impacto saludable en nuestras vidas y en las de las personas que nos rodean.

También es difícil determinar el or­den de importancia de las cosas si las medimos con el tiempo limitado con que contamos. No consideremos, sin embargo, esta medida como nuestro enemigo, porque en ocasiones resulta ser todo lo contrario. Hay cosas que cambian de valor con el transcurso del tiempo y eso nos ayuda a separar lo que es realmente significativo. Las co­sas de importancia en la vida no pierden su valor con el paso de los días.

Ciertamente que esta tarea es difícil, pero no imposible, si contamos con un criterio o juego de reglas que nos ayu­den a definir lo que es verdaderamente importante y con la disciplina personal para dedicarnos a su realización.

En términos generales podemos trazar un curso de acción definido. La Bi­blia habla con toda claridad de la deci­sión de Dios de involucrarnos en su propósito. Los cristianos deben verse como parte esencial del plan divino, de manera que como dice el apóstol Pablo, «ya no vivan para sí, sino para aquel que murió y resucitó por ellos» (2 Cor. 5: 15). El propósito de Dios es estable­cer una nación sobre la tierra que refle­je sus atributos, su justicia, su autoridad y su gloria.

El cristiano sabe que debe ajustar su vida a las condiciones de una relación determinada por Dios para ponerlo en un lugar donde pueda cumplir con ese propósito. Estas condiciones están expresadas en sus leyes y en sus manda­mientos y son las que producen y de­terminan el orden de las prioridades. Las leyes de Dios revelan su manera de ser y hacer las cosas, por un lado, y por otro nos instruyen para que sepamos escoger lo que es verdaderamente sig­nificativo. La obediencia y el cumpli­miento de sus mandamientos produce madurez y eficiencia en el cristiano. Sus decisiones ya no las hace a su anto­jo, sino de acuerdo con la voluntad y plan de Dios para su vida. Este es el gobierno que Dios quiere tener en la vida de su pueblo.

Además de los mandamientos es­critos, el cristiano tiene la vida de Cristo dentro suyo que siempre busca hacer la voluntad de Dios. También cuenta con la iluminación del Espíri­tu Santo que le ayuda a discernir lo que es de importancia para él. El cri­terio para alcanzar una decisión es la voluntad de Dios y no su conveniencia o deseos personales. De manera que no depende de la sabiduría o del conoci­miento humano para determinar un orden, sino de Cristo, de la Palabra y del Espíritu.

Reproducido de la Revista Conquista Cristiana vol. 4-nº 11 -febrero 1983