Por Don Basham

Una cosa te falta: anda y vende todo lo que tienes, y dalo a los pobres, y tendrás tesoro en

los cielos; y ven, sígueme,

Pero al oír estas palabras se afligió, y se fue triste porque tenía muchas posesiones (vs. 21- 22).

 Hay dos ocasiones distintas en las Escrituras en las que dos hombres le hicieron la misma pregunta a Jesús: «¿Qué haré para heredar la vida eterna?» Su respuesta fue diferente en cada oportunidad; cada uno de estos hombres tenía un problema particular.

El capítulo 10 de Marcos narra la bien conocida historia del joven rico que se acercó a Jesús y le hizo esa pregunta. Cuando Jesús le dijo que obedeciera los mandamientos de Dios, él le respondió; «Maestro, todas estas cosas he guardado desde mi juventud» (v. 20). Jesús sabía que el joven rico era sincero y el Señor quiso responderle de una manera que le fuese de ayuda. Sin embargo, vio la gran necesidad en su vida y se dirigió a ella directamente.

El obstáculo que este joven rico tenía para comprometerse en la manera que Dios lo quería, eran sus muchas posesiones. No pudo dejar su dinero para entrar en la clase de vida y ministerio que Dios tenía para él.

A pesar de su sinceridad cuando hizo la pregunta, no fue capaz de comprometerse con la voluntad de Dios para su vida.

En Lucas 10 leernos sobre el otro hombre que hizo la misma pregunta. Este era un intérprete de la ley que intentaba probar a Jesús. «Entonces cierto intérprete de la ley se levantó, y para probarle dijo: Maestro, ¿qué debo hacer para heredar la vida eterna?» (v. 25). En esta ocasión el Señor no respondió de inmediato corno lo había hecho con el joven rico, sino que él también le hizo una pregunta: «¿Qué está escrito en la ley? ¿Qué lees en ella?» (v. 26). El intérprete le respondió con un solo versículo del Antiguo Testamento:

Amarás al Señor tu Dios con todo tu cora­zón, y con toda tu alma, y con todas tus fuerzas, y con toda tu mente; y a tu prójimo co­mo a ti mismo.

Y Jesús le dijo: Has respondido bien; haz esto y vivirás.

Pero queriendo justificarse a sí mismo, él dijo a Jesús: Y ¿quién es mi prójimo? (vs. 27-29).

Básicamente este hombre preguntaba: ¿Con quién y hasta qué grado es mi compromiso? Es­ta pregunta está fundamentalmente ligada con lo que Dios nos está diciendo hoy.

En respuesta, Jesús cuenta una parábola de un hombre que viajaba de Jerusalén a Jericó y que fue atacado por ladrones. Le robaron lo que tenía, lo golpearon brutalmente y lo dejaron medio muerto. Pasó un sacerdote y luego un levita y am­bos pasaron por el otro lado del camino para evi­tarlo, pero un samaritano se le acercó y se involu­cró totalmente en el cuidado de este hombre.

Para completar la parábola, Jesús le pregunta al intérprete de la ley: «¿Cuál de estos tres piensas tú que demostró ser prójimo del hombre que cayó en manos de los salteadores?» Cuando este respon­dió que el que le había mostrado misericordia, Jesús le dijo sencillamente: «Ve y haz tú lo mis­mo» (vs. 36-37).

¿Quién es el prójimo?

Los cuatro personajes que escogió Jesús pa­ra contar su parábola, nos enseñan lo que significa involucrarse. El primero que menciona Jesús es el hombre que cayó entre salteadores, que fue des­pojado, golpeado y abandonado medio muerto. Pudo haber sido un negociante de viaje en función de su trabajo, que en un momento gozaba de buena salud, y que al siguiente instante, sin tener él la culpa, cae víctima de un crimen.

Quiero hacer la observación que el mundo está lleno de esta clase de víctimas. Estamos rodeados de personas heridas y de vez en cuando nosotros mismos somos las víctimas. No sólo los individuos han sido el blanco de los asaltos del enemigo, si­no también la familia, la iglesia y la nación entera. Para que nuestro compromiso cuente de verdad, tenemos que involucrarnos con todos aquellos que han caído víctimas de los salteadores. Jesús dice que para amar al prójimo tenemos que hacer algo con lo que lo está lastimando o le está cau­sando dificultades en su vida.

Después viene el segundo personaje de la pará­bola: el sacerdote. No había nadie más importan­te que los sacerdotes en los días de Jesús. Su fun­ción principal consistía en dirigir la adoración y cualquier otro ministerio en el templo. En segun­do lugar, él era quien ministraba la palabra de Dios al pueblo. Es obvio, por lo tanto, que este sacerdote que viajaba de Jerusalén a Jericó era un hombre que tenía un ministerio importante. Era un hombre fiel a su profesión y entregado a Dios.

Podríamos compararlo con cualquier líder religioso en nuestros días a sus anchas en toda clase de reuniones religiosas. Tal vez llevaba se­manas de no ir a casa e iba camino a otra serie de reuniones, respondiendo a ese poderoso llamado tan familiar a todos nosotros los ministros: «Her­mano, lo necesitamos aquí.» Quién sabe si ahora no iba camino a alguna convención en Jericó, muy apurado por llegar a tiempo a la reunión donde lo esperaban unos cuantos miles de perso­nas. De repente, se encuentra con este hombre he­rido en medio del camino. Realmente que la situa­ción es bien incómoda y la decisión muy difícil de hacer entre su ministerio público y este asunto tan desagradable.

Casi puedo oír lo que seguramente pensó: «Des­pués de todo soy el orador principal. El éxito de la convención depende de mí, Los preparativos se han hecho desde hace nueve meses y mucho ayuno y oración han precedido a esta campaña.» Hizo su decisión y pasó de lejos por el otro lado del camino.

El tercer protagonista en este drama es el levita.

Este era un hombre religioso también. No era un maestro bíblico como el sacerdote, sin embargo, su responsabilidad tenía que ver con el cuidado del templo y otros asuntos religiosos. El también iba camino a la convención en Jericó. No era el orador principal, pero tal vez era el presidente del comité organizador. Seguramente tenía que dirigir la reunión esa noche y recoger la ofrenda. El éxito de la campaña estaba en la balanza; todo dependía de su habilidad para recoger una buena ofrenda.

También él es confrontado con una difícil situa­ción. «Si me detengo para ayudar a este pobre via­jero; me voy a ver complicado en su problema y no voy a llegar a tiempo a la convención. Si no es­toy allí para hacerme cargo de las cosas, la campa­ña no logrará alcanzar su presupuesto.» El también hizo su decisión y pasó por el otro lado del camino.

El cuarto actor que entra en la parábola es el samaritano. Los samaritanos en los días de Jesús eran un grupo marginado; una secta y una mino­ría despreciada. Los israelitas odiaban tanto a los samaritanos que preferían rodear sus ciudades a pasar por ellas. Por lo tanto, tiene un significado muy grande que Jesús, después de describir la ma­nera en que los líderes religiosos de sus días igno­raban al hombre en su necesidad, hace al samarita­no el héroe de la historia.

El sacerdote y el levita tenían ambición, pero el samaritano era compasivo y cuando encontró al hombre herido, se involucró en su problema. Hizo a un lado sus planes, su horario y sus intereses propios. Ordenó sus prioridades y decidió hacer algo con respecto a la miseria de ese hombre.

Tuvo que pagar un precio. Se acercó a él y ven­dó sus heridas (se ensució sus manos con la sangre del hombre); derramó vino y aceite en ellas (tomó sus propios recursos y los gastó en el hombre). Lo montó en su propia cabalgadura, buscó hospedaje y se quedó con él toda la noche cuidándolo. Tal vez el samaritano también iba a la convención en Jericó, pero la perdió por quedarse con el hombre, ayudándole a pasar el momento de crisis.

A la mañana siguiente, el samaritano pagó la cuenta del hospedaje y dio estas interesantes instrucciones al hotelero: «Cuídale y todo lo demás que gastes, cuando yo regrese te lo pagaré.» Eso indica que el samaritano estaba decidido a llevar hasta su última consecuencia el compromiso que había hecho con la víctima. Su esfuerzo iría más allá de su buena acción inicial. Había hecho ya to­do lo que podía por el hombre cuando lo encon­tró herido y lo llevó a un lugar donde pudiera re­cibir más ayuda, pero él sabía que su responsabi­lidad no había terminado con eso. Decidió regre­sar para ministrarle de nuevo y cuidarlo hasta que se hubiere mejorado. Su compromiso era completo.

El sacerdote y el levita tenían ambición, pero el samaritano era compasivo…

Ordenó sus prioridades y decidió hacer algo. . .

El sacerdote y el levita eran hombres religiosos con reputación, ministerios y una gran responsabilidad pública y muy posiblemente tenían la teología correcta. El samaritano era un paria que pertenecía a una minoría despreciada; su teología era tal vez poco ortodoxa, pero su corazón no tenía miedo de comprometerse y eso lo llevó a involu­crarse en la miseria de otro hombre.

En esencia, lo que Jesús decía al intérprete de las leyes es que, si él quería cumplir con el manda­miento de Dios y si quería obtener la vida eterna, fuera y se involucrara en una forma de com­promiso continuo con los que tenían problemas y habían caído víctimas del mal.

De la misma manera, Dios quiere que aceptemos el compromiso de involucrarnos con las personas que tienen problemas. Este es el mensaje que he­mos de aprender si queremos ir más allá de los ca­rismas, porque hacer un pacto con las personas significa involucrarnos en sus problemas.

Involucrarse con todos

Dios nos está llamando la atención para que nos involucremos con todos, no sólo con nuestro grupo. Los principios de compromiso y de pacto que debemos aplicar deben de ser totales. Dios es­pera de nosotros, según sea nuestro conocimien­to, una entrega completa a los principios que go­biernan nuestro compromiso con él y con su pue­blo, y al establecimiento de su gobierno en la tie­rra. No cabe duda alguna que la aplicación de este conocimiento en las relaciones de pacto está en el centro del propósito de Dios.

Sin embargo, debe­mos entender también, que los millones de cristia­nos que aún no saben nada de compromiso y de pacto son igualmente parte del Cuerpo de Cristo y que de una forma u otra nos hemos de involu­crar con ellos porque todos hemos hecho el mis­mo pacto con Jesucristo.

A menudo no pensamos en la familia de Dios de la manera en que él lo hace. Cuando Dios ve a su familia, hay más gente de la que está en nuestro grupo en particular. Si bien es cierto que nosotros somos una parte de su familia, Dios es quien añade a su número y hay millones de personas que son nuestros hermanos que todavía no comprenden lo que estamos haciendo y otros que sienten que es­tamos resistiendo el propósito de Dios. Pero de alguna manera tenemos que mantener el contacto con los que no nos entienden y aún con los que nos critican. Dios nos tiene que dar su gracia para amar a todos nuestros hermanos y hermanas en Cristo.

Hay un poema escrito por uno de los poetas más grandes de los Estados Unidos, Edwin Markham  (1852-1940), que ilustra la actitud que debemos de tener. Markham tenía un socio en su negocio que lo había defraudado. Se sentía herido e inca­paz de perdonarlo. Esto le había afectado tanto que había perdido su inspiración y no podía escri­bir sus versos. Después de mucho tiempo de luchar con esta traición, pudo finalmente recibir la gra­cia de Dios para perdonarlo. Cuando lo hizo, in­mediatamente se sentó a escribir este famoso verso titulado: «Más astuto.»

El hizo un círculo para dejarme fuera,

Hereje, rebelde, tan despreciable era.

Pero con más astucia que él, amor y yo,

Otro círculo hicimos y a él lo incluyó.

Aunque se nos llame herejes y rebeldes, de al­guna manera tenemos que continuar haciendo un gran círculo de amor alrededor de esos que no nos comprenden. Al final, tendremos que involucrar­nos con todos los que confiesan el nombre de Je­sucristo.

La intervención sobrenatural de Dios

El Señor nos recuerda también que cuando nos involucramos con las personas, se revela lo que Dios puede hacer en combinación con lo que no­sotros podemos hacer. Muchos de nosotros entra­mos en las cosas de Dios a través de la renovación carismática y durante esa fase tuvimos primordial­mente una mentalidad vertical. Nuestra concentra­ción estaba en lo que Dios podía hacer para noso­tros por medio de los milagros, los dones del Es­píritu y las otras evidencias maravillosas de su amor. Este énfasis vertical es válido y precioso.

Luego, el Señor comenzó a dirigir nuestra atención de lo vertical a lo horizontal, haciéndonos pensar en la manera de relacionarnos unos con los otros y cuál era el pacto que existía entre nosotros. La tendencia nos llevó a apartarnos un poco de la de­pendencia que teníamos en el poder sobrenatural de Dios, para enfocar la atención en la necesidad de mejorar nuestras relaciones. Llegamos a ver acertadamente que los milagros no eran la respues­ta para todas las cosas y que existían ciertas cosas que Dios esperaba de nosotros en cuanto a los tér­minos de nuestras relaciones. Sólo lo podíamos hacer con la gracia suya, pero en formas dolorosamente humanas.

Llegamos a apreciar la necesidad de las relacio­nes horizontales y se convirtió en una prioridad por muchos años obedecer el compromiso adquirido entre las familias, entre marido y esposa, pa­dres e hijos, entre hermanos y hermanas de pacto. Era necesario que aprendiéramos a tratarnos con sinceridad y apertura, pero Dios nos está mostran­do que él no nos ha dado a escoger entre lo prime­ro y lo segundo; que él quiere que hagamos ambas cosas.

De la misma manera en que tenemos la ten­dencia de irnos demasiado lejos a depender de los milagros y a buscar una manera fácil de escape, nos inclinamos a irnos a un extremo en la verdad horizontal, esperando solucionarlo todo con las relaciones entre nosotros. Pero hay limitaciones como dolorosamente nos hemos dado cuenta.

Hace algunos años, fui invitado a ministrar so­bre la liberación de demonios a una congregación con énfasis en las relaciones. Después del mensa­je, el ministro se paró y dijo: «Apreciamos real­mente al hermano Basham por venir a decirnos todas esas cosas que solían suceder; pero ¿no es maravilloso que ahora que tenemos una relación de pacto, ya no tenemos que depender de la li­beración?» Sus palabras me dejaron muy pertur­bado, porque no hay pacto posible que un demo­nio respete. Con todo lo que las relaciones pue­den hacer, todavía hay ocasiones en que necesita­mos la intervención sobrenatural y dramática de Dios.

Recordemos pues, que el involucrarnos deman­da la combinación de lo que nosotros podemos hacer y de lo que él es capaz. No caigamos en la trampa de escoger entre lo vertical y lo horizontal. Ambos son necesarios.

No olvide que estamos en guerra

Este es otro punto que Dios quiere recordarnos para que nos involucremos con los demás: Tene­mos que estar conscientes que estamos en una guerra espiritual. Yo todavía estaba en la secunda­ria cuando los japoneses bombardearon Pearl Harbar en la Segunda Guerra Mundial. Mientras mis hermanos mayores se enrolaron en el ejército, fui a trabajar en una fábrica que hacía material de guerra: munición y piezas para aeroplanos. Una de las cosas que recuerdo de ese tiempo es que, con toda su tragedia, la guerra tuvo un efecto uni­ficador en el país. Nunca antes ni después nuestra nación había estado tan unida. Había una vitalidad, una disciplina y una perspectiva común que nos permitieron pasar con optimismo por un tiempo muy difícil. Desarrollamos una mentalidad que ganar la guerra era nuestra prioridad número uno.

La guerra espiritual en que estamos hoy requiere de la misma clase de mentalidad. Tenemos que desarrollar esta manera de pensar si queremos perma­necer firmes y actuar adecuadamente en las bata­llas que tenemos por delante. No tome esto como una exhortación negativa, sino más positiva. Te­nemos que cultivar el porte mental correcto si de­seamos luchar sin perder nuestra paz y la victoria que es nuestra.

…si permanecemos fieles. . . sin temor a involucrarnos. . . bien podríamos llegar a ver ese día cuando el conocimiento de Dios cubrirá la tierra…

¿Por cuál lado del camino?

El último punto nos trae de regreso a la parábo­la. Dios dice que, si queremos vernos involucrados en su propósito en la tierra, tendremos que escoger acertadamente el lado del camino por el cual va­mos a pasar. El camino de Jerusalén a Jericó tenía obviamente dos lados: el que el sacerdote y el levita escogieron, y el que he llamado el lado samaritano, donde había caído el viajero herido y en el que se detuvo este hombre bonda­doso para ministrarle. Sinceramente, la mayoría de las veces preferimos pasar por el otro lado del camino porque es más fácil, más atractivo, más emocionante. Si se viaja por ese lado, las cosas que suceden son más dramáticas y excitantes.

No obstante, Dios no está satisfecho y su pre­sión nos mueve a cruzar donde está el samaritano. No porque donde estemos caminando sea malo o menos de lo que Dios quiere. Ya habrá tiempo para lo emocionante y lo dramático de la expe­riencia cristiana. Si las observaciones de Bob Mumford son correctas, tendremos otro gran de­rramamiento del Espíritu Santo y de nuevo va­mos a tener la oportunidad de viajar por ese lado emocionante del camino. Entre tanto, tenemos que enfrentar la vida en el lado del samaritano.

Sin menospreciar cualquier lado del camino, quiero hacer un contraste entre ambos.

El otro lado del camino lo llevará rápidamente a Jericó; el lado del samaritano lo meterá rápi­damente en dificultades.

El otro lado está pavimentado y lleno de pro­mesas; este lado está lleno de baches y problemas.

El otro lado rodea las ciudades; el lado del sa­maritano pasa por el corazón de los tugurios.

Del otro lado están los carismas; de este el com­promiso.

Por el otro está la invitación al éxito; por este lado conduce al sacrificio.

En el otro lado se busca la fama; de este lado a la familia.

El otro lado promueve las convenciones caris­máticas; el lado del samaritano las comunidades comprometidas.

Del otro lado del camino se busca el poder de Dios; del lado del samaritano el propósito de Dios.

En el otro lado se aprende sobre la fe; en este a perdonar.

En el otro lado están las cruzadas de alguien; en el lado del samaritano hay que llevar la cruz de alguien.

Del otro lado se reclaman sus derechos; de este lado se aceptan sus responsabilidades.

Del otro lado se busca la dirección de Dios; de este su gobierno.

En el otro lado del camino se abraza al cristiano victorioso; del lado del samaritano a los que fra­casan.

En el otro lado se cuenta la ofrenda; de este la­do se cuenta el costo.

Del otro lado del camino se comparte su testi­monio; del lado del samaritano se comparte su cuenta de banco.

Del otro lado se recibe la bendición; del lado del samaritano se acepta la culpa.

Por el otro lado se acepta el ministerio; del lado del samaritano se entrega la vida.

Del otro lado del camino se toca el corazón del pueblo de Dios; del lado del samaritano se toca el corazón de Dios.

¿En qué insiste el Señor? Que pasemos por ca­mino que escogió el samaritano y nos involucre­mos. Si permanecemos fieles y nos involucramos y aceptamos nuestro compromiso de establecer el reino y el gobierno de Dios en la tierra, entonces, por la gracia de Dios, veremos a la Iglesia y a las naciones de la tierra llevadas por el propósito de Dios. Y bien podríamos llegar a ver el día cuando el conocimiento de Dios cubrirá la tierra como las aguas cubren la mar. 

Tomado de New Wine Magazine, febrero 1981

Reproducido de la revista Vino Nuevo vol. 4 nº 5 febrero 1982