Autor Charles Simpson  -Segundo artículo sobre El reino de Dios

¿Qué haremos?  La súplica del corazón que nos abre la entrada al Reino de Dios. 

Nuestra ciudadanía está en los cielos» (Filipenses 3:20), declara Pablo a la iglesia de Filipos. Pablo tenía una ciudadanía múltiple: judío, romano y cristiano. Como tal, estaba sujeto a tres cuerpos de ley: la romana, la judía y la ley de Cristo. El César reclamaba su lealtad como romano; el Sanedrín como judío y Jesús como ciudadano del Reino de Dios.

No era fácil ser ciudadano de tres reinos. Pablo trataba de ser un mejor judío y un mejor romano para la gloria del Señor Jesús. Pagaba sus impuestos, amaba a su prójimo y trabajaba con sus propias manos. Trataba de ser todo para todos. Pero desde el principio de su experiencia cristiana, lo que ocupaba el primer lugar era servir al Señor Jesús. César era el señor de Roma, pero Jesús era el Señor de Pablo y de la iglesia. Pablo había renunciado a su ambición terrenal y se había dedicado a entronizar a Jesús en la vida de todos y eso le trajo dificultades. Con el tiempo fue martirizado, perdiendo así su ciudadanía romana y judía. Sin embargo, recibió la ciudadanía eterna en el Reino de Dios que jamás le será quitada. Cuando se es un buen ciudadano de los cielos, se es un extranjero en la tierra.

El Reino de Dios consiste en aquellos, ya sea de este lado de la muerte o del otro, cuyos nombres están registrados a través de Jesucristo bajo el gobierno de Dios. ¡De esto es que se componen las Buenas Nuevas! Hay otro reino cuyo Salvador es el Señor, donde moran la justicia, la paz y el gozo en el Espíritu Santo, ahora y en la eternidad.

«Vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa», declara Pedro. ¿El cristianismo, una nación? Yo creí que era una denominación».

¡No! Los cristianos son una nación distinta entre las naciones, que tienen un gobierno, leyes y un Señor.

A los gitanos se les conoce como un pueblo nómada, sin país. Hace siglos fueron expulsados de sus tierras y desde entonces andan errantes. Sin embargo, tienen un rey y príncipes entre ellos que son reconocidos.

En un sentido muy real, los cristianos somos peregrinos y forasteros en este mundo. Estamos en el mundo pero no somos de él. Estamos en camino hacia la tierra de la promesa de Dios que El nos ha preparado. Aunque todavía no estemos en nuestra tierra, ya somos un pueblo con identidad y gobierno. El Señor Jesús es nuestro Rey. Mantenemos nuestra identidad en medio de los pueblos de la tierra, aprendiendo a caminar por sus caminos y a vivir de acuerdo con Su voluntad. Un día El reinará sobre todo el mundo y nosotros con El. Mientras tanto, El reina en nuestras vidas y nos enseña a reinar sobre nosotros mismos, en nuestras familias y en la iglesia que es Su cuerpo. En la medida que Cristo reina sobre nosotros, reinará a través de nosotros y un día reinaremos con El.

En casi todas las ciudades grandes del mundo, existen .comunidades de extranjeros. Al igual que las comunidades alemanas, francesas, chinas, etc. que puedan haber en nuestra propia ciudad. Los estadounidenses, por ejemplo, que viven en el extranjero, están sujetos al gobierno de los Estados Unidos, tanto como los que viven en su patria. Hablan el mismo idioma y tienen las mismas costumbres, pero viven fuera de su país natal y están sujetos, además, a un gobierno extranjero y a sus leyes. Tienen tanto en común entre sí, que tienden a vivir cerca uno del otro y a formar cierta clase de relación de comunidad.

Igualmente sucede en el ambiente del espíritu. Algunos de nosotros vivimos de este lado del río de la muerte, otros del otro lado -en lugares celestiales. No obstante, aquellos que viven en Cristo Jesús, comparten el mismo gobierno de Dios y Sus caminos. Nosotros que aún vivimos en esta sociedad extranjera, demostramos la justicia, la paz y el gozo del Reino eterno de Dios. Mientras estemos aún en este mundo, oramos por los que están en autoridad como ministros de Dios, para que pueda existir un ambiente apacible para proclamar el señorío de Cristo. Aunque estamos en el mundo, nuestra ciudadanía está en los cielos. Somos ciudadanos de un reino eterno.

Los antiguos pietistas, reformadores y anabaptistas reaccionaron fuertemente en contra de las relaciones que la iglesia tenía con el estado en los siglos once al dieciséis. Cuando se separaron de la iglesia oficial, también lo hicieron del estado. Ellos se consideraban un estado dentro del estado secular. Tan susceptibles eran en su separación, que llegaron a formar sus propias comunidades, se abstenían de prestar servicio militar y evitaban verse involucrados en cualquier actividad secular. Su motivación no era tanto el pacifismo como la conciencia de que su reino no era de este mundo. Sin promover el aislamiento, uno podría desear un avivamiento de la misma conciencia en nuestra generación.

Bien haríamos en tomar a pecho la amonestación de Pablo: «Haced todas las cosas sin murmuraciones ni disputas, para que seáis irreprensibles y sencillos, hijos de Dios sin tacha en medio de una generación torcida y perversa, entre la cual resplandecéis como luminares en el mundo» (Filipenses 2:14-15).

Identificación y orientación  

Jesús pasó los últimos cuarenta días de su ministerio en la tierra hablándoles a sus discípulos lo concerniente al Reino de Dios (Hechos 1 :3). ¡Cómo me gustaría tener el relato de estas sesiones! El hecho que Jesús empleara de este modo este tiempo tan valioso, indica la importancia del tema. Los discípulos todavía estaban interesados en la hora cuando el reino sería restituido a Israel. El interés de Jesús era que recibieran el poder del Espíritu Santo para proclamar al Rey.

Sus instrucciones concernientes al Reino no llegaron a tener el impacto total, hasta que les envió al Espíritu Santo. Entonces, con esa energía divina, ellos empezaron a bautizar a otros discípulos y a darles las mismas instrucciones sobre el Reino de Dios que habían recibido de Jesús.

Después de que Jesús ascendió, 120 de sus discípulos obedecieron Su mandamiento de esperar el poder del Espíritu Santo. Finalmente, cuando llegó el día de la fiesta judaica de Pentecostés, el Espíritu Santo descendió como un torrente poderoso. Pentecostés se celebraba cincuenta días después de la fiesta de la Pascua. Con la Pascua, los judíos celebraban el día que habían sido liberados de Egipto; en Pentecostés, el día que habían recibido la ley en Sinaí. Ahora el Espíritu Santo venía para escribir un nuevo pacto, no sobre tablas de piedra, sino en los corazones de los seguidores comprometidos.

Así como el Sinaí tembló con el fuego y el humo, el aposento alto tembló bajo el poder de Dios, mientras Su dedo escribía Su nuevo pacto en sus corazones. Los discípulos fueron llenos, no sólo con la paz del Espíritu Santo, sino también con la seguridad de que ¡Él había llegado al cielo! El Espíritu Santo vino para decirles, «¡Jesús está allá, sentado a la diestra del Padre! ¡Yo he venido para decirles que El es el Señor!»

Cuando el poder de Dios descendió, la teología se convirtió en una realidad. De repente, las enseñanzas de Jesús se volvieron prácticas para esta vida. ¡Él es el Señor ahora, no después! Ahora que miraban a través de los nuevos lentes que el Espíritu Santo les había dado, lo que Jesús había hecho y enseñado, Su señorío se magnificó y ellos se intoxicaron con el gozo y la paz del cielo. A medida que el Espíritu Santo tomaba Su lugar de ejecutivo en la iglesia, el gobierno de Dios se iba convirtiendo en una realidad presente y poderosa que era expresada en la vida cotidiana de la iglesia. Ellos no eran de este mundo y con esfuerzo se quedaban en él. Muy pronto, los gobiernos corrompidos que existían, tendrían que reconocer a Jesús como Señor o buscar la manera de librarse de tan poderoso desafío. Muchos consideraban a la iglesia subversiva y lo era en el sentido más santo. La iglesia no estaba reaccionando al programa de Satanás. Tenían una tarea que cumplir y con la gracia de Dios se habían dispuesto a hacerla: Rescatar los reinos de este mundo para la gloria de Dios. Hacer discípulos no sólo en, sino de todas las naciones.

El mensaje de Pedro en Pentecostés a los miles de judíos devotos, fue sobre el señorío de Cristo, Su derecho de gobernar en sus vidas. No fue un «creer fácil» ni una «gracia barata» lo que proclamó. El reto era total. Si no era Señor de todo; no lo era del todo. La respuesta tenía que ser un compromiso total a Su señorío ya Su comisión de hacer discípulos de todas las naciones.

Entonces Pedro, se puso de pie con los once y les dijo:

“A este Jesús resucitó Dios, de lo cual todos nosotros somos testigos. Así que, exaltado a la diestra de Dios, y habiendo recibido del Padre la promesa del Espíritu Santo, ha derramado esto que vosotros veis y oís … Sepa pues, sin lugar a dudas toda la casa de Israel, que a este Jesús a quien vosotros crucificasteis, Dios le ha hecho Señor y Cristo” (Hechos 2:32,33, 361.

El impacto fue fulminante y claro. Habían matado al Rey. «Hermanos, ¿qué haremos?» dijeron los miles (casi en unísono). Esta era la oportunidad de Pedro. El estaba al mando. El y los otros eran la autoridad delegada de Dios … con un mensaje para la multitud. Ellos harían cualquier cosa que él les dijera. Estaban listos para actuar.

«¡Arrepentíos!» se oyó la voz de Pedro como un trueno sobre la multitud. » … sed bautizados … para el perdón de vuestros pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo» (Hechos 2:38). Y miles de almas lo hicieron. Se arrepintieron; se bautizaron; recibieron el poder del Espíritu Santo y cambiaron el curso de la historia.

Examinemos la pregunta: «¿Qué haremos?» Note que ellos no dijeron, «¿qué haremos para ir al cielo cuando muramos?» Los profetas habían predicho desde hacía siglos la venida del Mesías y de Su reino. Todo judío ortodoxo esperaba y anhelaba Su venida. Ahora no sólo se les dice que ya había venido, sino que ellos lo habían matado. ¡No sólo habían perdido el gobierno de Dios, sino que también habían matado al Gobernador! «¿Qué haremos?» suplicaban.

De repente, los apóstoles representaban la única autoridad divina presente. Eran ‘los representantes delegados por Dios, entrenados para esta hora. El Espíritu Santo, oculto a la visión natural, estaba hiriendo sus conciencias dramáticamente y revelando la verdad. Sólo los apóstoles podían contestar a su pregunta desesperada.

El sermón de Pedro no fue acerca del cielo y el infierno. Es cierto, el cielo y el infierno estaban en la balanza, pero su mensaje era concerniente al Mesías. Todo judío sabía bien -demasiado bien- lo que había sucedido. «¿ Qué haremos?» era el grito desesperado de hombres que habían sido entristecidos según la voluntad de Dios por su rebelión y buscaban con todo su corazón el Reino de Dios. El arrepentimiento no era de hábitos repugnantes, sencillamente. Ellos habían rechazado el gobierno de Cristo en sus vidas. Como religiosos ortodoxos, sus hábitos eran decentes, pero sus corazones estaban sucios. Había homicidio… odio… contienda … orgullo. ¡Eran «sepulcros blanqueados»! Eso es lo que Elles había dicho. El tenia razón.

«¡Arrepiéntanse!» les dijo Pedro.

«Vuélvanse. Empiecen con su ser interior. Hagan a Jesús Señor de sus vidas. Bautícense e identifíquense como discípulos Suyos». La prueba de que se habían arrepentido de haber rechazado a Jesús, podía establecerse fácilmente identificándose públicamente con Jesús por medio del bautismo. Este acto físico de obediencia, en el bautismo, testificaría de Su señorío. La obediencia al mandamiento de bautizarse sería un acto de purificación después de un arrepentimiento verdadero.

El bautismo que Pedro predicaba no era una popular exhibición cultural. Era una identificación pública con uno que recientemente había sido ejecutado como revoltoso y con Su gobierno.

Hace varios años que tuve una experiencia que me ha ayudado a comprender lo que el bautismo significaba para aquellos judíos que oían a Pedro.

Eran como las dos de la madrugada cuando llegué a Bombay, cansado del viaje y aturdido de cruzar las zonas del tiempo. Sin embargo, me reavivó la realización de que estaba muy lejos de casa en una sociedad totalmente diferente. El vestido, el idioma, la hospitalidad oriental y la hostilidad anti yanqui me lo recordaban constantemente. Al día siguiente me encontraba en Cochin, en el sur del país, camino a una pequeña aldea llamada Mavelihara en el estado de Kerala. El estado de Kerala tenía un gobierno comunista y la religión hindú. Ambos eran extraños y presagiosos para mí.

¡Estación de la policía atacada – 2 muertos! pregonaban los titulares en Cochino Una banda de comunistas había atacado la estación de policía por no simpatizar con sus objetivos. Se esperaba la visita del Primer Ministro, esa semana. El pueblo estaba en un estado de alarma. Sin embargo, los residentes vivían en un crepúsculo de apatía social, narcotizados por la pobreza y la obscuridad espiritual.

Las banderas rojas se alineaban en ambos lados del camino que nos conducía al sur a través de pequeñas aldeas. Los altares hindúes hacían más patente aquella atmósfera exótica. «No sea muy ostensible con la cámara», me advirtió mi amigo y anfitrión cristiano. «Hace una semanas que uno de nuestros ministros fue golpeado severamente. Le rompieron todos los dientes de adelante. Los verdaderos cristianos no son muy populares con los oficiales aquí». No me lo tuvo que advertir dos veces.

Durante varios días, Ken Sumrall, quien había hecho el viaje conmigo, predicamos a la asamblea de los cristianos que habían venido de todo Kerala. Se sentaban desde muy temprano hasta tarde en la noche, debajo de una enramada, oyendo la Palabra de Dios y adorando. A veces la lluvia se filtraba por el techo de paja y caía sobre ellos, sentados sobre las esteras de palmas que cubrían el suelo. Llegó el domingo y por el centro del pueblo marcharon en dirección al río para bautizar a los nuevos discípulos. Iban cantando acompañados de un gran tambor. Sus cantos eran de su Rey a quien servían en medio de una sociedad adversa.

Cuando llegaron, los cristianos se alinearon a un lado del río, mirando las caras hostiles de los hindúes y de los comunistas que estaban del otro lado. Mientras cantaban al Señor Jesús, el pastor entró en el agua y brevemente proclamó el señorío de Jesús. Los ojos de todos brillaban con esperanza y compromiso en el marco de sus oscuras pieles. Sus dientes, blancos como perlas, y sus amplias sonrisas llenas del gozo del Reino, eran un contraste marcado con el sufrimiento y la persecución que padecían.

Uno tras otro, los nuevos conversos penetraron en el agua y se pararon junto al pastor que Dios les había designado.

» ¿Te arrepientes de tus pecados y aceptas a Jesús como tu Señor?», les preguntaba en su propio idioma, lo suficientemente alto para que todos oyeran.

«¡Sí!» venía la respuesta en voz alta y en tono decidido. «Me aparto de mi vieja vida. Le ruego a Jesús que me perdone. ¡Le seguiré para siempre!»

Entonces, poniéndose en las manos del pastor, eran bajados a sus sepulturas … «Yo te bautizo en el nombre del Señor Jesucristo … » Yen medio de «aleluyas» eran levantados alabando al Señor en un nuevo lenguaje. Ahora no había nada a lo que pudieran regresar. El bautismo significaba identificación con Jesús. Para la mayoría de ellos, eso significaba el rechazo de la sociedad y de sus familias. No era una ceremonia secreta.

Después de que todos los nuevos discípulos fueron bautizados, la línea volvió a formarse de regreso a la enramada. Otra vez se oyó el ritmo del gran tambor y el canto de los himnos orientales.

«Sería un honor para nosotros si Ud. marchara a la cabeza del grupo», dijo sonriendo mi anfitrión. Bajo la mirada curiosa y hostil de los espectadores nos adelantamos. Acabábamos de celebrar una sesión de matrícula en el Reino de Dios – públicamente.

En los días de Pedro, después de la matrícula en seguida venía la orientación.

Entonces los que habían recibido su palabra fueron bautizados, y se añadieron aquel día como tres mil almas. Y se dedicaban continuamente a las enseñanzas de los apóstoles, a la comunión, al partimiento del pan y a la oración (Hechos 2:41,42).

Su decisión de ponerse bajo el gobierno de Dios expresado en la iglesia, era una decisión para vivir de una manera nueva con valores, actitudes y preceptos nuevos. Para caminar en este nuevo camino tendrían que aprender del ejemplo y la instrucción de los apóstoles. Inmediatamente, los apóstoles empezaron a funcionar como Jesús les había mandado. «Bauticen y hagan discípulos. Enséñenles a que observen todas las cosas que yo les he enseñado a ustedes.» Tan pronto llegaban estos recién nacidos en el Reino de Dios, entraban bajo un gobierno y una comunión visibles. Pronto estaban totalmente sumergidos dentro de una cultura nueva. La comunidad aceptaba la responsabilidad total por el bienestar y el desarrollo de aquellos nuevos discípulos que habían cambiado de gobierno.

Pablo lo expresa de esta manera: «Porque El nos libró del dominio de las tinieblas, y nos trasladó al reino de su Hijo amado» (Colosenses 1 :13). ¡Hemos cambiado de gobierno! declara Pablo.

Cuadro

En 1 Corintios 10:6.11, Pablo usa a Israel como ejemplo para mostrarnos más claramente cómo es que pasan los cristianos de un reino al otro.

Porque no quiero que ignoréis, hermanos, que nuestros padres todos estuvieron bajo la nube, y todos pasaron por el mar; y en Moisés todos fueron bautizados en la nube y en el mar (1 Corintios 1,2).

Mil quinientos años antes de Pentecostés, Israel había estado en Egipto bajo el azote de la esclavitud. Ellos también habían clamado, «¿qué haremos?» Su pregunta no fue, «¿qué haremos para ir al cielo?» sino, «¿qué haremos para cambiar nuestras vidas mientras vivimos?» Su clamor no era para hacer lo menos posible, sino todo cuanto les era posible para alejarse de la esclavitud de Egipto.

Israel se separó del gobierno de Faraón para entrar bajo el gobierno de Moisés por medio del bautismo. Moisés les predicó el evangelio del Reino. Es decir, les contó de un lugar de justicia, paz y gozo donde Dios gobernaría sobre ellos. Les dijo del monte Sión, de la leche y de la miel, pero también les mencionó los gigantes y los obstáculos. Para que pudieran salir de Egipto y entrar en Canaán, tendrían que someterse a un nuevo gobernador – Moisés. Tenían que decidir si él había sido enviado de Dios en verdad. Una vez resuelto eso, decidir si la recompensa era digna del precio. Cuando determinaron que sí lo era, empezaron a seguir a Moisés. Lo primero que él hizo fue llevarlos, por la dirección del Señor, al Mar Rojo donde todos fueron bautizados… en Moisés. Volvieron sus espaldas a Faraón y a sus pirámides y comenzaron su jornada. Moisés estaba capacitado para guiarlos porque él ya había vivido en el desierto y Dios le había enseñado el camino.

Allí estaban a la orilla del agua … Faraón y todo su ejército detrás de ellos … «¡Moisés! ¡Moisés!» clamaron todos. Siguiendo las instrucciones de Dios, Moisés afirmó su autoridad divina y las aguas se dividieron. La nube del Espíritu de Dios descendió sobre ellos. El pueblo se metió poniendo su confianza y sus vidas en esta esperanza: Dios ha escuchado nuestra oración y Dios ha mandado a Moisés. Pusieron sus vidas, sus posesiones, familia y amigos, en las manos de Moisés y él los bautizó en el mar y Dios los bautizó en la nube confirmando el discipulado de ellos. Cuando emergieron del otro lado, ya no les era posible regresar, aunque muchos desearon hacerlo. Fue ese constante mirar hacia atrás y el rechazo de la autoridad delegada en Moisés que impidió que la primera generación entrara en Canaán. Jesús lo dijo de esta manera: «Nadie, que después de poner la mano en el arado mira atrás, es apto para el reino de Dios» (Lucas 9:62).

Cuando alguien desea el Reino de Dios, o el gobierno de Dios, en su vida, debe estar dispuesto a arrepentirse de su situación presente. Tiene que reconocer que fue el ir por sus propios caminos lo que lo puso en ese estado de confusión y perdición. En el bautismo, literalmente se entrega en las manos de otro, creyendo que él es el mensajero que Dios ha enviado para guiarlo en el Reino de Dios. El bautismo en agua pone un trecho entre él y su pasado y al mismo tiempo lo identifica como ciudadano de un nuevo gobierno. El bautismo en el Espíritu Santo confirmará en su corazón que Jesús en realidad ordenó su peregrinaje y pondrá un muro de fuego entre él y su pasado. El Espíritu Santo será una nube de luz para el nuevo discípulo y obscuridad para aquellos que no siguen al Señor.

Una vez que Israel fue bautizado bajo el gobierno de Moisés, ellos pasaron a ser el problema de Moisés — ¡y qué problema! Su tarea era convertir a aquellos millones de esclavos en una nación santa, un ejército capaz de echar fuera a los gigantes y ocupar una tierra fértil. La jornada empezó cuando Israel dijo, «¿qué haremos?» Pero poco después de haber empezado el éxodo, era Moisés quien preguntaba «¿qué haré?».

¡No hay reto más grande que este que enfrenta al pueblo de Dios y a sus líderes! ¿Cómo transformar a una iglesia esclavizada y dividida en una nación santa, un ejército poderoso? El proceso comenzará cuando digamos, «¿qué haremos?» Sin duda oiremos entonces decir a algunos hombres enviados de Dios: «Arrepiéntanse, bautícense y reciban el Espíritu Santo». Si respondemos positivamente habremos empezado a encontrar el gobierno de Dios.